MAR de las Yeguas, abril de 1541
Partió la flota de la India con viento muy favorable. Al abandonar el litoral portugués, las cinco naves salieron por mar abierto. Francisco de Xavier percibió entonces ese raro encanto de lo ilimitado. Las velas blancas iban hinchadas, como mágicas alas que volaban hacia el infinito. Las aguas, teñidas de azul grisáceo, estaban sembradas de olas que se deshacían en blancas crestas de espuma. Iba en cabeza la Santiago, con el estandarte real bien alto, izado en el palo mayor; la seguían las otras cuatro naves, que pertenecían a empresas particulares. A pesar de los vientos a favor, la flota navegaba lenta, pues las bodegas iban repletas.
Esta primera parte de la singladura discurría por el llamado mar de las Yeguas y debía concluir en la isla de Porto Santo. La distancia se cubría en cuatro días. Un barco ligero podría hacerla en solitario en poco más de dos jornadas de navegación si las condiciones eran buenas. Pero los viajes de la pesada flota de la India debían transcurrir armados de paciencia; pues, dada la longitud de la travesía, debía llevarse mucha comida y bebida para los pasajeros, tripulantes y animales que iban a bordo.
Estos primeros días de navegación se hicieron muy duros. A los temores inherentes a la falta de costumbre y a la visión del mar inmenso e inquietante se sumaba el mareo, a causa de que en aquellos mares las aguas solían encresparse, con revueltas olas que sacudían las naves. Fuera de los experimentados marinos, casi todo el mundo a bordo padecía ansias violentas y sofocantes, vómitos y abatimiento. Francisco sufrió este suplicio, como el resto de los viajeros.
A bordo las horas transcurrían sin otra distracción que la lectura o los oficios religiosos, todo en medio de una gran desgana. Al principio, la rutina de la vida de los marineros constituía un espectáculo que ayudaba a matar el tiempo. Resultaba entretenido verlos cuidar el barco como se cuida la propia casa. Izaban las velas o las reparaban cuando era preciso, trepaban con agilidad los palos, arreglaban, recogían y ataban cabos hábilmente, remendaban redes, fregaban las cubiertas y revisaban la disposición de la carga. Una nao tan enorme como la Santiago necesitaba una tripulación de un centenar de personas. Se contaba además con una docena de artilleros encargados de los cañones a las órdenes del condestable y trescientos soldados. Todo este personal, además de los viajeros, juntaba un total de quinientas almas a bordo. Para mantener en orden la vida diaria, había un sistema de turnos de cuatro horas que los oficiales, marineros y grumetes conocían a la perfección. Lo cual no evitaba que de vez en cuando se organizaran sonoras peleas en las que se escuchaban los más feroces insultos y las más escandalosas blasfemias. Entonces se aplicaban severos castigos: restricción en las raciones de comida, trabajos extras e incluso azotes que se propinaban públicamente en la cubierta.
La comida era todavía muy aceptable en esta primera etapa. Se repetía dos veces al día y la composición de los platos que preparaban los cocineros era a base de carnes, embutidos, verduras y frutos que se conservaban aún frescos desde la salida de tierra firme. Pero los más veteranos se encargaban de advertir de lo que aguardaba más adelante, a medida que avanzaran las semanas: tasajos rancios, bizcocho enmohecido, ciruelas secas, castañas y poco más; para beber, agua maloliente.
Sin otro entretenimiento que las lecturas, para Francisco las horas transcurrían interminables, contadas una a una por el grumete encargado de dar la vuelta al reloj de arena, añadiendo la cantinela correspondiente. Hasta que, reinando la oscuridad, se escuchaba tañer la campana del alcázar de popa y el muchacho cantaba la última de las oraciones con el melódico tono de la lengua portuguesa:
Deus bendird a nossa noite, e fará-nos murrer em a sua graga.
Boa noite! Boa viagem! Boa passagem, senhor capitán y maestre, senhores passageirus, cavalleirus, timonel disperto esté-voces. Amén.
Después de lo cual rezaba el capellán de la nave un padrenuestro, un avemaría y un gloria que todo el mundo secundaba, interrumpiéndose cualquier tarea que se estuviera realizando.
A partir de ese momento, algunos se retiraban a dormir. Pero muchos hombres permanecían durante un largo rato en cubierta, alumbrados con faroles, conversando, jugando a los naipes y bebiendo el vino que abundaba, tanto o más que el agua. Los marineros estaban a esa hora más relajados. Se formaban corrillos en los que los veteranos contaban sus historias de otras travesías, exagerando, o tenían lugar animadas discusiones sobre asuntos de navegación o sobre si aquella o esta feria portuaria resultaba más o menos animada. Otros más solitarios se entretenían tallando figuras de madera, cosiendo prendas de cuero o componiendo cestos de mimbre. Había quienes sacaban una flauta, dulzaina o laúd, con los que animaban al auditorio; o se entonaban canciones tristes, de amores, que encendían la nostalgia en los corazones.
Desde Madeira, se navegaba hasta las islas Canarias, pertenecientes a España. En tres días de viento favorable alcanzaron a ver las montañas insulares, con el pico del Teide, blanco de nieve, encumbrado sobre las brumas. De todos los puertos naturales de Tenerife, el de Santa Cruz era el único que permitía a la flota portuguesa un acceso relativamente fácil y rápido a la ciudad principal de la isla: La Laguna. Pronto se fueron alineando las cinco naos, con sus velas recogidas, en la amplia rada santacruceña. Enseguida se aproximaron a ellas decenas de esquifes desde tierra, de los muchos que se ganaban la vida pescando, para aprovechar la llegada de los portugueses sacándose un dinero extra trasportando viajeros al puerto y vendiendo todo tipo de cosas.
Después de una breve escala para hacer la aguada, se levaban anclas y se timoneaba hacia el suroeste. Atardecía cuando la flota navegaba muy junta, plácidamente, alejándose de la isla. Una vez rodeada la Punta de Anaga, soplaba una suave brisa y el cielo estaba despejado, quedándose los nublados asidos a la costa. Con un tiempo bueno y soleado, la flota avanzaba hacia las ascuas de poniente, sin perder de vista a popa el pico del Teide, que se quedaba atrás como una visión inolvidable, levantándose sobre el verdor montañoso, con su escarpada cumbre cubierta de nieve pura, que se iba tornando de un tono rosado al ser bañada por la luz de la puesta del sol.
Debía celebrarse la Semana Santa a bordo, en la inmensidad solemne de alta mar. Una por una, fueron sucediéndose las ceremonias sobre la cubierta, con todo el mundo dispuesto en orden según sus cargos y categorías, vistiendo las mejores galas: oficios de Jueves Santo, adoración de la cruz el Viernes Santo, confesiones, comuniones, rezos y sahumerios que esparcían el aroma del incienso en las brisas del océano. El Domingo de Pascua, el 17 de abril, el comandante de la flota obsequió con vino, pasas y peladillas de almendra a los tripulantes y viajeros, y se hizo mucha fiesta en las naos hasta la última hora de la tarde.
Pocos días después arribaron a la isla de Cabo Verde. La travesía seguía ahora a lo largo de la tierra firme de África, hacia el sur, por toda la costa de Guinea que se veía lejanísima, o desaparecía, sintiéndose la proximidad del continente sólo por el vuelo de las muchas aves, por los palos y las hojas que arrastraba el oleaje mar adentro y por las ráfagas de aire cálido que trasportaban el fragante olor de la vegetación.
La velocidad fue buena mientras sopló aquel recio viento de popa. Pero al sur de Cabo Verde, cuando los marineros olisqueaban la tierra firme africana, sabían que comenzaba la temida zona de las calmas, una región sin vientos anunciada en las cartas de marear, en que la flota a veces se quedaba durante semanas inmóvil.
Las cinco naos tuvieron que depender primeramente de unas brisas que soplaban obligándoles a navegar en zigzag, porque frecuentemente venían de cara. Después sobrevino una calma desesperante. En medio del calor, bajo un cielo plomizo, las velas caían estáticas y las naves permanecían detenidas, muy próximas las unas a las otras. Los pilotos se gritaban desde el entrepuente sus opiniones, temiéndose lo peor; que la calma les retrasase, corrompiéndose los alimentos y mermando las provisiones.