MAR Arábigo, costas de Malabar, 2 de septiembre de 1542
El catur navegaba veloz, impulsado por el viento favorable y ayudado por las corrientes que en aquellas fechas hacían muy fácil la navegación, a dos o tres leguas de la costa, descendiendo hacia el sur por el mar Arábigo. Cuando se aproximaban a tierra, frente a Cananor, el sexto día del viaje, Francisco contemplaba la belleza de las playas de arenas blanquísimas, en las bahías que se adentraban entre las alturas pobladas de frondosos árboles. A lo lejos, como un paredón azul, se divisaba la enormidad de los montes Gates.
Hicieron escala en el puerto donde se alzaba la más antigua fortaleza de los portugueses en la India. Los muros rojos de adobe estaban construidos sobre las robustas rocas, alternándose con profundos fosos. El conjunto de murallas, torres y torretas protegía la ciudadela, la parroquia de Santiago, el convento de los franciscanos y la blanca ermita de Nossa Senhora da Victoria, que destacaba por encima de los tejados.
Sólo medio día descansaron allí, para proseguir después aprovechando el favor del viento que les llevó veloces muy próximos a las costas, donde se veía Tellicherry, la ciudad del rey Zamorín, que extendía sus dominios hasta Cochín, rivalizando constantemente en el comercio con los portugueses. Por esta razón, el capitán de la nave timoneó alejándose lo más que se podía de la franja de tierra, para verse libre de los piratas costeros, los feroces moros conocidos como moplahs, que solían abordar con sus rápidas fustas a las naves que se aventuraban en las proximidades de Calicut. Dos leguas más al sur vieron desde lejos el fuerte pequeño de Chale, sobre un promontorio. De nuevo navegaban por la seguridad de las aguas que controlaban los portugueses. Hacia oriente se extendía una costa muy larga, arenosa, bordeada de cocoteros. Era el vasto territorio comprendido entre Cochín y Quilón. Desde aquí, se divisaban los dominios del «gran rey», el rajá que gobernaba el sur del cabo de Comorín, con las tierras del interior, aliado a su pariente el rajá de Travancor.
Atracó la nave en el mítico puerto de Quilón, la plaza fuerte más meridional de los portugueses. Francisco echó pie a tierra embargado por la emoción. Los seminaristas paravas le contaron que en este lugar predicó el apóstol santo Tomás, cuyos discípulos, los santos Sapor y Aprot, tenían allí sus sepulcros en una iglesia de más de setecientos años de antigüedad. En la playa, junto a la fortaleza, se conservaba una venerada columna que señalaba el sitio donde, según la tradición, el apóstol profetizó que cuando el mar, distante entonces media legua, llegase a cubrir esa arena, vendrían gentes cristianas desde muy lejos para predicar las mismas verdades que él enseñaba.
Francisco sintió que algo de aquella antigua leyenda le concernía. Cayó de rodillas y se abrazó a la columna deshecho en lágrimas. Mientras, el sol, convertido en un arrebatador disco de luz anaranjada, se hundía en la inmensidad del mar en calma, hacia occidente.
—¡Oh, Dios! —sollozaba, ante la mirada extrañada de todo el mundo—. ¡Mi Dios! ¡Mi eterno Dios inefable, dueño del tiempo y la eternidad! ¡Mil años en tu presencia son como un ayer que pasó!
Esa noche, a pesar de estar en tierra firme, no quiso probar bocado. Permanecía tendido en la arena, contemplando la inmensidad del firmamento, absorto en la grandeza de la plateada luna llena.
Observándole desde lejos, los tres seminaristas paravas no sabían qué hacer.
Hasta que amaneció hacia oriente. Entonces Xavier se alzó de la postración en que había permanecido durante horas y perdió la mirada en el horizonte luminoso.
—¡Estoy al fin aquí! ¡Dios! ¡Dios mío! ¿Qué he de hacer?
La India, Manappad, 10 de octubre de 1542
Después de doblar por fin el cabo de Comorín, el piloto del catur timoneó hacia el nordeste, navegando ahora con mayor lentitud en la proximidad de las desiertas costas arenosas. Qué familiares les resultaban a Gaspar, Manuel y Antonio estas aguas, por ser hijos de pescadores nativos. Señalaban entusiasmados los pueblos de su tierra, olisqueando ya la proximidad de su destino.
—¡Allá, padre Xavier, mire allá! ¡Periyatálai! ¡Pudukarai! ¡Manappad! ¡Hemos llegado! ¡Es nuestra tierra!
Arribó la nave en Manappad, en un pobre embarcadero construido con troncos clavados con poca estabilidad en las arenas movedizas donde se alineaban los catamaranes de los pescadores. A pleno sol, pues sólo se alzaba aquí o allá algún solitario cocotero, se veían las chozas construidas con hojas de palma.
Por primera vez, vio Francisco a los paravas en su propio territorio, cuando se acercaron curiosos para recibirles. Eran tipos muy delgados, de piel morena y cabello largo y negro, recogido en la coronilla del mismo modo que Gaspar, Manuel y Antonio; pero éstos, hombres y mujeres, iban desnudos de cintura para arriba, vestidos sólo con un paño blanco hasta las rodillas. Lucían aros dorados en los estiradísimos lóbulos de las orejas y los dignos ancianos collares de perlas.
Echó pie a tierra Francisco y besó la arena. Estaba contento. Enseguida le rodearon aquellas gentes, hablando en su lengua incomprensible. Los niños correteaban felices y nadie dejaba de sonreír ni un momento.
Los tres seminaristas se pusieron enseguida a desempeñar su oficio de interpretar y les explicaron a sus paisanos quién era el padre Xavier y a qué venía.
—Swámi! Swámi! —decían constantemente con asombro los paravas.
—¿Qué dicen? —preguntó Francisco.
—Es como decir «padre» —explicaron los intérpretes—. Swámi en nuestra lengua es la manera de nombrar a los maestros. Ellos están muy contentos porque esperan que les enseñéis muchas cosas.
—¡Se alegran al verme!
—Claro, padre —asintió Gaspar—. Os esperaban. Ellos os esperaban ansiosamente.
La India, Tuticorín, 28 de octubre de 1542
Asomando por encima de una alargada banda de brumas, el sol amanecía hacia oriente, rojo como ascuas avivadas por la brisa
amable del mar. Delante de su cabaña de barro techada con ho jas de palma, junto a la pequeña iglesia de Tuticorín, Francisco se deleitaba con la imagen de los catamaranes de los pescadores paravas. Con esas frágiles embarcaciones iban en busca de las preciadas perlas que daban aquellas costas, las cuales cambiaban por enseres muy inferiores a su valor, toscos cuchillos de hierro, vasijas y paños pobres de algodón, a los moros que atracaban sus fustas allí y a los portugueses que hacían escala en sus viajes desde Ceilán a Goa. El rico tesoro que sacaban diariamente del fondo del mar, con gran peligro de sus vidas, apenas aliviaba su miseria desenvuelta durante siglos en una tierra yerma, áspera y ardiente.
Sólo en esa luz tenue del amanecer, cuando los niños del poblado aún dormían en los cálidos lechos de paja, podía Xavier escribir. Sobre una pequeña mesa de tablas, teníá extendido el pliego y mojaba el cálamo en el tintero. Escribía la carta que habría de llevarse esa misma mañana el catur portugués a la gobernación de la India en Goa, desde donde sería mandada en el primer galeón que zarpara para Lisboa.
La gracia y la paz de Jesucristo Señor Nuestro sea siempre con nosotros. Amén.
De la ciudad de Goa os escribí muy largo acerca de nuestra peregrinación después que partimos de Lisboa, hasta nuestra llegada a la India; y también de cómo estaba para partir hacia Tuticorín, en compañía de los dos diáconos y el minorista que son de este lugar, los cuales de pequeños fueron llevados a la ciudad de Goa, donde se instruyeron en las cosas eclesiásticas, de manera que ahora son evangelizadores.
Vivimos en lugares de cristianos, donde no había portugueses, por ser tierra muy estéril y paupérrima en extremo. Los cristianos de estos lugares, por no tener quienes les enseñen nuestra fe, no saben de ella otra cosa que decir que son cristianos. No tienen quien les diga misa, ni menos quien les enseñe el credo, el padrenuestro, el avemaría ni los mandamientos. En estos lugares, cuando llegaba, bautizaba a todos los muchachos que no estaban bautizados; de manera que bauticé a una gran multitud de niños que aún no sabían distinguir la mano derecha de la izquierda. Cuando me veían llegar a los pueblos, no me dejaban los críos ni rezar, ni comer, ni dormir, sino que les enseñase algunas oraciones. Entonces comprendí por qué pertenece a los niños el reino de los cielos. Como tan santa petición no podía negarla sino impíamente, les enseñaba comenzando por la confesión del Padre, Hijo y Espíritu Santo, por el credo, padrenuestro y avemaría. Me asombraba de su intuición y natural inteligencia; y si hubiera quien les enseñase las cosas de la fe con detenimiento, tengo por muy cierto que llegarían a ser muy buenos cristianos.
Andando por los caminos, llegué a un pueblo de paganos, donde no había ningún cristiano. Porque no se quisieron hacer cuando sus vecinos se convirtieron, por ser vasallos de un señor que se lo prohibía. En ese lugar encontré a una mujer que padecía dolores de parto desde hacía tres días, y muchos temían por su vida. Habían invocado a los dioses sin que, como es natural, sus peticiones fueran oídas. Entonces fui con uno de los diáconos que venían conmigo a aquella casa. Entrando, comencé confiadamente a invocar el nombre de Cristo. No me consideraba en tierra ajena, sino que creía firmemente que de Dios es la tierra entera y lo que la llena, el mundo y todos sus habitantes. Comencé por el credo y el padrenuestro, mientras mi compañero iba traduciendo todo a su lengua.
Por el favor divino, empezó ella a creer en los artículos de la fe. Le pregunté si quería ser cristiana. Me contestó que de muy buena voluntad quería serlo.
Recité entonces algunas verdades de los Evangelios, las cuales nunca antes habían sido dichas en aquella casa. Después la bauticé.
Nada más bautizarla, dio a luz la mujer que confiadamente esperó y creyó en Jesucristo. Después bauticé a su marido, hijos e hijas, y al niño recién nacido. Y corrió enseguida la noticia por el lugar de lo que Dios obró en esa casa…
El señor gobernador favorece mucho a estos cristianos nuevos, defendiéndolos de los moros que les perseguían y maltrataban. Estas gentes viven cerca del mar de donde únicamente se mantienen: son pescadores. Pero los moros les quitaron sus navíos dejándolos en la indigencia. Cuando supo esto el señor gobernador, vino en persona con la armada, alcanzó a los piratas moros y los desbarató, tomándoles los navíos para devolvérselos a sus dueños. Y a los pobres que no tenían barcas ni con qué poderlas comprar, les dio los navíos que quitó a los piratas…
Yo, confiando en la infinita misericordia de Dios Nuestro Señor, con el mucho favor de vuestros sacrificios y oraciones, así como de toda la Compañía, espero que, si en esta vida no nos viésemos, será en la otra, con más placer y descanso del que en este mundo tenemos.
De Tuticorín a 28 de octubre, año 1542.
Vuestro hijo en Cristo,
Francisco de Xavier