ISLA de Mozambique, 1 de enero de 1542
Los vientos del monzón trajeron las lluvias tropicales intensas que, desde diciembre hasta finales de marzo, solían azotar la isla de Mozambique. Los chaparrones se sucedían levantando un vaho espeso. Francisco de Xavier no podía con su cuerpo. Aquejado de las perniciosas fiebres propias de aquellas tierras, permanecía acostado, asaltado de vez en cuando por convulsiones y con una permanente sensación de zozobra que le hacía creer que aún se hallaba a bordo de la Santiago. En este calamitoso estado pasó la Navidad de 1541, al final de cuyo año se presentó repentinamente en la isla el gran navío venido de la India, el que se conocía como «navío de recado», que iba hacia Portugal repleto de especias y portando el correo ordinario para su majestad el rey con todas las incidencias.
Como debía partir dicha nave, a lo más tardar, a primeros de año, había que encomendarle el envío de las cartas personales y los avisos e informes oficiales. Francisco, sudoroso y sacudido por violentos tiritones, se envolvió en una manta y sacó fuerzas de donde pudo para escribir una carta que debía ir primero a Lisboa y desde allí a Roma.
Sentía la mente espesa y hasta el ligero cálamo le pesaba en las manos, pero debía cumplir con ese menester obedeciendo a la promesa que hizo de ir enviando noticias de su viaje siempre que tuviera ocasión.
La gracia y amor de Cristo nuestro Señor sean siempre en nuestra ayuda y favor.
De Lisboa os escribí a mi partida contándoos todo lo que allí sucedía, de donde partimos el 7 de abril de 1541. Anduve por la mar mareado dos meses. Pasamos muchas penalidades durante cuarenta días en la cuesta de Guinea, a causa de las grandes calmas de las aguas y por no ayudarnos el tiempo. Quiso Dios Nuestro Señor hacernos la gran merced de traernos a esta isla, en la cual estamos hasta el día presente.
Porque estoy seguro de que habréis de alegraros de Dios, ya que Nuestro Señor se ha querido valer de nosotros para servir a sus hijos. Después de llegar aquí tomamos a nuestro cargo a los pobres enfermos que venían en los barcos; y yo me ocupé de confesarlos, darles la sagrada comunión y ayudarles a bien morir, usando de aquellas indulgencias plenarias que me concedió Su Santidad para estas tierras. Casi todos morían muy contentos al saber que podía absolverlos a la hora de su muerte. Messer Paulo y Mansilhas se ocupaban de las cosas temporales. Todos nos hospedábamos con los pobres según nuestras pequeñas y flacas fuerzas, ocupándonos de ellos así en lo material como en lo espiritual. El fruto de esto Dios lo sabe, pues él lo hace todo.
El señor gobernador me dice que tiene grandes esperanzas en Dios Nuestro Señor de que adonde nos ha de mandar se convertirán muchos cristianos…
A Francisco se le nublaba la vista. El papel parecía alejarse y aproximarse desde la mesa. Le temblaba el pulso.
Mucho desearía poder escribir más, pero mi enfermedad no me deja; hoy me sangraron la séptima vez y me encuentro indispuesto. Dios sea loado. A todos nuestros conocidos y amigos mandadles mis encomiendas.
De Mozambique, el primer día de enero de 1542.
Francisco
Febrero de 1542
Repuesto de su enfermedad, Francisco recuperó su natural fortaleza. La estancia en tierra por más de cinco meses les benefició mucho. Junto a sus compañeros, seguía entregado a los enfermos, procurando hacer todo el bien que podía en aquel extraño lugar de tránsito para los portugueses, antes del último trayecto en la ruta de la India.
Una mañana que se hallaban en el hospital dedicado al cuidado de los enfermos, llegó alguien anunciando que acababa de echar el ancla en el puerto un galeón procedente de Goa.
Esa misma tarde, el gobernador Soussa llamó a Xavier a la fortaleza. Le recibió en un despacho, en ambiente íntimo, y pidió a todos sus subalternos que les dejasen solos.
—Padre —le dijo primeramente—, os veo muy bien. Vuestro aspecto es saludable, a pesar de que, según tengo entendido, trabajáis demasiado.
—Estoy bien, gracias a Dios —asintió Francisco—. Me repuse de las fiebres y la estancia en esta isla me beneficia. ¡Dios sea loado! El gobernador parecía preocupado, a pesar de mantener su habitual amabilidad, sin dejar de sonreír ni un momento. Fue hacia una alacena y extrajo una botella.
—Tomad una copa de vino de Oporto, padre, os dará fuerza.
Sirvió un par de copas, brindaron y tomaron un trago. Francisco se daba cuenta de que el gobernador estaba nervioso.
—Vuestra excelencia también tiene un buen semblante —le dijo, a pesar de ello, por simple cortesía.
—Padre… —dijo Soussa, circunspecto—, estoy muy preocupado. Por eso os he mandado llamar. Perdonad que os haya interrumpido en vuestras importantes tareas al servicio de Dios, pero necesitaba hablar con alguien de plena confianza. Necesito vuestros sabios consejos.
—Vuestra excelencia dirá en qué puedo ser útil. Ayudándoos a vos en lo que humildemente alcance mi pobre persona, serviré al cristianísimo rey de Portugal.
—Gracias, padre, muchas gracias. Tomad asiento, por favor.
Se sentaron el uno frente al otro. Por la gravedad de su semblante, Francisco iba adivinando que se trataba de un asunto de suma importancia. El gobernador habló sin rodeos, yendo al meollo de la cuestión que tan preocupado lo tenía. Le explicó que todo venía a colación por la llegada, esa misma mañana, del galeón procedente de la India, el Coulam. Dicho navío había sido enviado desde Goa por don Estevao da Gama, el gobernador en funciones de la India, en tanto llegase el nuevo gobernador, él mismo. A bordo venía el capitán Mendes de Vasconcellos, para recabar informaciones. Esto no le gustaba nada, le resultaba sospechoso. Francisco quiso quitarle importancia al asunto.
—Es natural que el gobernador interino desee saber qué hay de la flota enviada desde Lisboa. No veo por qué ha de preocuparse vuestra excelencia por ello.
—No me fío de don Estevao da Gama —dijo muy serio don Martim Affonso.
—¿Por qué razón? Es caballero de muy buen linaje —observó Xavier—; hijo nada menos que de don Vasco da Gama, a quién la cristiandad tanto debe, por haber descubierto estas rutas y territorios para el reino de Portugal.
—Padre, he de revelaros algunas cosas muy secretas. Por eso os he mandado llamar. No penséis que me baso sólo en sospechas sin fundamento.
—Hable vuestra excelencia sin miedo, señor gobernador. Sabéis que podéis confiar en mí.
Con nerviosismo, Soussa apuró el vino. Se puso de pie. Con semblante grave, le confió a Francisco:
—En el Coulam me han llegado una serie de cartas muy secretas, enviadas a espaldas de Estevao da Gama por importantes hombres de Goa muy leales a nuestro rey. En ellas se denuncia que el gobernador en funciones se queda con el dinero que su majestad manda para adquirir la pimienta. También se me cuentan otras cosas muy feas de él: falsedades de documentos, engaños en las cuentas oficiales, alteraciones en los precios, cobro de impuestos fuera de la ley…
—¿Está vuestra excelencia seguro de que hay verdad en esas denuncias? —observó Francisco—. Pueden ser calumnias, fruto de intrigas o, sencillamente, una infame acción para ganaros a su favor deshaciendo la honra de vuestro antecesor.
—Lo he pensado, creedme. He cavilado mucho durante todo el día, desde que tuve en mis manos esas cartas.
—¿Y qué pensáis hacer al respecto?
—Ya he tomado algunas decisiones —respondió circunspecto el gobernador—. De momento, he detenido al capitán Vasconcellos, para evitar que mande recado a Gama de mi llegada. Y también he encerrado a quienes me entregaron las cartas con las denuncias, como medida preventiva, por si fueran falsedades.
—Es muy prudente. ¿Y, pues, qué vais a hacer a continuación?
—Sinceramente, no lo sé, padre. No puedo llevar la flota a Goa ahora. Hasta que no pasen los monzones, no es conveniente navegar por aquellas aguas. Además, faltan todavía muchas tareas, no se han carenado las naos y aún no he reunido los víveres.
Francisco se quedó pensativo. Realmente, era una situación comprometida. ¿Quién tenía la razón: el gobernador interino o sus denunciantes? Resultaba muy difícil saberlo, y optar por el uno o por los otros suponía un gran riesgo de cometer una grave injusticia.
—En principio —le dijo a Soussa, tratando de darle el consejo que le pedía—, no tome vuestra excelencia ninguna determinación, podría equivocarse y perjudicar injustamente a alguien. Mantenga a esos hombres detenidos dándoles el mejor trato, por ser caballeros todos dignos de crédito y de mucha honra, mientras no se demuestre lo contrario. Como bien habéis dicho, está por pasar el monzón con sus vientos y muchas aguas. Dejemos que el tiempo ponga cada cosa en su sitio. Aguardemos a que alguien dé un paso en falso o a que llegue otro navío con nuevas informaciones. Pongamos la cosa en manos de Dios, sin precipitarnos. Esperemos a que el sol salga por alguna parte, mientras rezamos para ver con mayor claridad.
—Buen consejo, padre Francisco —dijo satisfecho Soussa—. Dios os lo premie. Sabía que me ayudaríais a encontrar la solución a mis dudas. Aguardaré y que sea lo que Dios quiera. Encomendadme vos a él.