Capítulo 24

LISBOA, 4 de abril de 1541

En medio del río Tejo, resplandecía la blanca torre de Belém, una verdadera joya de piedra mandada construir por el rey Manuel I entre 1515 y 1521, como punto de embarque para los navegantes que partían a descubrir nuevas rutas marítimas. Maravillados, los padres Simón Rodrigues y Francisco de Xavier contemplaban la decoración tan rica de aquella preciosa obra: las piedras talladas imitando cordajes, los balcones abiertos, las arquerías, las atalayas moriscas y las almenas en forma de escudos. Muy cerca de allí, se alzaba el imponente monasterio de los Jerónimos, fundado por el mismo rey en acción de gracias por la vuelta feliz de la flota de Vasco da Gama, que zarpó de ese lugar en 1497 para descubrir el camino de la India.

También fijaban la mirada los padres en los cinco poderosos navíos que componían la flota de la India, con bellos castillos de proa y popa, altos mástiles y blancas velas recogidas, que estaban anclados frente al muelle de Belém.

Aquella tarde de primeros de abril, al caer el sol, después de un luminoso día de primavera, el puerto de Lisboa se veía más animado que de ordinario. Estaban terminando de embarcarse los enseres destinados a la India en las bodegas de las naves, y ya se palpaba en el ambiente que la orden definitiva de partida de la flota llegaría de un momento a otro. Las aguas estaban de un azul oscuro profundo, y el cielo nítido y transparente. La tarde era tranquila, sosegada; el sol de poniente iluminaba la tierra y Lisboa centelleaba en sus tejados rojizos y amarillentos. Los palos y las vergas de los navíos parecían un bosque que deseaba lanzarse hacia el Atlántico, aunque reinaba una calma expectante. A sus espaldas, la ciudad refulgía como ascuas, y saltaban destellos de las vidrieras del imponente monasterio de los Jerónimos y de los azulejos de los palacios bañados por la luz de color violeta.

Bandadas de gaviotas surcaban el aire, acercándose gritonas a las lanchas que iban y venían entre la flota y los muelles. Los carpinteros claveteaban, aserraban y distribuían pez; los calafateadores culminaban ya su trabajo. Mozos de piel oscura cargaban sobre sus espaldas pesados fardos formando una fila que, desde los almacenes, se alargaba hasta el puerto. Escribientes y contables, muy serios, hacían las anotaciones, revisaban los cargamentos, echaban números y daban graves indicaciones a los sobrecargos. Los maestres de navegación y los expertos marineros hablaban entre ellos, opinaban nerviosos, discutían acerca del tiempo. Los sabios pilotos daban sus explicaciones sobre las corrientes y los vientos.

Los últimos días fueron muy ajetreados. No se dio abasto desde que se conoció la orden de aparejar las naves. Había que subir a bordo infinidad de pertrechos. Primeramente, la artillería: culebrinas, falcones, bombardas y pasamuras. Los instrumentos náuticos: cartas de marear, cuadrantes, compases, astrolabios y relojes de arena. La impedimenta defensiva del ejército: armas, pólvora y municiones. Lo último en embarcarse eran los productos alimenticios: galletas, tasajos, legumbres secas, bizcochos, aceitunas, queso y castañas. Y el agua, lo más esencial, en barriles, toneles y odres; iguales que los que transportaban vino, casi en la misma abundancia. Cuando todo esto fue bien distribuido a bordo, los pajes y grumetes subían las pertenencias de los viajeros, según hubieran satisfecho los derechos de carga. Entonces comenzaba a tener lugar el pintoresco espectáculo que constituían interminables filas llevando a las bodegas cajas, sacos, fardos, animales y los más variados objetos y mercancías para ser vendidos en la India. Llamaba la atención observar con cuánto ingenio se resolvía la manera de colocar los caballos, asnos y mulas en los espacios que les correspondían, cargados por la panza mediante fajas que pendían de los techos de las bodegas, para que no se rompiesen las patas en caso de intenso movimiento del barco o se encabritasen perjudicando el resto de la carga.

—Ya ves, compañero —comentó el padre Rodrigues—, los trabajos de aparejar las naves concluyen y apenas faltan tres jornadas para que parta la flota. ¿Estás nervioso?

—Humm… —respondió Francisco—. Siento un no sé qué por dentro…

—¿Miedo tal vez?

—Oh, no, confío en Dios. Pero… resulta que nunca he montado en barco. Mis experiencias de navegación se reducen a algún paseo en barca con los pescadores del río Aragón, allá en mi tierra.

—¡Ja, ja, ja…! —exclamó Rodrigues—. ¡Ay, Dios bendito! Piensa que te espera un largo viaje con mareos e incomodidades sin cuento.

—Vaya ánimos me das.

—Bueno, no quiero que la cosa te coja desprevenido.

—Que sea lo que Dios quiera. Como comprenderás, no voy a echarme atrás ahora.

—No, no, querido Xavier, ¡eso ya lo sé! —dijo el padre Rodrigues poniéndole la mano en el hombro—. Y, ahora que volvemos a estar a solas, sin mejor cosa por hacer, con todo listo y tu viaje preparado, ¿por qué no terminas de contarme lo que ayer dejaste a medias? Sabes, compañero, que me hará mucho bien saber cómo Íñigo de Loyola consiguió al fin vencer tu resistencia.

—Es largo de contar —observó Xavier—. Sucedieron muchas cosas por entonces, acontecimientos que, narrados de uno en uno, no te parecerá que tuvieran trascendencia; pero que en el conjunto de mi vida de entonces prepararon el camino a lo que finalmente fue mi conversión y mi radical deseo de cambiar de vida.

—Vamos, cuéntamelo, tenemos tiempo —le rogó Rodrigues con ansiedad.

Francisco prosiguió con el relato que tuvo que interrumpir el día anterior. Le contó que, en junio de 1533, su compañero Pierre Favre tuvo que marcharse por un largo periodo de tiempo a su tierra, a poner en orden algunos asuntos de su familia, pues su padre era ya muy anciano. Cuando ambos amigos se despidieron, eran conscientes de que habían madurado en todo aquel tiempo. Tenían ya cumplidos los veintisiete años. Favre sabía muy bien lo que quería. Xavier, en cambio, estaba hecho un mar de dudas; comenzaba a brotar dentro de su alma una misteriosa inquietud que ni él mismo sabía explicarse.

Por entonces supo que había muerto en Gandía su hermana monja. Le invadió una gran tristeza. No llegó a conocerla nunca en esta vida. Sólo la había tratado por carta. Pero esta noticia le hizo sentirse más solo que nunca. En la misma misiva que le anunciaba la pérdida de la hermana, sus familiares le decían que Magdalena había vivido santamente; que brilló en su convento por su espíritu de oración y caridad, que cuidaba de las monjas enfermas y ancianas, trabajando constantemente, a pesar de su pequeña estatura y débil naturaleza.

En la carta iba también una confesión personal de Magdalena que impresionó mucho a Francisco: al parecer, cuando ella supo que sus hermanos Miguel y Juan tenían decidido no sostener por más tiempo los estudios del pequeño de los de Jassu en París y mandarle regresar, les escribió enseguida una carta pidiéndoles que, a pesar de todas las dificultades, sostuviesen a Francisco todavía en su carrera, porque ella presentía que sería un gran servidor de Dios y columna de la Iglesia.

Al recordar aquello, Xavier no pudo evitar las lágrimas. Se cubrió el rostro con las manos y sollozó durante un momento.

—Vamos, vamos, amigo —le dijo Rodrigues cariñosamente—. Son los misteriosos caminos de Dios. Alégrate, hombre, el Señor supo sacar provecho de aquellos males.

—En efecto —asintió Francisco—. ¡Él hizo maravillas! A pesar de mi tozudez y mi soberbia, supo ablandarme hábilmente el corazón.

—Cuenta, cuenta —le rogó impaciente su compañero—. ¿Cómo fue aquello?

Emocionado al sentir que retornaban tan intensos recuerdos a medida que iba desgranando su relato, Xavier le contó detalladamente a su compañero cómo inició las conversaciones con Íñigo:

Anduve durante algunos días confundido. No me aparté definitivamente de las compañías que había tenido hasta ese momento, pero las frecuentaba menos. Era como si todo a mi alrededor comenzase a desvanecerse a un tiempo. Me asaltó entonces una rara sensación de indiferencia. Me desenvolvía en mis trabajos, mis lecturas y mis diversiones por pura rutina; percibía cómo pasaban los días y los meses, iguales unos a otros, como si la vida fluyera absurdamente hacia un destino hueco, vacío. Mis pensamientos trataban de huir de aquella realidad insulsa. Recuerdo que perdí el interés por muchas cosas que antes consideraba importantes. Más que nada, me sentía solo y triste.

Más adelante empecé a dormir mal. Me despertaba en plena noche desasosegado, envuelto en mi desconsuelo y agitado por extrañas ansiedades. Como era verano, las estrellas llenaban la oscura bóveda del firmamento y aquella visión me estremecía. Ante tanta grandeza, me sentía la más insignificante de las criaturas. Sobrecogido, prorrumpía en un llanto incontrolable, me retorcía sobre mí mismo y caía de rodillas, arrobado, sin comprender el porqué.

Otras veces tenía pesadillas y confusos sueños. Me veía solo frente a una pared vacía en la que se me hacía presente una nada espesa e infinita que pugnaba por atraerme y engullirme. En otras ocasiones me perseguía un ser inmundo, diabólico e iracundo, del cual era incapaz de huir; corría, pero mis pesadas piernas no me conducían a parte alguna. Entonces me daba la vuelta y hacía frente a aquel demonio negro que ocultaba su rostro. Oraba con todas mis fuerzas; en el sueño repetía el padrenuestro, gritándoselo a la cara, el credo, el avemaría… Entonces esa presencia inquietante se disipaba. Algunas veces me parecía regresar al pasado más lejano. Veía con nitidez los paisajes de mi tierra, el castillo de mi familia, el hogar…, a mi madre. En aquellas largas noches, en el delgado límite que se extiende entre la vigilia y el sueño, me sentí algunas veces tomando parte en el efluvio del universo, como si vagara de manera dolorosa y consciente por un sendero sin final. O me expandía llegando a ser igual al todo, a la unidad y la multiplicidad de cuanto hay.

Muy conmovido, en alguna ocasión me desperté en medio de un gran silencio, con la nostalgia muy presente de haber sido visitado por quien todo lo puede, que buscaba humildemente mi compañía y se complacía en hacerme partícipe del más delicado extremo de su misterio insondable. Entonces, deseaba conservar viva la impresión de esa proximidad amorosa, pero el recuerdo enseguida se hacía vago e impreciso, no tardando en disiparse.

Bebí en aquella época. Sí, bebí demasiado. El vino me proporcionaba euforia y me transportaba a un mundo engañoso en el que parecía dilatarse mi juventud. Pero, con la resaca, cada día regresaba mi verdad. La mocedad quedaba ya atrás; mis intereses eran otros, aunque no lograba dar con ellos.

Una de aquellas noches de verano desperté tiritando, después de haber sudado mucho. Sobre París arreciaba una violenta tormenta. El viento ululaba en los tejados, tronaba furiosamente y los cárdenos relámpagos resplandecían en la ventana.

Íñigo estaba sentado en el borde de su camastro, tal vez rezando. Sería más de medianoche. Al verme salir del sueño, se aproximó y me habló con voz suave:

—¿Te sucede algo, Francisco?

—No es nada —respondí—. Era sólo una pesadilla.

—Delirabas —dijo él—. ¿Estás enfermo?

—He pasado mucho calor.

Fue hacia donde teníamos el jarro y me trajo un poco de agua en un vaso.

—Bebe. Te serenará.

Sentía que el corazón me palpitaba con fuerza. Me ardía el estómago y el sudor se había vuelto helado en mi espalda.

—Si tienes algún problema —dijo Íñigo—, puedes contármelo. Quisiera ayudarte.

Me levanté. Por primera vez, la proximidad de Íñigo me confortó. Me embargaba tal soledad que cualquier presencia humana resultaba un alivio, después de salir de mis amargos sueños. Entonces deseé hablar. Creo que le conté mi pesadilla. Él hizo una oración y dijo algo sobre los sombríos pensamientos que enturbiaban la paz del alma. Aquellas sencillas palabras me tranquilizaron. Y debí de encontrarme bien, porque expresé espontáneamente mis sentimientos.

—Últimamente siento cosas que me confunden —dije.

—¿Cosas? ¿Qué cosas?

—Sé que hay algo en mí que es diferente. Lo siento aquí, muy adentro, mas no sé explicar el porqué.

—Habla, trata de contármelo, te hará bien.

—Me siento diferente, sólo eso puedo decir. Noto que no soy el de antes.

En la penumbra, percibí su sonrisa. Me di cuenta de que estaba sumamente agradecido porque al fin yo hiciera un esfuerzo para comunicarme con él. Se puso en pie y juntó las manos entrelazando los dedos, en un natural gesto de satisfacción.

—Veo, amigo Xavier, que hay algo singular en ti. Verdaderamente, eres alguien especial. Pero no alcanzo a distinguir el provecho que eso ha de tener. Sólo Dios Nuestro Señor lo sabrá.

—¿Provecho? ¿Qué quieres decir?

Íñigo encendió la vela que estaba sobre la mesa. Me miraba fijamente y yo estaba muy pendiente de él. Entonces me pareció adivinar cierta confusión en su semblante. Sus pupilas se movían con inquietud. Comprendí que escogía las palabras que me iba a decir.

—El mundo no te satisface —afirmó circunspecto, como si pusiera voz a la maraña de mis pensamientos.

Me estiré hacia atrás receloso. Creo que sonreí. Contesté:

—Sé lo que piensas de mí, no hace falta que lo digas. Es cosa sabida: Ex abundantia cordis os loquitur (De lo que abunda en el corazón habla la boca). En el fondo consideras que soy un hombre inseguro que no sabe a donde va. Alguien perdido en el mundo y a causa del mundo. Piensas que no encuentro mi lugar y que no estoy satisfecho. En eso, Íñigo, te equivocas. Sé bien a donde he de ir, y nadie debe interponerse en mi camino.

—¿Adonde? —me preguntó Íñigo alzando las manos.

—A mis propios asuntos, que a nadie más conciernen. Tú tienes tu propia búsqueda, Favre la suya, y yo la mía.

—En eso dices bien, compañero. Cada uno tiene su propio camino y ha de recorrerlo. Mas veo, y debo decírtelo como de verdad lo siento, que acabaremos en el mismo sitio.

—¡Eres terco! —le espeté con hilaridad.

Íñigo sonrió. Prosiguió, a pesar de mi actitud resistente:

—Tú vas en pos de cosas grandes y de muy alto precio…

—¡Claro! —le interrumpí con gesto arrogante—. Me interesa más que nada mi casa; el apellido de los de Xavier, la honra y la estima de nuestra gente. Ése es mi camino. Para esa noble causa vine a París y por eso he aguantado aquí todo tipo de trabajos, estudios soporíferos, fatigas, humillaciones sin cuento y el hastío de cumplir años entre gentes sin rumbo ni meta fija. Me he tragado toda esa Filosofía harto extensa, cargante y vacía. He escuchado día a día a maestros torpes e inútiles, envejecidos entre enseñanzas gastadas y aburridísimas que me hacían bostezar con cada lección.

—También los hay buenos, ¡y muy buenos! —replicó Íñigo.

—No lo niego. Pero… ¿crees acaso que me gusta esta Universidad de París? ¿Piensas que me divierto tanto como dicen por ahí? ¿Tan tonto me consideras? Cada día que he pasado aquí ha sido con plena conciencia de que éste no es mi sitio. Y pensarás: ¿qué hago aquí, pues? Eso ni yo mismo te lo sabré responder. Aunque sé bien que no voy a pasarme aquí la vida. A mi alrededor, cada día descubro a más gente innoble, habladora, resentida, aburrida y acomodada a esta suerte de vida estúpida, buscando sólo su título para medrar dentro de la Iglesia, a costa de reírles las gracias a los más imbéciles miembros de la Universidad. ¡Qué asco! Es un mundo colmado de superficialidad, insustancial, ficticio, mentiroso y montado sobre el artificio.

Se hizo un silencio rotundo. Yo estaba rabioso. Con la mirada perdida, desahogaba mi alma. Era como si soltara todo lo que durante años había acumulado bajo la aparente coraza de un temperamento decidido y jovial, bajo mi vitalidad permanente. Me puse en pie repentinamente y fui hacia la ventana. Con más calma, proseguí, ante la atenta mirada de Íñigo:

—En mi casa ya no comprenden qué hago aquí. ¿Seré clérigo? ¿Para qué? La Iglesia, esta Iglesia nuestra, está preñada de las mismas mentiras que abundan en el mundo. ¡Todo es falso! Cuando vine aquí, pensaba que descubriría cosas interesantes acerca de Dios. En cambio, ¿qué hallé? Palabras, palabras y palabras; rollos interminables, hastiantes y fatigosos, como pesados fardos de lastre inútil. ¿Es ésa la sabiduría de la Iglesia? ¡A ver si los herejes van a tener razón!

—¡Xavier, eso no! —me gritó Íñigo.

Era la primera vez que le veía manifestarse con firmeza. Se aproximó a mí visiblemente angustiado por mis palabras.

—Digo lo que siento —expresé—. ¿Es esto lo que ha de llenar el corazón insatisfecho de los hombres? ¿Qué hacen, sino apartar más y más a las gentes de Dios?

—¿Qué haces tú? —me preguntó con una enigmática sonrisa.

—¿Yo? ¿Qué puedo hacer yo? ¿Qué puede hacer un hombre solo?

—En principio, si, como dices, todo está tan mal, la Iglesia tan alejada de Dios y sus maestros tan perdidos en vacías palabras; si faltan hechos, más que enseñanzas gastadas, obras que irradien la luz del ejemplo de la fe…, ¿no será todo eso porque faltan hombres que se ofrezcan a Dios, haciendo oblación de sus vidas por sólo su amor y su gloria? ¿No será que abundan, más que éstos, quienes van sólo en pos de sí mismos, buscando el amor propio y la propia gloria?

—¡Eh! ¿Lo dices por mí? —repliqué.

—No, no, amigo mío. Lo digo porque sé que en el fondo sientes eso igual que yo.

Fue entonces cuando me contó Íñigo muchas cosas de su vida, con gran humildad, con una sinceridad exenta de toda falsa modestia. Tanto fue así, que no se arredró a la hora de revelarme sus muchas faltas, sus pecados, los lados más sombríos y tristes de su juventud; cosas todas ellas que el común de los mortales oculta o disfraza con falsas razones, aderezos vanidosos y verdades a medias. A medida que narraba su mocedad, sus primeras ilusiones, sus desengaños pasados, las mentiras a las que recurrió para alcanzar una gloria y prestigio en el mundo, y la bajeza de sus pasiones, yo iba sintiendo pudor al principio. Pero después fui dándome cuenta de que era él honesto consigo mismo, más que nada; alguien que estaba convencido de que en todo camino espiritual existe un tiempo de penitencia, un tiempo de sufrimiento y de cruz y un tiempo de resurrección, y de que todos estos aspectos se reflejan en cada una de las situaciones de la vida particular del hombre. Por eso me contaba su propia experiencia, porque se sentía feliz de haber descubierto que no existía para él otro camino que alabar, hacer reverencia y servir a Dios Nuestro Señor, y mediante esto salvar el ánima. Deseaba comunicar eso a raudales.

Fue esa razón y no otra la que me llevó a seguir su ejemplo: el descubrir que las glorias humanas son fatuas, que todo aquí es pasajero y contingente. Por lo cual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas, de tal manera que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente, en todo lo demás, desear solamente y elegir lo que más conduce al fin para el cual somos creados.