PARÍS, años 1528 a 1529
Desde principios de octubre de 1528, Francisco de Xavier y Pierre Favre cursaban el tercer año de Filosofía. Oyeron explicar los libros de Aristóteles sobre el movimiento, el nacimiento y la corrupción; también los que versaban sobre los cielos y la tierra; después venían los Parva naturalia, acerca de los cinco sentidos, la vigilia y el sueño, el recuerdo, la memoria guardada, la longitud y la brevedad de la vida. Cuando dominaban la Metaphysica y la Etica, había pasado un año y medio de explicaciones y disputaciones presididas por el maestro Peña en el colegio de Santa Bárbara. Estaban preparados para enfrentarse al examen de Bachillerato en las Grandes Écoles de la Nación Francesa, ante cinco exigentes examinadores.
Eran aplicados y aprobaron ambos. Pagaron los impuestos que mandaba la ley de la Universidad y continuaron los estudios con vistas al examen de Licenciatura que tendría lugar, siguiendo el ordinario curso de las cosas, un año después de superar el de Bachillerato.
La manutención, los libros, las tasas y otros gastos suponían un considerable desembolso de dinero a medida que avanzaba la carrera. Pierre Favre se las veía y se las deseaba para salir adelante padeciendo muchas penurias. Francés, que además no escatimaba a la hora de divertirse, tenía que enviar frecuentemente cartas a su familia solicitando dinero.
Después de aprobar el examen de Bachillerato, obsequió a sus compañeros con el banquete que exigía la costumbre estudiantil. Encargó buenos embutidos, vino de calidad y dulces. Se gastó hasta la última moneda. Su condición noble y el prestigio de sus apellidos exigían no quedar mal de cara a sus amistades. Como suele suceder en estas ocasiones, recibió todo tipo de parabienes, felicitaciones y palmadas en la espalda; pero, cuando la francachela concluyó, se dispersaron los amigos y él se quedó solo frente a la realidad de su pobreza y alguna que otra deuda.
—Estoy pelado —le confesó a Pierre—. Si mi familia no me envía pronto dinero, no sé qué haré.
—Pues entonces estamos iguales —le dijo Favre echándole el brazo amigablemente por encima de los hombros—. ¡Bienvenido al reino de los alegres faltos!
Pero Francés no era tan conformista como su amigo. No se resignaba a vivir sin la holgura en la que se había desenvuelto hasta entonces. Empezó a atravesar momentos difíciles. Antes de pasar la vergüenza de enfrentarse a tener que salir sin dinero, prefirió encerrarse a estudiar como un anacoreta. Durante algún tiempo, sólo existieron para él los libros y el ejercicio físico. Este género de vida, obligado que no querido, le sumió en un permanente mal humor.
En mayo volvió a escribir a su casa, ya que no recibía contestación a sus cartas anteriores. Un mes después le llegó una exigua remesa de dinero y las escuetas explicaciones que le daba su hermano Miguel de Jassu en una breve misiva:
«Nuestra señora madre está en cama. Hace tiempo que no se levanta, ni para asistir a misa en la capilla del castillo. La vida está difícil en nuestras heredades. La hacienda produce poco, los gastos son muchos. Mi boda con doña Isabel de Goñi supuso un gran esfuerzo. Ahora, nuestro señor hermano toma esposa, doña Juana de Arbizu. Sólo un milagro de Nuestro Señor podrá hacernos salir airosos de tantas obligaciones. Querido hermano, prívese vuestra merced de todo tipo de lujos y váyase pensando en regresar a esta tierra, que no podemos sostenerle ahí más tiempo. Dios le guarde en su mano. Nuestra señora madre, señores tíos y hermanos le encomiendan. Dada en Xavier a 16 de mayo del año del Señor de 1528».
Esta carta fría y dura le llenó de preocupaciones. Era como si le envolviera un oscuro nubarrón. Se vino abajo y durante algunos días fue incapaz de concentrarse. Por un lado, le entristecía profundamente el recuerdo de doña María, a la que se imaginaba sin fuerzas y sin deseo de vivir, rendida en el lecho. Por otra parte, comenzó a enervarle la idea de que sus hermanos eran los causantes de la ruina del señorío, por las empresas guerreras alocadas e irreflexivas de su juventud.
No podía escribir a su madre pidiendo el auxilio monetario que necesitaba para continuar los estudios, pues no deseaba causarle mayores tormentos en su estado. Recurrir de nuevo a los hermanos veía que sería inútil, pues andaban preocupados sólo por los asuntos de sus matrimonios, y se veía que ya tenían decidido hacerle regresar a Xavier. ¿A quién acudir entonces? Se acordó de su hermana mayor, Magdalena, la cual era abadesa de las clarisas de Gandía. Le escribió y le contó sus problemas: deseaba seguir estudiando, había aprobado el examen de Bachillerato y era una lástima abandonar ahora París, a menos de un año de la Licenciatura. Endulzó sus palabras, las revistió con anhelos vocacionales, de deseos de servir a la Iglesia. Sabía bien cómo llegar al corazón piadoso de una entregada monja para ablandarlo. Después de enviar la carta al convento, se quedó sumido en sus preocupaciones, aguardando a que su angustiada súplica surtiera efecto.
Junio de 1529
También Pierre Favre estuvo inquieto y preocupado durante aquella primavera de 1529. Trabó amistad con un estudiante que le acarreó complicaciones. Se trataba de un tal Íñigo, vascongado, que vino a París desde Barcelona a comienzos del año anterior y enseguida dio que hablar por su extraña personalidad, sugestiva para unos, detestable para otros. Se daba habilidad para atraerse a los estudiantes y les proponía meditaciones e intensas oraciones en las que les convencía de que abandonasen las ambiciones mundanas. Pierre, de natural piadoso, no tardó en verse inclinado hacia las ideas del tal Íñigo. Le conoció, entró en relación con él y modificó del todo sus costumbres. Ya antes frecuentaba poco las tabernas; después de encontrarse con el vascongado, se apartó firme y definitivamente de las diversiones licenciosas propias de los estudiantes.
Francés, que sólo conocía a Íñigo de vista, se irritaba al darse cuenta de que su amigo mudaba de ánimo y le parecía que se estaba dejando arrastrar a una suerte de adoctrinamiento extraño, una especie de alumbramiento peligroso.
—Apártate de ese loco, Favre —le advertía—, que te hará loco a ti y te perderás.
Pierre se le quedaba mirando con sus grandes y azules ojos muy abiertos, como asombrado, y contestaba:
—Nada de eso. Íñigo no es un loco; es más cuerdo que tú y que yo. Sabe bien lo que hace y lo que dice, amigo Francés. Tienes que conocerle. Cuando le escuches hablar, podrás juzgar por ti mismo y no por lo que se dice por ahí.
—¿Conocer yo a ese vascongado loco? ¡Vamos, Favre, no me hagas reír!
Francés se contaba entre los que detestaban a Íñigo desde el primer momento que tuvieron conocimiento de sus hechos en París, merced a todo lo que se decía de él: que estaba loco, que tenía absurdas y disparatadas ideas, pero que gozaba de gran poder de convicción, siendo capaz de seducir a los incautos que se acercaban a él para arrastrarles a sus locuras.
—Todo lo que se dice por ahí de él es falso —aseguraba Pierre—. ¡Pura calumnia! Íñigo es hombre de oración, un hombre de Dios.
—¡Favre, Favre, entra en razón, por el amor de Dios! ¿No ves que es loco de atar? Si no hay más que verle para reparar en lo poco cuerdo que es…
Francés había visto pasar con frecuencia a Íñigo por delante de Santa Bárbara, confundido entre los muchos estudiantes vestidos con traje talar que iban hacia el vecino colegio de Monteagudo. Sin saber aún quién era, ya se había fijado en él, pues su imagen destacaba. Íñigo cojeaba de la pierna derecha, era enjuto, calvo y de apreciable mayor edad que el resto de los universitarios; presentaba ya las facciones ajadas de un cuarentón y la barba negra veteada por hilos de plata, además del aire propio de una persona madura y experimentada. Si no fuera por el atuendo, fácilmente se pensaría que era un profesor, un clérigo bien situado o un funcionario de la Universidad. Pero envuelto en el traje de estudiante parisino, resultaba algo grotesco.
El primer día que Pierre tuvo la ocasión de hablar con Íñigo, le contó a su compañero Francés la experiencia. Estaba entusiasmado por haber conocido a una persona singular que le había transmitido calma y confianza en sí mismo. Feliz por este encuentro, Favre decía haber comprendido muchas cosas que antes le resultaban inciertas y desconcertantes.
—Pero… ¿de qué habéis tratado? —le preguntó Francés con curiosidad.
—De muchas cosas. Fíjate que estuvimos caminando por la pradera durante más de dos horas.
—¿Por la pradera? ¡Pero si ese individuo es cojo!
—¡Uf, es muy andarín! —exclamó Pierre—. Fíjate que se vino desde Barcelona a París caminando solo.
—Lo que yo digo, loco de remate.