OCÉANO Atlántico, aguas calmas de Guinea, 2 de junio de 1541
—¡Moriremos! ¡Todos moriremos! —se escuchó gritar de repente, en alguna parte de la popa de la Santiago—. ¡Válganos Dios, que moriremos!
Era noche cerrada, y el gentío de a bordo malvivía en la cubierta, intentando conciliar el sueño. Los cuerpos estaban trasudados, doloridos, tendidos encima de las húmedas maderas, vencidos por el agotamiento de tantos días de espera, deshechos por enfermedades, mala alimentación, falta de ejercicio y sed constante. Como algunos deliraban, despertándose en plena noche creídos que estaban en tierra, en sus casas, con sus parientes, nadie hacía caso ya a las voces que se alzaban en plena oscuridad, a los lamentos, a los suspiros ni a los amargos llantos de desesperación.
Francisco estaba despierto cuando se escuchó una voz. Alzó la cabeza y no percibió la más ligera brizna de aire en movimiento. Se oía el crujir de los palos allá arriba y el chirrido de la tablazón en los costados de la nao. Fuera de eso, todo era silencio. El mar no emitía rumor alguno, obstinado en mantener aquella calma que les tenía sumidos en tan duro infierno.
Durante aquellas largas y asfixiantes noches, Francisco meditaba, oraba intensamente o se evadía en pos de sus recuerdos. Estaba tan fatigado como el resto de los viajeros, pero sacaba energía de su gran fuerza interior. «Esto es una prueba —se decía—, sólo es eso, una prueba más». Aunque algunos veteranos marineros empezaban a decir que morirían allí todos, en la inmovilidad, presas del escorbuto, las fiebres o la sed, él no veía las cosas de tan funesta manera. Entre la tripulación circulaban historias que ponían a todos los pelos de punta. Se contaba que con frecuencia se encontraron en esas aguas verdaderos barcos fantasmas; naos que habían quedado detenidas en la calma chicha durante cuatro, cinco o incluso más meses. Agotadas las provisiones, sin agua, los desdichados tripulantes habían ido muriendo uno a uno, hasta el último, de manera que la embarcación quedaba a la deriva, impulsada por las corrientes. Levantándose finalmente el viento, era arrastrada hacia las rutas de navegación, donde surgían en medio del mar repentinamente, como la aparición de un espectro flotante, delante de otras naves que seguían su rumbo; cuyos marineros, sorprendidos, saltaban a bordo de los fantasmagóricos barcos que cruzaban su camino. Entonces descubrían espantados una verdadera tumba en mitad de las aguas, con sus tripulantes diseminados por las cubiertas, convertidos en esqueletos.
Todo el mundo había escuchado esa historia en la Santiago. Corría por ahí de boca en boca. Y se iba haciendo realidad en las mentes a medida que diariamente se arrojaban cada vez más difuntos al mar. El miedo a la muerte inminente se cernía sobre la flota de la India. Las esperanzas comenzaban a desfallecer.
Ante esta realidad, Francisco meditaba en su interior. Comenzaban a faltarle las fuerzas físicas, pero no las espirituales. Estaba preparado para esto, como para muchas otras cosas. Durante meses había estado mentalizándose para vivir las circunstancias más adversas, peligros, hambre, sed, enfermedad, incluso la proximidad de la muerte.
Ahora sus voces interiores, muy alertas a consecuencia de este entrenamiento, comenzaban a hablarle.
En la total oscuridad de aquella noche de vaporosas brumas tropicales, sin la más pequeña estrella en el cielo, parecía que la atmósfera densa pesaba sobre la mente. Se respiraba un aire espeso, viciado, que fatigaba el cuerpo sin refrescarlo lo más mínimo. Empapado en sudor, con la piel lacerada por los voraces insectos, Xavier yacía boca arriba, con las manos juntas y los dedos entrelazados sobre el pecho. Le agitaba una gran ansiedad y trataba a toda costa de serenarse.
Le asaltaban ideas sombrías. Se le pintaban las más penosas imágenes: los rostros de los enfermos que había atendido durante toda una larga jornada, las heridas supurantes, los miembros inflamados y amoratados, la agonía de los moribundos… Trataba de apartar de sí la posibilidad de acabar allí sus días, en mitad del calmazo de un mar que parecía plomo derretido. Era absurdo. ¿Cómo Dios podía permitir eso? Pero la evidencia estaba ahí, tan amenazante y real como la misma muerte que cada día se llevaba a dos o tres viajeros al fondo de las inmóviles aguas. Todo el empeño y las ilusiones de los meses anteriores podían acabar en un par de semanas, todo lo más, si el aire permanecía tan quieto como hasta ahora.
No contó con esto. Nadie le habló de esta suerte de peligro en Roma, ni en Lisboa. Siempre imaginó que la oposición a su tarea evangelizadora vendría de otra forma. Supuso una lucha contra los elementos. La violencia de una tormenta era mucho más aceptable, más comprensible. Como en el relato evangélico de «la tempestad calmada», cuando los discípulos acudieron al Señor suplicando: «¡Sálvanos, que perecemos!». Nunca había descartado la posibilidad de un naufragio. La misma imagen de la nave sacudida por las aguas, subiendo hasta las alturas de las feroces olas y bajando después al abismo, estaba en los Salmos. También soñó con viento impetuoso, truenos y relámpagos. Con frecuencia temió que la nao hiciese agua y se fuera a pique. Le habían hablado de amenazantes arrecifes, de piratas, de tribus de salvajes que lanzaban mortíferas flechas, de moros dispuestos a segar los cuellos de cuantos cristianos se adentrasen en las lejanísimas tierras del Oriente, de la crueldad de algunos reyes indios…
Esta quietud resultaba desconcertante como prueba. Aun siendo tan real como el más fiero peligro. Al verse inmerso en la desesperante dificultad, inmerecida, la mente de Xavier giraba en círculos que no le conducían a parte alguna. Todo aquello parecía absurdo, carente de sentido. ¿Qué buscaba Dios dejando que la prueba tomara aquella extraña forma de paralización? ¿Qué enseñanza podía extraerse de una lucha contra la nada más absoluta?
Pero guardaba en lo más hondo de su alma las determinaciones adquiridas al ejercitarse espiritualmente. Estaba preparado para la prueba, fuera de la clase que fuera. Ante la más dura y frustrante realidad, acudían en su ayuda, nítidamente, como un bálsamo, las explicaciones precisas que daban forma a sus pensamientos. Parecía que todo lo que brotó en él durante la trepidante experiencia ideada por Íñigo de Loyola estuviera orientado hacia este momento de dificultad ofuscadora. Buscó serenarse. Se relajaron sus músculos tensos y fue como si su alma se retirase para mirar desde fuera su situación. El dolor, la incomodidad, el calor, la oscuridad, seguían ahí, pero dejaban de ser tan amenazantes al contemplarlos desde la distancia reflexiva. Francisco meditaba en calma.
El sufrimiento es un misterio que se esconde en la propia esencia de la vida, esperando saltar a cada paso del camino. Ante la prueba, ante el dolor, cada uno siente la tentación de sucumbir como si todo estuviera perdido. Se apagan repentinamente las luces de la razón y del espíritu, y la vida empieza a adquirir un color oscuro y triste. Si el dolor crece hasta llenar el corazón, puede arrebatar todas las energías que seguían vivas y vaciar el ser de todos sus planes, proyectos, trabajos y esperanzas.
Francisco sabía que la respuesta al sufrimiento es siempre personal, intransferible. Cada uno tiene que encontrarla. Los demás podemos acompañar a quien vive la agonía más atroz o la tristeza más profunda. Pero su diálogo último con el dolor es íntimo, y de él brotará la necesidad de hallar el encuentro con Dios. Él es el motivo de toda confianza, el manantial de toda esperanza en el día de la oscuridad y de la prueba. Dios no es indiferente ante el bien y el mal, es un Dios bueno y no un hado oscuro, indescifrable y misterioso.
Aun así, siempre se da una especie de desaliento en el fiel que se siente solo e impotente ante la irrupción del mal. Tiene la sensación de que se sacuden los fundamentos de su alma. Pero el sentimiento firme y seguro de que Dios es bueno le hará recobrar la esperanza. Por eso, aunque el aparente triunfo de la dificultad puede inducir a desfallecer, al desaliento, el verdadero creyente sabe que Dios le librará de todo mal, pues ama el bien. Es entonces cuando recobra la energía y se recupera el espíritu, sobreviniendo la paz de quien acoge el dolor con la fe en el corazón y la sonrisa en los labios.
Ahora Francisco empezaba a vibrar sintiendo esa presencia muy próxima. «Estás ahí —oraba—, lo sé. Muy cerca, más cerca de mí que yo mismo. Estoy deshecho y confundido. Mas no me importa. Sólo sé que estás ahí». En el gran silencio de la noche, en la total oscuridad, sentía un misterioso fluir de pensamientos, no formulados en ideas concretas; una especie de efluvio que fortalecía su ánimo. Percibía nítidamente el sentido extraño del parón de la nao en las aguas calmas, pero no podía explicárselo a sí mismo. De alguna manera, sabía que debía caminar hacia delante, que traspasaría aquella frontera, que todo pasaría pronto. Estaba brotando dentro de él la verdadera oración: la de la total confianza, la del abandono en sus manos.
«Me humillo totalmente ante ti, Padre, Dios, el Dios —decía en su interior—. Que sea sólo lo que tú quieres». El silencio era ahora total. «Tú tienes la llave, tú puedes abrir o cerrar, guardar o soltar… En tus manos están todos mis azares…».
Con esta plegaria, acabó serenándose completamente y se durmió envuelto en una agradable placidez. Enseguida brotaron los sueños. Se vio a sí mismo ascendiendo por una pendiente sembrada de rocas, con gran dificultad. Alcanzó la cima pelada y seca de un monte, donde un triste pastor le preguntó qué buscaba allí.
—¡A Dios busco! —gritó Xavier con todas sus fuerzas—. Me dijeron que estaba aquí, en lo alto.
El pastor se rió de él a carcajadas.
—Anda, regresa a tus asuntos, que no has de encontrarlo aquí ni en parte alguna.
Francisco, descorazonado, lloró amargamente. Sentía seca la garganta y el cuerpo abrasado de calor. Un sol ardiente caía sobre él como fuego.
—¿En parte alguna? —replicó entre sollozos—. ¿Qué sabes tú de Él?
—¿Y tú? ¿Qué sabes tú? —le espetó furioso el pastor, cuyo rostro se había vuelto invisible.
—¡Sé que me ama! ¡Lo sé! ¡Lo siento aquí, muy adentro!
La fuerza del sol era ya casi insoportable, el aire tórrido y asfixiante.
—Pues si te ama tanto como dices —contestó irónico el pastor—, ¿qué hace que no apaga ese fuego terrible?
—Aquí, aquí muy adentro, aquí… —repetía Francisco.
—¡Ja, ja, ja…! —reía el pastor.
—Aquí, aquí, aquí… ¡Yo lo invocaré! ¡Yo le llamaré! Aquí, desde aquí vendrá… Dios, Dios mío…