MOZAMBIQUE, 26 de febrero de 1542
—Lo que pasa es que no quiero morirme, padre —le dijo aquel joven a Francisco, con una mirada tristísima.
Francisco sintió una pena muy grande. Gabriel tendría dieciséis años y debió de ser alguien que rebosaba salud apenas un mes antes, cuando el capitán Sepúlveda asaltó Mombasa con sus hombres para castigar la rebeldía de los moros que querían aliarse con los turcos en contra de los portugueses. Murieron diecisiete soldados y el propio capitán recibió dos flechazos en el pecho, con saetas envenenadas que le emponzoñaron la sangre y a punto estuvo de morir en la nave, de regreso a Mozambique. Gabriel vino entre los muchos heridos que, como Sepúlveda, sufrían la gravedad del veneno. Pero el muchacho tuvo peor suerte; se le había infectado un profundo corte que le atravesaba desde el abdomen hasta la zona lumbar. La carne estaba verdosa y maloliente. El físico dijo que no había remedio posible, pues los intestinos estaban deshechos y el veneno tan metido en los humores que se descomponía el cuerpo.
—Bueno, Gabriel, no hay por qué dejar de confiar en Dios —le dijo Xavier—. Vamos a rezar.
El joven apretó los labios y negó con la cabeza.
—No, no voy a rezar —dijo.
—¿Por qué?
—Porque sé muy bien lo que pasa. He visto muchas veces venir a los capellanes a asistir a los moribundos y, no bien les echan las bendiciones, se quedan tiesos. A mí dejadme, padre, que yo no he de morir.
Ante esa resistencia, Francisco se derrumbó, muy compadecido. Llevó aparte al físico y volvió a preguntarle si había alguna posibilidad.
—No hay nada que hacer —dijo rotundo el médico—. ¿No ve vuestra reverencia cómo tiene la barriga? ¡Si tiene ahí un nido de gusanos! El pobre se está corrompiendo en vida.
Volvió Xavier junto al enfermo.
—Anda, Gabriel, dime ya los pecados y dejémonos de supersticiones —le dijo sonriente—. Tú no morirás; vivirás junto a Dios, que es muy diferente. Sé que eres una buena persona; tus compañeros me lo dijeron. Has hecho el bien y cumplido con los deberes. ¿A qué temes?
—¿Os creéis que soy tonto? —replicó el muchacho—. Apenas haya confesado, moriré.
Francisco le cogió de la mano. El joven ardía a causa de la fiebre y sudaba copiosamente. De su herida emanaba un olor pestilente, el indiscutible olor de la muerte.
—¿Tienes padres o hermanos?
—Padre tengo —contestó Gabriel—. Mi madre murió en el parto.
—¡Ah, resulta que no la conoces!
—Ya sé lo que vais a decir. ¡No lo digáis, padre! No tengo prisa en conocer a mi madre.
«Santo Dios —pensó Francisco—, qué terquedad».
En esto, llegó al hospital el ayudante del gobernador para darle un aviso:
—Mi señor su excelencia don Martim Affonso de Soussa os suplica que acudáis enseguida a la fortaleza, pues ha de tratar con vos de asuntos muy importantes.
—No puedo ahora —respondió Francisco—. Excusadme ante el señor gobernador, pues tengo que hacer algo que no debo interrumpir.
—Si es por mí, id, padre —dijo Gabriel—. Ya os he dicho que no pienso morirme.
—El gobernador me ordenó que no regresara sin vuestra paternidad —añadió el subalterno—. ¡Es de suma trascendencia para los asuntos del gobierno!
—Y esto es de suma trascendencia para el gobierno de las almas que tengo encomendadas —repuso el jesuita.
—Id, id, id con el gobernador —insistía el joven moribundo—, id de una vez, os lo ruego.
Francisco miraba ora al ayudante, ora al joven, sin decidirse.
—Id, padre —terció el médico—. Esto no es cosa tan rápida como para no atender al mandato del señor gobernador.
Xavier fue en pos del ayudante. El gobernador le recibió en un estado de gran nerviosismo. Despidió a todos los presentes y le dijo:
—Señor nuncio, tal y como dijisteis, al fin alguien ha dado un paso en falso y ahora sé de quién no he de fiarme.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Francisco con ansiedad.
—Mantuve estricta vigilancia y me atuve a lo que acordamos, sin tomar decisiones, en tanto y cuando tuviese a Vasconcellos y a los que hicieron las denuncias a buen recaudo. Pues bien, resulta que supe que uno de los caballeros que vinieron en el galeón Coulam intentó mandar aviso con un criado suyo a Goa. Mis hombres lo detuvieron cuando trataba de embarcarse en un rápido velero para ir a la India a prevenir a Estevao da Gama de mi ida allá. Está muy claro, si el gobernador interino y su gente temen mi llegada es porque algo tienen que ocultar. ¡Son culpables!
—¿Y qué va a hacer vuestra excelencia ahora?
—Lo que debo hacer sin tardanza: salir inmediatamente con destino a Goa para llegar a sorprenderles sin previo aviso. Así podré revisar las cuentas y documentos, interrogar a los escribientes y determinar si hay delito.
—¿Inmediatamente? ¿Qué quiere decir «inmediatamente»? Vuestra excelencia me dijo que la flota no está preparada y viene el monzón.
—Partiré en el Coulam, el mismo galeón que envió Da Gama para recabar informaciones. Así, cuando lo vean regresar, pensarán que se trata de Vasconcellos y no sospecharán de mi súbita presencia.
—Es una buena idea. ¿Cuándo zarpará el Coulam?
—Mañana. ¿A qué esperar un solo día más?
Francisco se quedó pensativo durante un momento. Después le pidió al gobernador:
—¿Podré ir con vuestra excelencia? Es una oportunidad para mí; así podré estar en la India antes de lo previsto.
—Naturalmente, padre. Iba a pedíroslo yo ahora mismo, pues deseo que el nuncio de Su Santidad sea testigo en todo este difícil asunto.
Francisco salió de allí excitado. Todo se precipitaba y pensó que era obra de la Providencia, que le mandaba a la India con más rapidez de lo esperado. Antes de llegar al hospital, salió uno de los enfermeros a avisarle:
—¡Padre, padre, el muchacho se muere y os llama insistentemente!
Corrió Xavier hacia la gran habitación donde se alineaban las camas de los enfermos. Gabriel estaba convulsionando y Messer Paulo y el médico trataban de sujetarle.
—¡Dejadme solo con él! —pidió Francisco.
—¡Ah, padre, menos mal que vinisteis! —exclamó el muchacho con voz muy forzada—. Resulta que me lo he pensado mejor y voy a rendir el alma.
—Ah, qué alegría me das, Gabriel. ¿Cómo es eso?
—Tengo unos dolores espantosos y, para este plan, no me merece la pena estar aquí un solo día más. Andad, dadme ya las bendiciones…
Francisco se fijó en la cara inocente del pobre muchacho. Se iba poniendo blanco como la cera y le abandonaban las fuerzas.
—Nada malo te pasará, pequeño —le dijo con ternura—. Los demonios nada podrán, pues Él enviará a sus ángeles para que te aguarden en el camino. La Virgen Santísima en persona saldrá a tu encuentro; el Redentor del mundo te abrazará nada más cruzar el umbral de su reino, ¡el lugar más hermoso que pueda imaginarse! Tu propia madre, tu buena madre, muerta para que vinieras tú al mundo, te recibirá y te colmará con los cuidados que no pudo darte en vida…
Gabriel sacó fuerzas y se incorporó, mirando a Francisco con unos grandes ojos colmados de asombro.
—¿Estáis seguro de todo eso? —preguntó con una medio sonrisa.
—¡Claro, hombre! ¿A qué dudar ahora de Dios?
—¡Ah, qué tranquilidad! —suspiró—. Ea, pues a morir se ha dicho…
A Francisco casi le da la risa. Pero después todo fue mucho más triste. La muerte sacudió al muchacho y lo retorció durante un largo rato. Pero al fin expiró en medio de una gran calma, mientras el jesuita repetía el padrenuestro una y otra vez. Al verle ya sin vida, perdió la mirada en el vacío y comentó:
—¡Qué lástima! Era un buen muchacho. ¡Ah, Dios bendito, sólo Tú conoces el por qué!