Capítulo 22

PARÍS, 24 de septiembre de 1529

Sin que Francés supiera cómo se preparó a sus espaldas, se enteró de repente en la portería del colegio de que Íñigo de Loyola había sido admitido como porcionista en el Santa Bárbara, y que comenzaría sus estudios de Filosofía bajo el maestro Peña, en su mismo cuarto. Montó en cólera.

—¡Peña y Favre me han traicionado! —exclamó—. ¡Ese individuo aquí, en mi cuarto!

Subió los peldaños de la escalera de la torre de dos en dos e irrumpió en el dormitorio como un trueno. Allí no había nadie. Paseó la mirada por la estancia y enseguida vio el nuevo camastro en el fondo, junto a un ventanuco, con un hatillo pequeño y pobre encima, algunos libros y un tosco gorro de lana. No le habían gastado una broma en la portería; en efecto, un nuevo escolar había tomado habitación como compañero de Peña, Favre y Xavier. Y todo apuntaba a que era el tal Íñigo. «¡Pierre —se dijo—; ha sido cosa de Pierre!».

Corrió a enterarse bien de aquello, pues había estado fuera durante una semana, en la casa de campo de unos conocidos, y ahora, a su regreso, se encontraba de repente con la desagradable sorpresa. Fue al despacho del vicepresidente del colegio, que era el sobrino de Diogo de Gouvea, André de Gouvea, y le preguntó si el de Loyola sería compañero suyo durante el nuevo curso que pronto iba a comenzar.

—Sí, cierto es —le respondió el viceprincipal—. Mi señor tío ha admitido al estudiante Íñigo de Loyola en el colegio.

—Pero… si el señor Gouvea no podía ni ver a ese Íñigo —repuso Francés—. ¡Con el lío que hubo en julio!

—Sí, pero todo se calmó con la intervención de los inquisidores. Aquello fue un malentendido. Tu paisano Íñigo vino a hablar con el rector del colegio hace una semana y solicitó plaza. Es hombre de buen linaje, hijo de cristianos viejos todos, vascongados, gente muy principal; ha abonado las cantidades obligadas por el alojamiento y ¿qué iba a hacer el señor Gouvea, sino admitirle?

—¡En mi cuarto! ¡Me lo han metido en mi cuarto!

—Bien, ése es otro asunto. Mi señor tío consideró oportuno que, dada la singular personalidad de este hombre, sus… sus manías, ya sabes, sería oportuno que alguien de peso de la casa le tuviera cerca. El maestro Peña, que ha de dirigirle en sus estudios, se encargará de irlo llevando al redil y sacarle esas ideas extrañas. ¿Comprendes? Por eso el principal le ha dado cama en vuestro cuarto.

—Entonces… ¿no ha sido cosa de Favre? —inquirió.

—Nada de eso. Han sido mi señor tío y Peña quienes lo han apañado todo.

Esa misma tarde, después del almuerzo, Francés de Xavier e Íñigo de Loyola se encontraron por primera vez frente a frente en el aposento que debían compartir desde ese día. Por una casualidad, o porque habían preferido ambos que fuera así, ni el maestro Peña ni Favre estaban presentes. Francés subió al cuarto a recoger algo y halló a su nuevo compañero de espaldas, mirando por la ventana. Íñigo se volvió. Los dos se miraron. Hubo un silencio tenso. El vascongado inició la conversación.

—Soy Íñigo de Loyola, paisano tuyo. Ya te habrán dicho que…

—Sí, ya me lo han dicho —contestó Francés, desdeñoso.

—Me gustaría que nos conociésemos mejor, ya que hemos de convivir. ¿Podemos charlar durante un rato?

—No. Ahora no tengo tiempo; he de ir a entrenarme para el campeonato de saltos del día de San Remigio.

—¡Ah, claro! —exclamó Íñigo, muy sonriente—. Ya sé que eres el primero en eso. Todo el mundo lo comenta.

—Mira, no tengo tiempo para conversar —le espetó secamente Xavier, mientras descolgaba su ropa de la percha—. Ya te he dicho que he de irme.

Íñigo trataba de ser complaciente. Anduvo hacia él sin dejar de sonreír. Se le veía algo nervioso. En los cuatro pasos que dio desde la ventana, tropezó con la esquina de la cama y acentuó su cojera. Francés, que le observaba de soslayo, se volvió y le miró desafiante. La presencia del vascongado le molestaba mucho más de lo que supuso antes de tenerle cerca. Le pareció un hombre calvo, de cuerpo seco, amojamado, de ojos brillantes y escrutadores, cuyas ropas ajadas le desagradaron. En el primer pensamiento que acudió a su mente, resolvió que era alguien que descuidaba su aspecto, a pesar de ser de noble linaje. Se fijó también en la barba algo desarreglada, en las manos grandes que se frotaba nerviosamente. En su interior, le despreció y maldijo tener que compartir el cuarto con él.

Antes de salir de allí para alejarse cuanto antes de su lado, Francés le dijo, muy despectivamente:

—Te rogaré una cosa, ya que veo que no me queda más remedio por el momento que vivir contigo. Deja en paz a Pierre Favre. Es una buena persona y no se merece que alguien le cree complicaciones. ¡Déjalo estar!

Íñigo se estiró y cambió completamente de expresión. Clavó sus ojos en Xavier y sostuvo su mirada desafiante, mientras le decía con gran seriedad y firme voz:

—Veo que estás resuelto a no darme cuartel, a pesar de que vengo a ti con todas las armas rendidas. Muy bien. Yo no voy a pelear contigo, pero no me digas lo que he de hacer o lo que no debo hacer. Eso es cosa mía. Si quieres darle consejo a Pierre Favre, estás en tu derecho. Pero a mí no me aconsejes, si deseas tener buena avenencia conmigo. El mismo derecho que tú tengo para tratar con Favre como estime oportuno, o con quien desee, pues a ti te debo sólo respeto, mas no obediencia.

Estas razones tocaron la fibra noble de Francés. Eran las palabras directas que brotaban de una buena educación, de alguien que conocía bien el código de la amistad entre nobles caballeros.

—Muy bien —asintió Xavier con orgullo—. Habla lo que te plazca con el bueno de Pierre. Por lo que a mí respecta, tratémonos con cortesía. Sólo eso. Hasta la noche, que pases un buen día.

Cuando llegó a la pradera del pré aux Clercs, estaba de muy mal humor. Llevaba grabada en la mente la imagen de Íñigo y no podía arrancársela. En su cabeza daba vueltas a la conversación mantenida y no lograba serenarse. Al sacarse de encima la calurosa toga y descalzarse, sintió como si se liberara de tanta tensión. Percibió el contacto de la hierba en los pies y deseó correr esa tarde hasta caer rendido de agotamiento, como si en aquel esfuerzo dejase atrás la rabia y la frustración.

La hermosura del sol septembrino se derramaba sobre la cercana arboleda, junto al Sena. No hacía viento; los molinos de la otra orilla permanecían muy quietos. También reinaba una inmóvil calma en los corrales del suburbio. El tintineo lejano de una campana ponía una nota alegre. Algunos muchachos felices chapoteaban en el agua del río y, más allá, unos pescadores se afanaban remando contra la corriente para pasar al otro lado.

A medida que proseguía su carrera, Francés se iba serenando. Pronto se sintió poseído por la vitalidad que le aportaba el ejercicio. Empezó a mirar las cosas en su aspecto más favorable y, por un momento, dejó de preocuparle el problema del nuevo compañero de cuarto. Después estuvo saltando. Se alegró mucho al descubrir que superaba sus propias marcas.

—¡Bravo, Xavier! ¡Muy bien! —le vitorearon un grupo de estudiantes que hacían deporte cerca de él.

Sabía que su presencia física y sus ágiles movimientos no pasaban desapercibidos en la pradera. Se sentía seguro de sí mismo. Se hizo consciente de que, a esa edad, tenía demasiadas ilusiones de por medio como para amargarse la vida por un asunto tan nimio.

1 de octubre de 1529

Como en años anteriores, ganó la prueba de salto en los juegos de San Remigio. Pero esta vez tuvo que conformarse con un cuarto puesto en la carrera de una legua. Tenía ya veintitrés años y detrás venían otros estudiantes más jóvenes empujando con fuerza. Además, eran días de fiesta y Francés no perdonaba una buena juerga. El vino y la diversión del día anterior mermaron algo sus fuerzas. Pero no le importó. Cedió con la alegría de un buen perdedor el primer puesto que le había correspondido el año antes. Le quedaba saborear la victoria de los saltos, que era merecidamente suya.

El banquete del colegio estuvo en esa ocasión como nunca. El rector del Santa Bárbara, Gouvea, había visitado recientemente al rey de Portugal y traía dineros contantes y sonantes para hacer mejoras. Hubo vino delicioso en abundancia y músicos de categoría.

El momento más emocionante de la fiesta tuvo lugar cuando un muchacho castrado, de embrujadora voz, cantó unos versos del segundo libro de las Elegías de Johannes Murmellius:

Únicamente la virtud perdura.

El poder, las riquezas y la fama el tiempo los disipa y desparrama.

¡Qué pronto pierde el joven su hermosura!

Por la tarde, los estudiantes se apresuraron a apurar la vida, prosiguiendo la fiesta en las tabernas del barrio Latino. Francés se sumió como tantas otras veces en aquel mundo ansioso y turbulento. Recorrió las pestilentes callejas, los sucios adarves de la muralla, las plazuelas que exhibían el colorido espectáculo de las verduras y las frutas de otoño; se adentró en el barrio de los toneleros, saturado de aromas de roble, y fue hasta el rincón que más apreciaba, una pequeña taberna próxima al suburbio, donde se servía el vino de la Provenza que tanto le gustaba.

—¡Oh, señor Xavier, hoy venís solo! —le saludó la tabernera con su alegre acento provenzal.

—Hoy tengo ganas de estar solo —contestó él—. Quiero únicamente perderme en la magia de tu vino, lo necesito.

Ella frunció el ceño. Era una mujer muy bella, de piel clara, cabello rubio y distantes ojos grises. Muchos caballeros iban allí por el delicioso vino que servía; otros, por el solo placer de contemplarla. Aunque resultaba inaccesible, distante, y jamás se enredaba en las conversaciones de su distinguida clientela. Aquella tarde, Francés fue allí tanto por el vino como por quién lo servía.

—Debéis ya mucho dinero —observó ella—. Hace dos meses que no pagáis lo que debéis. Mi amo me dijo ayer que no os sirviera, a menos que paguéis lo que debéis.

—He dicho que pagaré —aseguró Francés—. Estoy a la espera de que me envíen el dinero desde mi tierra. ¡Siempre he pagado! ¿Por qué no habría de hacerlo ahora? Si no pensara pagar, no vendría.

—No sé… —murmuró ella, con gesto dubitativo.

Francés sentía una gran vergüenza por tener que suplicar de esa manera. Por eso había ido solo aquella tarde; porque no quería que sus amigos de juerga terminasen de darse cuenta de que estaba sin dinero. Él venía tratando durante meses de ocultar su penosa realidad. Se excusaba alegando que tenía que entrenar intensamente para los juegos y que el vino le restaba fuerzas; otras veces se ocultaba o se encerraba en los estudios. También había pedido préstamos a compañeros de confianza. Debía ya bastante.

—Dile a tu amo que salga, haré tratos con él —le dijo a la mujer—. Si está de acuerdo, podrá cobrarme los intereses cuando me llegue el dinero. Será como un préstamo.

Ella sonrió de una manera enigmática. Francés no podía detectar si en su bonita mirada de ojos de hielo había suspicacia, ironía o compasión. La imponente belleza de la tabernera le abrumaba e intensificaba su vergüenza haciendo que le corriera el sudor por la espalda.

Sin decir nada, ella se fue hacia el estante y cogió una botella. Eligió luego un bonito vaso de plata y lo llenó de vino.

—Mi amo no está —dijo—. Permanecerá lejos de París un par de semanas. Es el tiempo de la vendimia, ya sabes. No se fía de la gente que tiene al cuidado de las viñas en la Provenza. Por ahora, aquí mando yo.

—¿No te da miedo quedarte sola en el establecimiento? —le preguntó Xavier, sorprendido porque aquella mujer tan fría descendiera desde la arrogancia que le proporcionaba su belleza para darle explicaciones.

—¿Miedo? ¿De quién? —repuso ella—. Tengo esto —añadió sacando un gran cuchillo de detrás del mostrador—. Y está ése de ahí.

Francés se fijó en el gran perro que dormitaba junto a la puerta, espantándose las moscas con el rabo.

—Eres demasiado hermosa para quedarte aquí sola —le dijo, dejando escapar un pensamiento alocado—, a pesar de esa arma y del perro.

—Hoy vendrá poca gente —observó ella—. Todo el mundo está en la otra parte de París, a ver el alboroto de los estudiantes con sus mascaradas y procesiones.

Al escucharle decir aquello, Francés sintió que le invadía una agradable placidez. Bebió un sorbo y apreció el sabor tan singular de aquel vino que le traía un vago recuerdo de cueros y tierras húmedas removidas por el arado. Cerró los ojos y se sumió en los familiares recuerdos de su país, los campos, las montañas, el no Aragón, las almadías aguas abajo… La presencia amable de su madre pareció llegarle desde tan lejos, pero quiso ver la imagen de su semblante y no fue capaz. Cuando apuró el vaso entero, se aflojaron sus fuerzas y sintió que se le escapaba una lágrima.

—Eh, ¿qué sucede? —dijo de repente la mujer.

Xavier volvió a reparar en que ella estaba allí. Por un momento, su añoranza le hizo olvidarse de eso. Ahora, abochornado, se enjugó las lágrimas y quiso sonreír.

—Ah, amigo —dijo ella—. Te asaltó el recuerdo de una mujer, ¿verdad? Este vino de mi tierra tiene eso. Hace retornar el amor perdido, los recuerdos… Éste no es un vino para la fiesta. A mí siempre me hizo llorar…

—Bebe conmigo —le pidió él.

—¡Ah, has llorado tú y ahora quieres ver mis lágrimas!

Los dos se miraron. Francés hubiera deseado abrazarla en ese momento; si no fuera por el gran mostrador de madera que los separaba, no habría podido contenerse. Estaba asombrado mirándola. Le parecía la más bella mujer del mundo, sobre todo porque ahora le sonreía y mostraba unos bonitos dientes blancos entre sus labios finos.

—Tú no pareces una mujer triste —le dijo—. Más bien te veo fuerte y muy decidida.

—¿Decidida? ¡Ja, ja, ja…! —explotó en una carcajada—. Sí, decidida a atender diariamente a hombres a quienes les importa poco quién eres o de dónde vienes.

—¿Tienes hijos?

—No. No estoy casada. Mi amo tiene su mujer en la Provenza. Pero, cuando vino a París a hacer negocios, no quiso estarse aquí solo…

Se hizo un gran silencio muy elocuente. La mujer se volvió hacia el estante y cogió otro vaso de plata. Lo llenó de vino y lo apuró con delicados tragos. Después suspiró.

—¿Te acuerdas de tu tierra? —le preguntó Francés.

—Humm… Antes sí; ahora… Ahora no puedo quejarme. ¿Y tú? ¿De dónde eres? ¿Dónde tienes a esa amada mujer cuyo recuerdo te hizo derramar una lágrima hace un momento?

Xavier sonrió. Encantado al ver que ella estaba conforme con mantener aquella charla, contestó:

—No, no hay más mujer que mi madre allá en Navarra.

—Eres un joven hombre, apuesto y fuerte —le dijo ella—. Veo que no eres clérigo ni soldado, eso parece por tu indumentaria. ¿Qué hace un navarro como tú por París?

—Tú me pareces una mujer bellísima —contestó él, cambiando de conversación y alzando el vaso—. Brindemos con este maravilloso vino. Hace tiempo que vengo a tu establecimiento y nunca había cruzado contigo otras palabras que no fueran las propias de solicitar y pagar la bebida y la comida.

—Veo que no deseas hablar más de tu vida —repuso ella—. Entonces ya supongo por qué estás aquí: eres uno de los hombres del rey don Enrique de Albret, un miembro de la corte del rey sin trono.

—Bien dices, soy súbdito de un rey destronado.

De repente, el perro gruñó perezosamente. Entonces irrumpió en la taberna un trío de caballeros que venían alborotando, hablando a voz en cuello.

—¡Oh, Catherine, sírvenos ese magnífico vino! —pidió uno de ellos.

La mujer salió desde detrás del mostrador y se enfrentó a los tres hombres con los brazos puestos en jarras.

—¡Está cerrado! No serviré más vino. Mi amo está en la Provenza y me obliga a cerrar antes de la puesta de sol.

—¿Y ése? —protestaron los caballeros—. ¡Sólo una copa!

—Nada, ni una copa. Ése está terminando su vino y se marchará ahora mismo.

Cuando los frustrados clientes se fueron refunfuñando, Catherine puso un tronco sobre las brasas de la chimenea, encendió un farolillo, se lavó las manos y, mientras se las secaba con un paño, le dijo a Francés:

—Tengo aquí un queso exquisito. Anda, quédate conmigo, cerraremos y beberemos todo el vino necesario para llorar abundantemente.

2 de octubre de 1529

El primer día de curso, Francés de Xavier despertó en su cuarto del Santa Bárbara con la mente espesa a causa de la resaca. Podría haberse sentido feliz, a pesar de tener el cuerpo estragado y una gran fatiga, si no fuera porque enseguida vio a Íñigo de Loyola mirando por la ventana, como el día anterior.

—Buenos días, Xavier —le saludó Favre.

—Buenos días —respondió él con desgana.

—Bien tarde era ayer cuando llegaste —le dijo Peña—. Mucho más de medianoche. Eres campeón de saltos en la pradera; pero saltando las tapias del colegio de noche tampoco hay quien te gane.

Todos rieron esta ocurrencia guasona. Y Francés se levantó de la cama de un salto para hacer ver que estaba en plena forma.

—Ahí tienes un paquete —le indicó Pierre—. Lo trajo ayer tarde el portero para ti.

—¡Al fin! —exclamó Xavier—. ¡El dinero que esperaba!

Cogió el envoltorio y enseguida reparó en el sello y en la letra de su hermano Miguel. Cortó los cordeles y deslió la tela, encontrándose, como otras veces, con una bolsa de cuero y una carta. Palpó monedas en el interior de la bolsa y se dispuso muy alegre a abrir el sobre.

Sus compañeros se estaban aseando. Peña sostenía el jarro y Favre recogía en sus manos el agua que caía sobre la jofaina para lavarse la cara. Íñigo ya estaba vestido, con la toga puesta, y seguía mirando por la ventana, tal vez para evitar un mal encuentro como el de ayer.

De repente, Xavier emitió un gemido, arrugó el papel que tenía entre las manos y sollozó:

—¡Mi señora madre! ¡Mi pobre madre ha muerto! ¡Oh, Dios! ¡Dios bendito!

Los tres compañeros se fueron hacia él para consolarle. Le abrazaron y le palmearon cariñosamente el hombro. Favre y Peña se pusieron muy tristes. Cuando alzó sus ojos llorosos, Francés vio que también Íñigo estaba visiblemente apenado.