Capítulo 20

PARÍS, 11 de julio de 1529

En plena recta final del curso, cuando los estudiantes estaban enfrascados con mayor ahínco en los duros exámenes, estalló el escándalo. En Santa Bárbara no se hablaba de otra cosa: un renombrado maestro burgalés, de más de cuarenta años, y dos jóvenes bachilleres habían abandonado repentinamente sus colegios y se habían apartado del mundo, repartiendo sus bienes entre los pobres, para irse a vivir al hospital de Saint-Jacques, asilo de menesterosos y desamparados.

—¡Es locura! —exclamaban los demás maestros, llevándose las manos a la cabeza—. ¡Qué insensatez!

—Dicen que andan por ahí los tres, como pordioseros —comentaban los estudiantes—, mendigando de puerta en puerta el sustento diario. ¡Sin nada están, como verdaderos pobres! ¡Hasta los libros han repartido!

Francés regresaba de su entrenamiento en la pradera cuando se topó en la misma portería del colegio con el revuelo.

—¿Te has enterado? —le preguntó el maestro Peña.

—¿Enterarme? ¿De qué?

—El magíster Juan de Castro y los bachilleres Pedro de Peralta y Amador de Elduayen han dejado los colegios y los estudios. Dicen que andan por ahí pidiendo de puerta en puerta.

Francés escuchó atónito el relato de los hechos. El maestro Juan de Castro era muy conocido, por ser miembro de la Sorbona y proceder de una nobilísima familia de Burgos. Se comentaba que, cuando finalizase los estudios de Teología, a buen seguro le esperaba la mitra y con ella un renombrado obispado en España. Peralta era un buen estudiante, bachiller residente del vecino colegio de Monteagudo. Pero no menos escandaloso resultaba el caso de Amador de Elduayen, que era un guipuzcoano del Santa Bárbara, compañero de estudios de Francés y de Pierre Favre, aunque más amigo de este último.

—¡Elduayen! —exclamó Xavier—. ¡Mi compatriota Elduayen! ¿Estás seguro de eso, Peña?

—¡Y tan seguro! El rector del colegio está hecho una fiera. Se encuentra reunido en estos precisos momentos con los miembros de la Sorbona y con el viceprincipal del Monteagudo en el despacho de éste. ¡Ay, Dios bendito, la que se ha formado!

—Pero… ¿es que se han vuelto locos?

—De remate. Lo que no se comprende es cómo esa locura se les ha contagiado a los tres. Al menos si hubiera sido uno solo, sería de comprender, pero tres a la vez… ¡Es el acabóse!

A Francés le dio un vuelco el corazón cuando comprendió que todo aquello se debía a las disparatadas influencias del tal Íñigo de Loyola. Indignado, le dijo a Peña:

—No me cuentes quién está detrás de todo este lío, pues bien lo sé: el loco ese; Íñigo, mi paisano el vascongado.

—¡Claro, hombre! ¿Quién si no? Si ya se sabe —sentenció Peña, levantando un reprobatorio dedo índice que señalaba a las alturas—: «Un loco hace cientos».

—Bien cierto es ese dicho —observó Francés y, con visible preocupación, añadió frunciendo el ceño, pensativo—: ¿Y Pierre Favre? ¿Qué hace nuestro camarada a todo esto?

—Está deshecho. Acabo de dejarle en el cuarto envuelto en sus cavilaciones. Si ya se lo decíamos: que se dejara de frecuentar las reuniones con ese dichoso Íñigo, que la cosa tenía por fuerza que acabar mal.

—Voy allá —dijo Francés—; he de saber qué piensa de todo esto.

Subió de dos en dos los escalones que llevaban al segundo piso de la torre. Encontró a Pierre tal y como le había dicho el maestro Peña: desasosegado y muy triste.

—¿Ves, Favre? —le dijo meneando la cabeza, esbozando una media sonrisa irónica—. ¿Te das cuenta de lo que te advertíamos?

—No digas nada —contestó Pierre con visible angustia—. Si de verdad Íñigo ha hecho locos a esos tres, se verá con el tiempo. También Francisco de Asís abandonó el mundo y anduvo como mendigo. ¿Cómo nacieron si no los hermanos franciscanos?

—¡Favre, Pierre Favre, razona, hombre!

Nervioso, Pierre se rascaba la nuca, se retorcía los dedos de una mano con la otra y se mordía los labios. Conservaba el aire angelical de un niño y cierto candor en la mirada, a pesar de haber cumplido los veintitrés años. Esa presencia suya despertaba en Francés instintos de protección. Por eso quería convencerle. Pero Favre insistía:

—A fin de cuentas, ¿qué de malo hay en lo que han hecho esos tres? Y si lo hubiera, no sé qué culpa puede tener Íñigo; son tres hombres maduros, libres e instruidos…

—¡Favre, ese Íñigo es loco! —le gritó Xavier tomándole por los hombros y sacudiéndole—. ¡Despierta! ¿No ves eso? ¡Sal de tu ceguera, hombre! Mejor será que no le veas, al menos de momento; pues anda todo el mundo enfurecido contra él. Si aparece por aquí, le va a caer encima una buena tunda de palos. ¡Pues menudo está don Diogo de Gouvea con este asunto! Acaba de decirme el maestro Peña que el rector está reunido con los de la Sorbona y los del Monteagudo para ver lo que se ha de hacer en este caso.

—¡Que los dejen! —replicó Favre—. ¡Que dejen a cada uno hacer lo que le dicte su conciencia! ¿O acaso van a meterse con los que se pasan la vida pecando por ahí, en casas de lenocinio, bebiendo en las tabernas, metidos en pendencias, gastando el dinero de sus padres, mintiendo, corrompidos por sus pasiones, vicios y vanidades, alejados de Cristo…?

—¡Eh, para ya! —protestó Francés—. ¿Dices eso por mí?

—Lo digo porque es la pura verdad. Ningún principal de colegio se preocupa de lo que hacen sus alumnos, ni siquiera los maestros ponen cuidado para apartarles de los pecados. ¡Ahí tienes a Da Silva, que se está muriendo en el hospital de Saint-Jacques por causa de sus iniquidades, con la carne corrompida! ¿No es eso un escándalo? Sin embargo, porque tres buenos hombres opten por la castidad y busquen la santidad lejos del mundo, dedicados a los menesterosos y los enfermos, todo el mundo pone el grito en el cielo.

Francés se quedó pensativo. Las duras razones de Pierre le golpeaban de lleno, como flechas lanzadas directamente contra él. El ejemplo del maestro Da Silva, utilizado certeramente por su amigo, le afectaba especialmente. Ya habían hablado de ello con frecuencia. Aquello había supuesto un desagradable desenlace que también había suscitado muchas habladurías: el depravado maestro tuvo recientemente que frenar su vida licenciosa a causa del agravamiento súbito de su enfermedad. Expulsado del colegio, sin dinero y moribundo, tuvo que refugiarse en el asilo de desamparados, para vivir los pocos días que le quedaban en la vergüenza afrentosa de sus pecados conocidos por todo el mundo.

—Te lo vengo repitiendo un día y otro —prosiguió Favre—: Me repugna esta vida falsa, superficial y extremadamente hipócrita de la Universidad. Aprendemos Filosofía, acudimos a los sacramentos, recibimos sermones, constantemente tratamos de las cosas de Dios; mas todo es ficticio, porque nadie actúa como si de verdad creyera. Nos rodea un piélago de pecados y vivimos entre ellos, condescendiendo, viendo con la mayor naturalidad cómo se corrompen muchachos buenos, que vienen de sus casas con la mirada limpia y buenas intenciones para ensuciarse en la ponzoña del barrio Latino. En las fachadas de los colegios, en las de las iglesias y conventos, hay imágenes de santos, los campanarios y las torres están coronados con la cruz del Señor; pero, sin embargo, junto a esos signos tan puros crecen como la cizaña lupanares y tabernas donde se ahogan nuestras mejores intenciones. ¡No soporto más esto! ¡Me muero de asco!

—¡Favre, Pierre Favre, basta! —le dijo Francés, yéndose hacia él para ponerle afectuosamente la mano en el antebrazo buscando calmarle.

—No, amigo mío. Ya te lo he dicho antes: no vine a París para esto. No sé si un día me casaré, si seré un padre de familia; no sé si acabaré mis días sirviendo a la Santa Iglesia; no sé lo que ha de ser de mí. ¡Sólo Dios lo sabe! Mas comprendo a esos tres que lo han dejado todo para buscar al único que puede hacerles felices. ¿Ése es el mal que han hecho? ¿Buscar a Dios?

¡Benditos sean los tres! ¡Ojalá tuviera yo ánimos y arrestos para hacer lo mismo!

Los pensamientos de su amigo asustaban a Xavier. Comprendía sus razonamientos, pues eran limpios, sinceros, y porque sabía bien que venían de un joven esencialmente bueno. Él conocía a Favre mejor que nadie, había llegado a ser como un hermano. Aunque no compartían la misma visión del mundo, ni las diversiones que tanto atraían a Francés, hacían ejercicio juntos, paseaban por los campos, visitaban las iglesias de París cada domingo. Se ayudaban el uno al otro cuando cualquiera de los dos necesitaba dinero. Entre ellos había verdadera amistad y afecto sincero. Más que actuar al unísono, se compenetraban por ser completamente diferentes.

—Hazme caso, amigo Favre —le rogó—. Sepárate al menos durante un tiempo de Íñigo de Loyola. Así podrás pensar mejor en todo esto. No le escuches por ahora.

—He de separarme no por mi voluntad —respondió Favre—. Dios ha querido que Íñigo se encuentre en estos momentos lejos de París. Ni él mismo sabe lo que se ha liado aquí a cuenta suya.

—¿Pues dónde está?

—Va a pie descalzo, sin comer ni beber, haciendo penitencia como peregrino, hacia Ruán, donde piensa dar alcance a un amigo suyo que le ha engañado robándole dineros y que ahora ha caído enfermo.

—¡Ah, vaya! —exclamó Francés con ironía—. A tu hombre de Dios le preocupan sus dineros, como a todo mortal…

—No, Xavier, no es el dinero lo que va a buscar Íñigo, sino perdonar y salvar el alma del dilapidador de sus caudales. No va a por él con odio, sino con toda compasión. Íñigo es incapaz de odiar. Sólo busca a ese amigo para ayudarle.

—Pues eso le ha librado de una buena tanda de palos. ¿No habrá escapado a cuenta del lío que ha armado en la Universidad?

—Créeme —contestó Favre, llevándose la mano al pecho—, a estas horas Íñigo irá andando por los caminos, como te he dicho, descalzo y sin comer ni beber, ajeno a lo que ha pasado con esos tres. Irá aprisa, ansioso por solucionar el desatino de su amigo.

—Lo que yo te digo —comentó Francés meneando la cabeza—: Loco, loco de remate.