Capítulo 36

LA India, Goa, junio de 1542

Con paso rápido, infatigable y exultante de alegría, Francisco subía por la pendiente donde se asentaba el barrio de los indígenas, seguido por un tropel de muchachos desarrapados, esclavos y esclavas, niños y niñas de oscura piel y enmarañados cabellos negros, que reían y le jaleaban con sus voces cantarinas.

Diariamente, el jesuita reunía a esta multitud, que a veces llegaba a superar los trescientos, y los llevaba ala fresca iglesia de Nossa Senhora do Rosario, en lo alto del promontorio que se alzaba fuera de la ciudad. Allí, como en un teatro a la manera oriental, se ponía delante del altar y alzaba los ojos y las manos al cielo, representando la comunicación con Dios. Maravillados, los pequeños oyentes se ponían como en trance y pronto estaban repitiendo en voz alta, locos de contento, las oraciones y las enseñanzas de la doctrina que Xavier les enseñaba cantando, con melodías pegadizas que les encantaban. Era una concurrencia pobre, sucia, descalza y maltratada.

Francisco casi no podía hacer otra cosa con aquel muchacherío que sacarlos del triste barrio donde se desenvolvían cotidianamente, abandonados a su suerte, mendigando como perrillos alrededor de los hidalgos portugueses; cuando no eran utilizados en infamantes trabajos que les agotaban sin apenas ganancias o, mucho peor, prostituidos y convertidos en víctimas de los más crueles abusos.

Sabían poco portugués; pero, por una misteriosa comunicación de espíritus, llegaban a comprender enseguida que aquel hombre recién llegado a Goa, aun siendo alguien importante, no vestía con los lujos del resto de los hombres venidos de la lejana cristiandad, sino que sólo se cubría con una especie de túnica raída; iba como ellos descalzo y comía también de lo que le daban. Pero había algo mucho más importante, lo que de verdad seducía a toda aquella gente menuda y hambrienta: Francisco les amaba y sabía expresarlo sin aspavientos, con una ternura inagotable y una permanente sonrisa en el rostro. Incluso cuando se peleaban entre ellos, pues se armaban frecuentes trifulcas, no les trataba a palos, como el resto de la gente. Ni se hartaba de ellos cuando se ponían pesados, siguiéndole a todas partes, no dejándole ni un momento en paz, ni a sol ni a sombra.

Francisco estaba viviendo una especie de delirio; la rara locura de amar incondicionalmente a una suerte de gente débil en extremo, a los que nadie tenía en cuenta, ni consideraba de ninguna manera. Estaba cautivado por la compañía de los verdaderos hijos del cielo y ello le arrebataba por los extraños y velados caminos de la verdadera felicidad.

Con frecuencia se quedaba arrobado, sólo admirándolos. Se extasiaba contemplando sus ojillos curiosos, negros como el azabache; sus limpias e inocentes miradas hechas únicamente a ver la miseria. Le encantaba observarlos cuando jugaban, cuando charlaban entre ellos, cuando reían a carcajada limpia. A veces, estallaban en locas carreras, como bandadas de pájaros bulliciosos. Otras veces se enzarzaban en animadas discusiones y acababan pegándose. Incluso esto le parecía maravilloso, pues le servía para explicarles con gestos y medias palabras la gratificante fuerza de la reconciliación. Eran aquellas pobres criaturas íntimamente sensibles al amor, como cualquiera que se ha criado en el sufrimiento.

De entre todos, destacaban sus favoritos: una pequeña niña que se desplazaba arrastrándose, hincando ios codos en tierra, pues tenía los miembros carentes de toda fuerza y las manos engurruñadas; también dos niños mellizos, de unos seis años de edad, a quienes rescató de una pocilga donde hacían la vida con los cerdos. Convenció a los demás de que debían cuidarlos. Pocas semanas después, a Francisco se le cayeron regueros de lágrimas cuando comprobó que el resto de los niños se peleaban por llevar en brazos a la pequeña paralítica. Era como si aquellos desheredados, a fuerza de ser tratados con desprecio y no contar nada, tuvieran el alma más dispuesta que nadie para aprender cosas buenas. De manera que pronto traían a otros niños y niñas, esclavos y esclavas, a los que encontraban por ahí, enfermos, abatidos por la fatiga de tantos trabajos, cojos, ciegos y lisiados.

Junio a septiembre de 1542

Durante cuatro largos meses, desde su llegada en junio de 1542 hasta septiembre, Francisco de Xavier trabajó en Goa infatigablemente. Se dedicaba a los enfermos del hospital del Rey, a los niños, a los esclavos desamparados y a los mestizos. Los domingos salía de la ciudad y se encaminaba por un sendero solitario que discurría por en medio de un tupido bosque de palmeras y que conducía hasta un llano triste, donde se alzaba un pobre poblado de chozas construidas con cañas y palmas. Allí vivían, apartados del resto del mundo, los enfermos del mal de San Lázaro: los leprosos. Francisco les llevaba regalos, les decía misa, les confortaba y pasaba el día entre ellos, convertido en su amigo.

—¿Está loco, padre? —le gritó el gobernador Soussa cuando lo supo—. Haciendo esas cosas no llegará a parte alguna. ¡Qué temeridad, Dios Santo!

Xavier sonreía indiferente. Ante el espanto del gobernador, respondía:

—No se preocupe, excelencia. Dios cuidará de mí.

También visitaba la cárcel de Goa; un edificio rodeado de altos paredones de barro, en cuyo interior malvivían, hacinados en un ambiente nauseabundo, cientos de presos. Las condiciones en que se hallaban los recluidos eran pésimas. Se daban allí dentro todas las miserias humanas, en la hediondez de los patios embarrados de aguas ponzoñosas y excrementos: muertes frecuentes, asesinatos, peleas, bandos rivales, dominios crueles de los más fuertes, esclavitudes de los débiles, abusos y maldades de todo género.

No le costó demasiado trabajo a Francisco, después de pedirle uno de aquellos días que visitase la prisión, convencer a don Martim Affonso de Soussa de que reformase aquel antro siguiendo el ejemplo de las cárceles de Roma, más justas y humanas. Aceptó el consejo el gobernador y amplió el centro, separando a los presos más peligrosos y habilitando letrinas y barracones que aliviaron mucho la vida dura del cautiverio.

Septiembre de 1542

Con frecuencia, les había expresado Francisco tanto al gobernador como al obispo que su misión no consistía en permanecer en Goa, sino ir más allá, hacia la parte oriental de la India, donde tenía conocimiento de la existencia de pueblos cristianos pobres, pescadores, que vivían bajo la permanente amenaza de los moros, sin sacerdotes ni maestros que les instruyeran en la fe.

Ya en Roma había oído hablar de la conversión de los indios llamados paravas. En la cristiandad occidental corría desde el año 1537 la noticia de que en el lejano Oriente, en las regiones indias costeras del cabo Comorín, se agrupaban numerosas aldeas de cristianos convertidos por la predicación del vicario Miguel Vaz. El rey de Portugal Juan III mandó entonces aviso al papa por medio de sus embajadores de que más de cincuenta mil paganos habían sido bautizados. Se suplicaba el envío de misioneros para instruir en la fe a todas aquellas gentes que estaban resueltas a vivir como cristianos, pero que, junto a su bautismo, habían recibido enseñanzas muy elementales.

Como tuvieron conocimiento de estos hechos Íñigo de Loyola y Francisco, en el seno de la recién fundada Compañía de Jesús, resolvieron obedecer a la llamada del papa para evangelizar a aquellos lejanos pueblos de cristianos neófitos. Ésta es la razón que movió a Francisco de Xavier a embarcarse para la India. Por eso, aunque en Goa trataba de aprovechar el tiempo haciendo el mayor bien posible, sentía que estaba allí sólo transitoriamente, como estación de paso en su viaje hacia el verdadero destino que era la región de los paravas, en la costa oriental del cabo Comorín.

El que mejor podía instruirle acerca de aquellas gentes era el propio Miguel Vaz, el vicario general. Xavier le visitaba con frecuencia para informarse. Y a medida que le iba contando cosas el vicario, le entraban más y más deseos de emprender el viaje hacia Comorín.

—Pronto el mar será navegable —le dijo Vaz—. Toca a su fin septiembre y las naves empezarán a salir para hacer las rutas por la costa Malabar, hacia el sur, para doblar el cabo que une los dos mares.

—En el primer barco que parta para el cabo de Comorín me embarcaré —le dijo Francisco con ansiedad.

—¡Ah, padre Francisco, qué impaciencia! —exclamó el vicario—. No sabe vuestra reverencia la lengua de los paravas, ni conoce aquellas tierras…

—No importa, me las arreglaré, Dios me ha de ayudar…

—¡Ah, ja, ja, ja…! —rió Vaz, divertido por la intrepidez del jesuita. Le admiraba aquella energía que no se arredraba ante nada—. Debéis aprovechar el tiempo, antes de partir, para recabar informaciones acerca de la región y conocer al menos algo de la lengua de los paravas, que es harto complicada.

—¿Podéis enseñarme vos? ¿Me ayudaréis?

—¡Qué más quisiera, padre Xavier! No sé yo la lengua de esos indios, aunque estuve allí un par de años.

—Pero… bautizasteis a miles de aquellas gentes. ¿Cómo os valíais?

—Me serví de intérpretes.

—¿Dónde están esos intérpretes?

—Aquí hay algunos indios paravas que vinieron conmigo a Goa el año 1538. Son muchachos que estudian en el colegio de San Pablo, que rige la Hermandad de la Fe. Yo me encargué de que se formaran, previniendo que algún día podrían regresar a sus pueblos como clérigos para instruir a su gente.

—¡Qué feliz idea! —exclamó Xavier.

—Sí, gracias a Dios, algunos de aquellos muchachos han progresado en estos cuatro años y tal vez sea éste el momento de enviarles de nuevo allá.

Francisco vio una vez más la obra de la Providencia y dio gracias a Dios porque aquella circunstancia parecía venir a reafirmarle en que su verdadero destino eran los paravas.

Esa misma tarde fue con Vaz al colegio de la Hermandad de la Fe y el vicario le presentó a los seminaristas paravas. Entre ellos había dos diáconos, Gaspar y Manuel, y un minorista, Antonio. Francisco quedó encantado. Aquellos jóvenes, sonrientes todo el tiempo, parecían serviciales. Los tres eran robustos, bien definidos por los caracteres de su raza: morenos, delgados, nervados y de cabello negro largo, recogido en la coronilla con un cordón, los dientes muy blancos y una agradable expresión en el rostro. Cuando supieron que acompañarían al nuncio del papa al cabo de Comorín, se entusiasmaron y hasta bailaron de alegría.

A partir de ese día, Francisco iba cada tarde al colegio para aprender la lengua materna de sus jóvenes intérpretes, el tamil. Era un idioma de fonación dificilísima y complicada escritura; los sonidos y la gramática eran totalmente distintos a los de las lenguas europeas. No había libros, ni diccionarios. Lo poco que se escribía en tamil se hacía en tiras de hoja de palmera, morenas, atadas con cuerdas, con signos incomprensibles para los portugueses. Pero lo más difícil de todo era encontrar expresiones en lengua parava para las ideas cristianas. Ya el mismo nombre de Dios entrañaba la dificultad de confundirlo con las divinidades paganas.

Pero, a pesar de ello, Xavier y los tres ayudantes indios consiguieron traducir la manera de santiguarse, y componer un breve catecismo con las principales oraciones y los mandamientos.