Capítulo 25

LISBOA, 7 de abril de 1541

Desde muy temprano, siendo aún noche cerrada, una multitud iba camino del puerto para ver partir a la flota. Era una madrugada fresca, con brisa marina de poniente que se transformaba en viento a medida que amanecía. Las cinco poderosas naves cabeceaban, bajando y subiendo en las aguas oscuras al ritmo del oleaje, junto a Belém. El conjunto componía un bonito espectáculo, con la hermosa torre abarrotada de hombres principales, caballeros y heraldos del rey que portaban coloridas banderas que se agitaban al viento y vistosos estandartes. Los navíos a su vez tenían ya izados los gallardetes blancos con sus cruces pintadas de rojo que ondeaban flamantes en lo alto de las arboladuras.

En la gran iglesia del monasterio de los Jerónimos se cantaba misa solemne, con la asistencia del nuevo gobernador de la India, don Martim Affonso de Soussa, los maestres de las naos, los pilotos, sotapilotos, contramaestres, capataces, racioneros, condestables y escribientes de a bordo. También estaban allí participando del oficio los jesuitas: los tres que iban a embarcarse, el nuncio Francisco de Xavier, Messer Paulo y Francisco Mansiíhas; los otros tres que acompañaban la comunidad de la Compañía de Lisboa, Medeiros, Santa Clara y Simón Rodrigues, y también el joven Diogo Fernández, pariente de este último, que, aun no siendo jesuita, se había comprometido a ir con los padres en el viaje.

Concluidos los sermones y los cantos a la Virgen, todo este personal, en medio de gran fervor, se encaminó hacia los muelles para subir a los botes. Enseguida comenzó un ajetreado ir y venir de embarcaciones de todos los tamaños llevando gente hacia las cinco naos «carracas», que descansaban majestuosas, pintadas de negro, enormes y pesadas, con sus tres mástiles cada una y las grandes velas blancas desplegándose, exhibiendo las cruces de la Orden de Cristo.

Los viajeros se arrodillaban en los muelles para recibir las bendiciones de los clérigos, antes de embarcarse. Muchos se confesaban en los últimos momentos, para ir en gracia de Dios, por si acaso perecían en naufragio. Había lágrimas en los ojos, emoción en las miradas y general nerviosismo. Por eso estallaban de vez en cuando algunas peleas, disputas, trifulcas, pues alguien no estaba conforme con los lugares que se le habían reservado, o se consideraba agraviado por el trato. La autoridad del puerto intervenía entonces para evitar que tales problemas llegasen a mayores. Pero nadie podía poner freno a la gran cantidad de granujas, buscavidas y vivanderos que se mezclaban con los abundantes mercachifles, buhoneros y negociantes de todo género que pregonaban a grito limpio sus mercancías, para sacar un último provecho de la barahúnda de viajeros y familiares.

Francisco de Xavier subió al bote con Messer Paulo, Mansilhas y Diogo. El padre Rodrigues les acompañó. Recorrieron emocionados el trayecto hasta la nave capitana, la Santiago, donde debían embarcarse, que estaba a las órdenes del recién nombrado gobernador de la India. Las otras cuatro, la Flor de la Mar, la Santa Cruz, la Sao Pedro y la Santo Spirito, estaban un poco más alejadas de la torre de Belém, aguardando a que terminase de embarcarse todo el personal.

—¡Bienvenidos a bordo, padres! —les gritó a los jesuítas desde el barandal del puente don Martim Affonso de Soussa.

Los padres alzaron la vista. El gobernador era un caballero portugués de imponente presencia, buena estatura, rostro enérgico y ademanes impetuosos; parecía ser un hombre bien acostumbrado a ejercer el mando. Nada más poner los pies en cubierta, Francisco fue a presentarse a él al castillo de popa, le saludó con brevedad y le rogó que no se preocupase por ellos, que continuase atento a las obligaciones de su gran responsabilidad.

—Con vos, hace presencia Dios en mi barco —le dijo afablemente el gobernador.

—¡Que Él nos guarde! —exclamó muy sonriente Xavier.

Para no interrumpir las faenas propias del embarque, los jesuitas se apartaron del lugar donde estaban tendidas las escalas y pasarelas. Los padres Francisco y Rodrigues se retiraron hacia un rincón, bajo el castillo de proa. Se acodaron en la baranda y contemplaron desde allí el maravilloso espectáculo que constituía Lisboa, derramándose a lo lejos por las laderas hacia las orillas del Tejo. El sol había ascendido a las alturas y una luz resplandeciente bañaba la bahía. El ir y venir de los botes proseguía frenético y la muchedumbre continuaba asistiendo bulliciosa en el puerto a los menesteres de aquel día tan señalado.

—Ya quisiera yo ir con vosotros —dijo el padre Rodrigues, perdiendo la mirada en la lejanía del horizonte.

—Escribiré —aseguró Xavier—. Iré contando puntualmente todo lo que suceda allá. También Íñigo sabrá en Roma lo que la Compañía hace en la India para mayor gloria de Dios.

Permanecieron durante un rato en silencio. Rodrigues lamentaba en su interior no poder unirse a la empresa misionera. Por la cabeza de Francisco pasaban muchas cosas. Esa última frase que había pronunciado, «para mayor gloria de Dios», despertaba en él sensaciones muy vivas; ilusiones aventureras y deseos de grandes sacrificios, así como recuerdos entrañables.

Ad maiorem Dei gloriam era el lema escogido por Ignacio de Loyola para la Compañía de Jesús, que había sido aprobada por el papa Paulo III el año anterior mediante la bula Regimini militantis. Seis años antes, el día 15 de agosto de 1534, fiesta de la Asunción de la Virgen María, Íñigo y seis compañeros se reunieron en París en una capilla al pie de Montmartre, hicieron los votos de pobreza y castidad y además se obligaron por un tercer voto a ir a Jerusalén para entregarse a la conversión de los infieles. Con ello quedaba fundado aquel inicial grupo de hombres con idénticos ideales que se habían rendido al invencible atractivo de la espiritualidad de Ignacio. Todo había comenzado en la habitación que compartían en el colegio de Santa Bárbara. El instrumento que les ayudó a decidirse fueron los «ejercicios espirituales». El primero fue Pierre Favre, a principios de cuando regresó de Saboya. Se introdujo fervientemente en la serie de meditaciones sobre las verdades eternas y la vida de Cristo, en Saint-Jacques. Era un invierno muy frío, con hielos y nieves. Sin probar bocado, en ayuno riguroso, el bueno de Favre meditaba y oraba a la intemperie. Pasados los treinta días que requería la experiencia, se encontró decidido, transformado. Solicitó recibir las órdenes sagradas, celebrando su primera misa el 22 de julio. El grupo ya estaba formado entonces y Francisco muy resuelto a avanzar por el camino de Íñigo. A Favre y a él les siguieron los españoles Diego Laínez y Alfonso Salmerón. A ellos se juntarían poco después otro español, Nicolás Bobadilla, y el portugués Simón Rodrigues. El último de los seis en hacer los ejercicios espirituales era Francisco de Xavier, que se entregaría a ellos tras los votos de Montmartre.

A fines de 1535, Íñigo fue a Loyola, su tierra, donde estuvo algunos meses. Mientras tanto, sus compañeros permanecieron en París, donde se les juntaron otros tres: el saboyano Claudio Jayo y los franceses Pascasio Broét y Juan Coduri. Juntos marcharon a Venecia, donde les esperaba ya Íñigo, con la intención de partir todos hacia Tierra Santa para cumplir el tercero de sus votos. Pero la guerra con los turcos les retuvo durante un año. Fue entonces cuando vieron la necesidad de reforma que tenía la Iglesia y el gran bien que podían hacer entregándose en cuerpo y alma al inmenso trabajo que había de por medio. Decidieron dirigirse a Roma y ponerse a disposición del papa. Así nació en Íñigo la idea de organizar una orden religiosa y trabajar para su aprobación. Con esta determinación, ya desde 1538 él y sus compañeros comenzaron a designar a su asociación con el nombre de «Compañía de Jesús». El romano pontífice Paulo III manifestó desde el principio interés y buena disposición hacia ellos, hasta que resolvió su aprobación final, que tuvo lugar el 27 de septiembre de 1540.

Recordando esta serie de acontecimientos, transcurridos en apenas nueve años, Francisco de Xavier tenía la sensación de haber vivido un proceso casi vertiginoso. Y reconocía con emoción cómo había influido Íñigo en el origen y la actividad desarrollada desde un principio por la Compañía. Todo se debía a su personalidad extraordinaria, a su voluntad arrolladora y a su gran corazón, sobre todo, con el que supo ganarse el afecto singularísimo que le profesaban sus seguidores.

Mientras desgranaban estos recuerdos, los padres Rodrigues y Xavier fueron asistiendo a las labores del embarque, que se prolongaron por espacio de tres horas. Finalmente, parecía que casi todo el mundo estaba a bordo y se procedía a distribuir a los pasajeros y soldados en el interior de las naos. Las tripulaciones tenían todavía un arduo trabajo: había que acomodar a centenares de personas en un reducido espacio.

Como había hecho varias veces ya en los días precedentes, Rodrigues le preguntó a Xavier, poniéndole amistosamente la mano en el antebrazo que reposaba en la baranda:

—¿Sientes temor? Se avecina la partida. ¿Tienes miedo, amigo mío?

Francisco sonrió mordiéndose el labio inferior.

—Sé que esto no va a ser fácil —confesó—. ¿Sabes una cosa, Simón? Anoche, no sé si en mis sueños o despierto, Dios lo sabe, veía los grandísimos trabajos, fatigas y aflicciones que por hambre, sed, fríos, viajes, naufragios, traiciones, persecuciones y peligros se me ofrecían en lo que ha de venir en mi vida por amor del Señor…

—¿Y?

—Pues que estoy confiado en la divina bondad y ya tengo aceptada serenamente la voluntad de Dios. Sea lo que Él quiera.

En esto, resonó el estampido de un cañonazo en la Santiago que les sobresaltó. Era la señal de partida.

—¡Desembarquen los que han de quedar en tierra! —gritó una recia voz experta en dar órdenes.

—¡Llegó el momento! —exclamó Rodrigues con tristeza—. ¡Dios te ampare, hermano mío!

—Encomiéndame —le pidió Xavier.

—No dudes de que rezaré constantemente por vos.

El padre se despidió de los cuatro con abrazos. Estaban muy emocionados, pues sabían que posiblemente no volverían a verse.

—¡Hoy mismo escribiré a Íñigo! —gritó mientras descendía a la chalupa que debía llevarle de vuelta a tierra.

Le vieron alejarse moviendo las manos y lanzando bendiciones. Temieron que, tan alto y delgado, perdiera pie y se cayera al agua, pues la embarcación se movía de lado a lado y él no tenía la precaución de sujetarse, por despedirse con expresivos gestos.

—¡Dios os bendiga! —gritaba—. ¡Dios os guarde! ¡La Santísima Virgen cuide de vos!

Dos salvas más de cañón dieron la orden definitiva de partida. El viento desplegó las enormes velas mientras eran sacadas del agua las pesadas anclas. En el puerto, la multitud rugió y se agitó. Miles de pañuelos y manos se alzaban desde los muelles y las cubiertas en señal de despedida. Las cinco naos comenzaron a deslizarse por el Tejo en dirección al mar abierto, dejando blancas estelas de espuma en las aguas azules. Detrás, se iba haciendo pequeña la ciudad, la bella torre de Belém y la ribera con su gentío.