OCÉANO Atlántico, aguas calmas de Guinea, 25 de mayo de 1541
Más de un mes llevaban las naos como clavadas en las temidas «calmas de Guinea», sin un soplo de aire en las velas. En medio del calor sofocante del trópico, la mar permanecía quieta, lisa como la superficie de un espejo. El cielo se cubría de vez en cuando de densos nubarrones, en una atmósfera tórrida e inmóvil. De repente se agitaba un viento ardiente, tan violento que había que arriar las velas para que no se hicieran trizas. Estallaba la tormenta y caía un chaparrón entre feroces relámpagos; pero duraba poco, y enseguida retornaba aquella quietud desesperante. Volvían los marineros a izar el velamen, que caía lacio, sin atrapar el más leve hálito de brisa. No se avanzaba, sólo con mucho trabajo se bogaba para alejarse del continente intentando huir de la calma, pero las corrientes devolvían de nuevo las naves, como obedeciendo a una maldición sin tregua, al punto de partida.
El vaho ardiente que exhalaban las maderas hacía que se corrompieran los alimentos. Todo fermentaba. Las bodegas eran un horno del que se elevaba el hedor de la putridez. El agua potable contenida en los barriles se mantenía constantemente tibia, merced a lo cual iba adquiriendo un tono amarillo verdoso; se tornaba nauseabunda, de manera que había que bebería tapándose la nariz o colada por un paño para separarla de gusanos y repugnantes materias. Galletas, bizcochos y otras provisiones estaban tan echados a perder que amargaban como la hiel. El vino era vinagre; la carne se salaba tanto para evitar su deterioro, que abrasaba las secas gargantas de quienes se atrevían a probar algún bocado.
Mantecas, sebos, ceras, brea y pez se derretían haciéndose líquidos como aceites. Las lonas y paños se deshacían. El óxido corroía los metales y las maderas se resquebrajaban, obligando a los marineros a mojarlas constantemente, con lo que el vapor aumentaba, empeorando las cosas.
En medio de tantas calamidades, los desgraciados viajeros componían un espectáculo lamentable. Flacos como esqueletos, requemados por el implacable sol, casi desnudos o con las ropas hechas jirones, malvivían en las cubiertas entre los animales sacados de las bodegas para que no se asfixiasen, comidos de chinches, pulgas y piojos, empapados en sudor, cubiertos de llagas y pústulas supurantes, deshechos por los vómitos y diarreas. Los que no podían moverse ya a causa de sus males, yacían sobre sus propios excrementos. Las heridas infectadas no se curaban y se corrompían llenas de gusanos. Un hedor indescriptible se extendía por toda la nave.
Para colmo de males y a consecuencia de ellos, sobrevino en las naos una epidemia de fiebres que empezó declarándose entre los más débiles para extenderse más tarde al resto de los hombres. Comenzaba la enfermedad con cansancio y decaimiento, desapareciendo casi repentinamente el color del rostro, que se tornaba amarillento, macilento, ojeroso y de amoratados labios. El infeliz que caía infectado perdía todas las fuerzas y se veía cubierto de manchas, la carne hinchada y todo el cuerpo pesado como el plomo. Al cabo de una semana desde que apareció la epidemia, empezaron a morirse los primeros hombres, que eran arrojados al mar envueltos en pedazos de velas desechadas.
Las cubiertas estaban saturadas de enfermos, moribundos muchos de ellos, que gemían suplicando aunque fuera un poco de agua que les calmase el ardor de la fiebre, la cual no se les podía dar, una vez distribuida la ración diaria que estrictamente correspondía a cada uno. Los cuatro enfermeros de la Santiago no daban abasto tratando de humedecer y limpiar con agua de mar los cuerpos sudorosos de tanta gente como había tumbada, sin poder valerse.
Francisco de Xavier y sus compañeros Mansilhas, Messer Paulo y Fernández se entregaron de lleno a las tareas de asistir a los enfermos. Diariamente mendigaban entre los hidalgos que iban a bordo comida, medicinas, ropas y, sobre todo, agua, que era la mayor necesidad, por causa de la tremenda sed que atormentaba especialmente a quienes pasaban por el trance de las fiebres.
En su deambular por la Santiago, buscando constantemente a quienes estaban más necesitados de auxilio, Francisco se dio cuenta de que la entrecubierta se había convertido en un verdadero infierno. Estaba atestada de gente que malvivía en un viciado ambiente, respirando el hediondo aire infectado y soportando un calor agobiante. Quienes allí padecían eran aquellos que no tenían sitio en la cubierta, al aire libre, que era lo más codiciado en la nao durante aquella inmovilidad desesperante. Se trataba de los esclavos, grumetes y pajes, niños muchos de ellos, que por no poder servir a sus amos o realizar las tareas que tenían encomendadas por hallarse enfermos, simplemente habían sido olvidados por inútiles y relegados a la penumbra del lugar más insalubre, sucio y apestoso de la nave.
—¡Padre! ¡Agua! —comenzaban a gritar—. ¡Padre, válganos, que perecemos!
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Francisco espantado al descubrir a toda aquella humanidad en tan lamentable estado.
Enseguida se puso a asistirles, dándose cuenta de que había cuatro niños de entre diez y doce años, flacos como esqueletos, a punto de morir. Los sacó de allí y los llevó a su propia cámara; la que el gobernador le había dado en el castillo de popa, como una gran deferencia. Los lavó, les curó las llagas y les consiguió agua.
—Padre Xavier —le dijo el maestre de la nave—. No debe hacer eso. Si mete a esos galopines ahí, no podrá descansar como Dios manda o terminará cayendo infectado por ellos.
—¡Qué dice, hombre! —replicó él—. ¿No ve que son criaturas de Dios? Si los dejo ahí abajo, morirán.
Transformó su aposento de la Santiago Francisco en un verdadero hospital, donde atendía a los más pequeños de la nave, al reparar en que eran precisamente los más abandonados e indefensos, sin que nadie los tuviera en cuenta.
Trataba a los enfermos con el mayor cariño. Ya estaba acostumbrado a ello desde que estuvo en el hospital de los Incurables de Venecia. Vencido por una gran compasión, se sobreponía al asco y no dejaba de cuidar a los que más sucios se veían, causando la repugnancia de todo el mundo por las pústulas supurantes o los excrementos que llevaban pegados a cuenta de permanecer durante días tumbados en los rincones sin asistencia. Aseaba sus cuerpos emporcados y les daba friegas con ungüentos que les proporcionaban un inmenso alivio.
—Dios se lo pagará, padre Francisco —decían agradecidos.
—No, no, no… —replicaba él—. Esto es lo que debe hacerse, ni más ni menos.
A última hora de la tarde, cuando quedaba rendido por no darse un solo momento de descanso en estas tareas, no se retiraba a dormir, sino que aprovechaba las primeras horas de la noche para predicar a los malogrados viajeros, ayudándoles a sobrellevar la fatalidad de aquella situación. Recitaba oraciones muy sonriente, y les hablaba con calma, para serenarles e infundirles aliento:
«Hay veces en la vida en que todo se queda detenido, a pesar del fluir del tiempo en sus horas y sus días. Lo cual constituye una gran oportunidad para vencerse a sí mismos, y lanzar de sí todos los temores que impidan tener fe, esperanza y confianza en Dios. Al vernos aquí, parados en mitad de este mar, sin poder continuar nuestro viaje, podemos tomar enseñanza en vez de pensar que Dios nos ha abandonado. Pues suele transcurrir nuestra vida como lanzada hacia un no se sabe dónde, sin que nos paremos a meditar en lo que de verdad queremos, en lo que de verdad creemos. Y aunque toda fe, esperanza y confianza sean don de Dios, el Señor la da a quien le place, pero de ordinario se la da a aquellos que se esfuerzan venciéndose a sí mismos, tomando medios para ello».
—Pero, padre Francisco —observó uno de aquellos rudos marineros, muy respetuosamente—, si es Dios mismo quien quiere que vayamos allá, a la lejana India, para convertir infieles, ¿por qué no manda aire harto enérgico y constante para llevarnos prestos? ¿Por qué estamos detenidos de esta manera? ¿No es él quien gobierna en su Providencia a los vientos?
—Bien dices, muchacho, Él es quien gobierna el universo. Mas respeta el orden de las cosas y la libertad de los hombres lo mismo que la de los vientos. Si deja que el demonio nos mortifique de esta manera, es porque habremos de sacar buenas enseñanzas de esto. Nada, absolutamente nada, sucede sin que Dios lo consienta en su gran poder. Él sabe sacar bienes de todos los males.
—¿Y qué podemos hacer? —dijo otro—. ¡Estamos deshechos a causa del calor, la fiebre y la sed! ¡Que nos alivie Él! ¡Válganos Dios!
—¡Vivid en total esperanza! El mayor peligro que tenemos no es la falta de viento, ni la fiebre, ni el calor, ni la sed… El mayor peligro es dejar de esperar y confiar en la misericordia de Dios. Desconfiar de su misericordia y de su poder, por los peligros en que nos vemos, es mucho mayor peligro que los males que pueden recaer sobre nosotros. ¡Vamos a ocuparnos de los hermanos que están sufriendo enfermedad, hambre y sed! ¡Y vamos a confiar en Dios!
Muy conmovidos, algunos recios marineros hicieron caso de este consejo y esa misma noche se pusieron a socorrer a sus compañeros enfermos, compartiendo con ellos su ración de agua, impartiendo cuidados o simplemente dándoles compañía. Otros, en cambio, siguieron a lo suyo, buscando sólo la manera de escapar egoístamente de situación tan difícil. Como suele suceder en momentos de infortunio, había quienes robaban el agua o las raciones de comida, aprovechándose de la debilidad de los enfermos. También se daban peleas, enfrentamientos muy violentos, abusos por parte de los más fuertes y todo tipo de miserias humanas.
—Aquí es precisamente —no se cansaba de insistir Xavier—, en la dificultad, donde se ha de ver a los hijos de Dios. ¡Comportaos como tales, hermanos; no como alimañas!