PARÍS, 12 de abril de 1527
Había pasado ya el calor del mediodía, y las torres de París resaltaban, doradas, contra el cielo azul. El Sena brillaba abajo, y la pradera del pré aux Clercs se extendía con un suave manto verde. Era uno de esos frescos días de la primavera en que Francés sentía que podría correr eternamente. Descalzo, notaba el mullido contacto de la húmeda hierba en la planta de los pies y percibía cómo se tensaban sus tendones en el continuado esfuerzo de su ágil cuerpo. La respiración, agitada por el ejercicio, pero pausada y constante, iba impregnando de armonía su interior. El sudor se liberaba por los poros abiertos de la piel y sentía un calor vivificante, como una energía que le hacía dejar atrás la hastiosa rutina de los estudios de la Lógica, los silogismos, los predicamentos, los axiomas… La naturaleza viva, el fluir del río tan próximo, el vuelo de los pájaros, el cielo limpio, le insertaban en la realidad tangible, terrenal, pero a la vez en un misterioso estado de placidez espiritual. Se hallaba feliz, libre como la brisa, dejándose llevar por la potencia de sus piernas, en una carrera larga y de ritmo permanente, que le reconciliaba con su ser interior. Hasta que alguien le sacó de ese mágico estado.
—¡Francés! ¡Francés de Jassu!
Era Pierre Favre, que venía caminando por el serpenteante camino de la abadía de Saint-Germain.
—No puedo pararme —le comentó Francés—. He de completar un par de vueltas más al prado. ¡Vamos, ponte a correr conmigo!
Favre se desprendió de la toga, se descalzó y, dejando el jubón sobre la hierba, empezó a correr, tratando de dar alcance a su amigo. Aunque no estaba tan entrenado como Francés, se había ido acostumbrando a acompañarle frecuentemente al prado.
—No pensaba correr hoy —dijo poniéndose a su altura.
—Te sentará bien un poco de ejercicio —observó Francés.
Avanzaban por medio del umbrío bosque que crecía al otro lado de la pradera, por una vereda que más adelante giraba a la izquierda y regresaba junto a los muros de la abadía. Bandadas de pájaros chillones alzaban el vuelo a su paso. Había flores de todos los colores y un verdor exultante.
—¡Qué precioso día! —exclamó Pierre.
—¡Vive Dios! —añadió Francés—. Hoy correría sin parar hasta la noche. Lo necesitaba. Esa dichosa Lógica me va a volver loco.
—¿Sabes por qué he venido a buscarte? —le preguntó Favre.
—¿Por qué? Me dices que no pensabas correr hoy…
—Mañana es mi cumpleaños.
—¡Ah, claro, trece de abril!
—¿Recuerdas lo que te prometí? —dijo Pierre jadeando por el esfuerzo.
—No.
—¡Cómo ibas a recordarlo, si estabas medio borracho!
—Ah, sí lo recuerdo. Fue en aquella taberna, la noche de San Remigio. Prometiste que pagarías allí una cena el día de tu cumpleaños.
—Tengo el dinero —aseguró Favre muy sonriente—. Mañana iremos allí. Hice unos trabajos, unas copias y unas cuantas cartas que me pagaron bien. Podemos ir a esa taberna, amigo mío.
—¡Fantástico! —exclamó Francés deteniéndose.
Ambos estuvieron caminando, mientras recuperaban el resuello, hacia el lugar donde habían ocultado las ropas y el calzado. Después se acercaron a la orilla del río para refrescarse y sacarse de encima el sudor que llevaban pegado al cuerpo.
—Ya han pasado más de seis meses de curso —comentó Francés, mientras introducía los pies en el agua fría del Sena.
—Sí, y no nos ha ido mal —añadió Pierre—. Hemos trabajado duro y hay que celebrarlo.
—¡Mañana voy a beberme todo el vino de París! —exclamó Francés alzando las manos al cielo.
Ante esta ocurrencia de su amigo, Favre rió con ganas. Le llenaba de asombro la vitalidad arrolladora de Francés, su fortaleza física y ese espíritu soñador siempre en movimiento. Pero al mismo tiempo no podía evitar cierto temor ante su ser intrépido y le desconcertaba lo poco piadoso que era.
—Pero…, antes de ir a divertirnos —repuso Pierre—, rezaremos en Notre-Dame…
—Sí, sí, rezaremos —asintió con desgana Francés—. Hay tiempo para todo: primero lo divino y luego lo profano.
13 de abril de 1527
No habían vuelto a aquella taberna desde el día de San Remigio. Esta vez les pareció incluso mejor que entonces. Todo estaba limpio y en orden. Los caballeros, nobles y gentilhombres distinguidos, ocupaban las mesas próximas al mostrador. Al fondo, la leña ardía bajo la chimenea. El joven tabernero servía exquisito vino en preciosas botellas de vidrio labrado y distribuía suculentos pedazos de cerdo asado en bandejas de fina porcelana. Todo allí resultaba agradable, familiarmente acogedor.
Francés y Pierre se sentaron en el mismo lugar que aquel día lluvioso de octubre. Esta vez nadie les puso ninguna pega, porque no iban vestidos de estudiantes, sino con ropas de paisano; calzones acuchillados, jubón de tafetán y capa.
—Aún no me veo con estas prendas —observó Favre, que vestía el traje de gentilhombre que le había prestado su compañero.
—Despreocúpate ya de eso y procura disfrutar del momento —le dijo Francés—. ¡Basta de remordimientos! Me prometiste que hoy se harían las cosas a mi manera.
—No sé… —balbuceó Pierre—. Lo de las mujeres…
—¡Favre, somos jóvenes! Hemos de conocer lo que hay en el mundo. Hoy hay que buscar mujeres. ¡No se hable más del asunto!
Comieron y bebieron. Pronto estaban henchidos de felicidad en el seno amable de la taberna. Hablaban de sus cosas, de los problemas cotidianos; recordaban sucesos jocosos del colegio y reían muy a gusto.
—¡Eh, mira quién está allá, junto al mostrador! —exclamó de repente Pierre.
—¿Dónde?
—Allí, allí, ¿no lo ves?
—¡Es el maestro Maximilieu da Silva! —exclamó Francés.
Se quedaron atónitos. Al final del mostrador, junto a una ventana, se veía a varios jóvenes sentados en torno a una mesa, bebiendo y conversando animadamente. Uno de ellos, el que parecía ser de mayor edad, era el regente Da Silva, un conocido maestro que enseñaba Latín y Filosofía. Era un hombre joven, que tendría un agradable semblante si no fuera por las repugnantes pústulas que marcaban su frente, los venéreos signos del temido mal que padecía por causa de los vicios: la sífilis, conocida en París como maladie espagnole y más allá de los Pirineos como «mal francés», aunque también lo llamaban «mal napolitano». Difícilmente se curaba esta enfermedad que delataba a los que la padecían con los visibles apostemas en la piel, que los médicos trataban con mercuriales. En algunos hospitales, después de la cura, se propinaba al enfermo una tunda de palos para castigar la carne pecadora.
Francés y Favre conocían bien al célebre magíster Da Silva, porque era muy popular entre los estudiantes. Su vida licenciosa, su afición a la bebida y a las juergas, en vez de desprestigiarle le habían creado un interesante halo de misterio, de hombre de mundo entendido en placeres. Era un buen profesor; pero, terminada su jornada lectiva, se despreocupaba de toda obligación u ordenanza y se lanzaba a las calles del barrio Latino para frecuentar las casas de juego, las tabernas de peor fama y los prostíbulos que abundaban en el arrabal.
—¿Has visto? —observó Favre—. Va vestido de seglar, como nosotros.
Se fijaron en sus ropas. Parecía un noble caballero que no se distinguía de los gentilhombres que solían estar en aquella taberna. Llevaba buenas calzas de seda, zapatos claveteados, hebillas de bronce pulido y espada al cinto. Tenía la barba y los bigotes atusados, en punta, al estilo de los franceses de postín. Se movía con arrogancia, hablaba y manoteaba presuntuosamente y su mirada tenía un algo extraño, avieso y a la vez atrayente. Quizás por eso andaba siempre rodeado de estudiantes poco aplicados, a los que arrastraba a sus depravadas costumbres.
—Dicen que sabe más de putas que de Latín —comentó Francés.
—De ahí le viene el mal asqueroso que padece —dijo Favre.
En esto, repentinamente miró Da Silva hacia ellos, como si desde tan lejos adivinara su conversación, pues no podía oírles. Tal vez les había visto con anterioridad y ahora volvía a reparar en ellos.
—¡Nos ha visto! —exclamó Francés al tiempo que ambos miraban hacia otro lado, haciéndose los desentendidos.
—No, no creo. De esta guisa no nos reconocería.
—Y, si nos reconoce, qué. ¿No va él como un cortesano?
—No mires, no mires… —susurró entre dientes Pierre.
Sin volverse, escucharon unos pasos acercarse. Temían que fuese el enigmático maestro. Pero era el tabernero.
—Señores —les dijo—, aquel caballero de allí, el señor Da Silva, les invita a compartir su mesa.
Se sobresaltaron. Hablaron entre ellos en latín para que el muchacho no comprendiese lo que decían:
—¿Qué hacemos? —preguntó Pierre.
—¿Qué, sino ir? Vamos, no le temo a Da Silva. Beberemos con él. ¿Qué mal puede causarnos?
Se acercaron tímidamente a la mesa que compartía el profesor con otros estudiantes barbistas, conocidos suyos.
—¡Ah, señor Da Silva, qué sorpresa! —exclamó Francés con soltura, fingiendo un encuentro inesperado.
—Vaya, vaya —dijo el maestro—, de manera que conocéis este sacrosanto templo, muchachos. ¿Quién lo iba a pensar?
Dos deportistas como vosotros, dados al vino y vestidos de hombres de mundo, hic et nunc.
—Han sido unos largos meses de duro estudio —explicó Francés—. Hace mucho tiempo que no salíamos del colegio y necesitábamos relajarnos un poco…
—No te excuses —le dijo el maestro—, no necesitas hacerlo. Porque… ya sabéis: Excusatio nonpetita, accusatio manifesta…
Los jóvenes que acompañaban a Da Silva celebraron con jocosas carcajadas la ocurrencia.
—¡Vamos, muchachos, sentaos con nosotros! —les invitó el maestro—. Bebamos juntos el maravilloso vino de esta taberna.
Llenaron los vasos y bebieron. Da Silva observaba a los dos jóvenes recién incorporados al grupo con inquietante mirada, como si quisiera adivinar sus pensamientos.
—Y ahora, decidme —les preguntó—, ¿cómo conocisteis este prodigioso lugar? No dejan venir aquí a los estudiantes.
—Estábamos cansados de las sucias tabernas como el Poisson —respondió Francés—, donde sólo hay mugre y vino agriado. Aunque esto es mucho más caro, de vez en cuando merece la pena.
—¡Ah, zorros! —exclamó el maestro—. Auream quisquís mediocritatem diligit, tutes caret obsoleti sordibus tecti, caret invidenda sobrius aula (Cualquiera que ama la mediocridad dorada, en la que está seguro y no tiene las suciedades de una casa vulgar y es moderado en sus aficiones, carece también de un palacio que despierta la envidia) —sentenció—, dice Horacio en su oda segunda.
Se expresaba Da Silva con tal conocimiento y elocuencia, que se quedaban boquiabiertos. Era el maestro uno de esos hombres que se pasaban la vida estudiando la manera de impresionar a los demás; un verdadero especialista en darse importancia. Contaba todo tipo de divertidas anécdotas, resultaba entretenido, interesante y perspicaz. Mientras hablaba, aguzaba sus hipnóticos ojos verdosos y enarcaba una ceja con tal arte, que parecía estar narrando los secretos últimos de la existencia. Embobados, los jóvenes estudiantes no perdían ripio de sus palabras, reían, se emocionaban; vibraban ante el embrujo con que manejaba las sentencias filosóficas latinas en la conversación más trivial.
Así fue avanzando la noche, impregnada de vino, en amena charla, hasta que todos estuvieron bastante achispados. Entonces, Da Silva se sirvió del estado de euforia de sus atentos oyentes para hablarles de la fugacidad de la vida, arengándoles a que sacaran el máximo partido a su juventud. Con profunda voz y ojos perdidos en el vacío, les decía, parafraseando a Horacio:
—Mientras estamos hablando, he aquí que el tiempo, envidioso, se nos escapa. No podemos modificar el pasado, pues ya no existe; no sabemos si podremos disfrutar del mañana. Ni siquiera podemos saber el número de nuestros días; quizás mañana sea el último. Mas el presente, el hoy, sí existe; estamos aquí y ahora, apreciando este maravilloso vino, endulzando nuestras almas con el sabor de la juventud… Pero todo es tan fugaz…
Como si actuara en la escena de un teatro, el inteligente maestro parecía tener preparado el papel y obraba con una magnificencia y un arte espectaculares. Con meditado histrionismo, se puso en pie e hizo una señal al muchacho que solía estar esperando con el rabel a que solicitasen su música. Da Silva le lanzó una moneda y el músico inició una melodía triste.
Encandilados por las palabras que acababa de decir el maestro, los estudiantes permanecieron en silencio escuchando la música. Da Silva volvió entonces a la carga con un nuevo discurso de su poeta favorito:
O mihi post nullos, Iuli, memorande sodales, si quid longa fides canaque iura ualent, bis iampaene tibi cónsul tricensimus instat, et numerat paucos uix tua uita dies. Non bene distuleris uideas quae posse negari, et solum hoc ducas, quod fuit, esse tuum.
Exspectant curaeque catenatique labores, gaudia non remanent, sedfugitiua uolant.
Haec utraque manu conplexuque adsere toto: saepe fluunt imo sic quoque lapsa sinu.
Non est, crede mihi, sapientis dicere «Viuam» sera nimis uita est crastina: uiue hodie.
(Oh, Julio, al que más recuerdo de todos los compañeros. Si algo valen mi larga fidelidad para contigo y los antiguos juramentos, estás a punto de conocer al sexagésimo cónsul, y los días que te quedan por contar son apenas unos pocos.
No aplaces bien las cosas que veas que se te pueden negar, y piensa que sólo esto, lo que fue, es tuyo.
Te están esperando las preocupaciones y los trabajos uno detrás de otro, las alegrías no se quedan, sino que desaparecen volando.
Aprópiate de éstas con ambas manos y con un abrazo total: así en muchas ocasiones también salen resbalándose desde el profundo interior.
Créeme: no es propio de un sabio decir «Viviré». La vida del mañana es demasiado tarde: vive hoy).
Estas palabras impresionaron a Francés. Venían repentinamente a su memoria las imágenes del pasado: los sufrimientos de su madre, las peripecias de la familia, las humillaciones padecidas por los nobles apellidos de sus antepasados. Le asaltaban irremediables deseos de recuperar todo aquel tiempo perdido. Era una sensación agridulce. La música despertaba en su interior la melancolía y un extraño anhelo, una sensación inexplicable que le llamaba a disfrutar de la vida a partir de ese momento. En medio de estos sentimientos tan vivos, le asaltó de repente el recuerdo de un bello momento: el día que besó a aquella bailarina en la danza de la Muerte. El rostro de la muchacha estaba muy fuertemente grabado en su memoria.
La voz del maestro le sacó de su meditar:
—¡Bien, muchachos, es hora de hacer algo bueno por nuestras pobres personas! ¡Tengamos caridad con nosotros mismos! ¡No nos pongamos tristes! Ahora seguidme, que os conduciré a un lugar donde resarcirnos de esta penosa vida.
Pagaron lo que se debía y salieron todos a la calleja oscura por donde se adentraron en el barrio Latino que cruzaron alegres, mezclándose con la rebujiña alborotada de los sábados. Se dejaban guiar por Da Silva, que iba muy decidido delante, ejerciendo de maestro en artes mundanas. Sólo Favre preguntaba de vez en cuando:
—¿Adonde vamos?
—Sígueme y lo verás.
—Llegaremos muy tarde; no se puede pasar la noche fuera del colegio.
—Se paga a Polifemo y en paz —contestó Da Silva.
Polifemo era el corrupto portero del Santa Bárbara, que se dejaba comprar por un par de monedas y permitía la entrada de los colegiales a la hora que fuera.
—¿Y si Polifemo está dormido? —repuso Pierre, preocupado, como siempre.
—Saltaremos las tapias —propuso Francés.
—¡Ja, ja, ja…! —rieron los demás, felices por transgredir las normas, amparándose en la anuencia y complicidad de su maestro.
Llegaron al arrabal de Saint-Jacques, un lugar peligroso de noche, oscuro y sucio. No lejos de la puerta de la muralla, había un gran caserón, una especie de antiguo palacio rodeado de jardines descuidados, frente a cuya puerta principal se alineaban las carretas y los caballos amarrados en las grandes argollas de hierro que pendían de la fachada. Se veían lámparas encendidas en las ventanas y faroles de aceite de brillante luz.
Entraron por un portalón que les condujo a una estancia iluminada, abarrotada de gentío que bebía y cantaba a voz en cuello.
—¡Oh —exclamó Da Silva—, vinum et música laetijicant cor! (¡Oh, el vino y la música alegran el corazón!).
Al verlos llegar, fue hacia ellos un hombre alto y grueso de espesa barba rubicunda, exclamando:
—¡Da Silva, amigo mío!
—¡Loup! —dijo Da Silva—. ¡Qué concurrida tienes hoy la casa!
—Mañana es fiesta y la gente no perdona la oportunidad de divertirse. ¡Es primavera!
—Claro —añadió el maestro—, mañana es Domingo de Ramos.
—Pero… Da Silva, amigo mío, ¿eres acaso el único de París que no lo sabe? Mañana es Domingo de Ramos, en efecto, pero es mayor fiesta aún porque a primera hora del día harán solemne entrada en París su majestad el rey de Francia con los nuevos esposos: doña Margarita de Angulema, su hermana, y el rey de Navarra, don Enrique de Albret.
Al escuchar aquello, Francés se sobresaltó. Sabía que el rey de Navarra había celebrado su matrimonio con la duquesa de Alençon en Saint-Germain-en-Laye, no lejos de París, el día 30 de enero de ese año, pero nadie conocía el paradero del real matrimonio, puesto que don Enrique de Albret había compartido prisión en España con el rey de Francia, después de ser ambos capturados en la batalla de Pavía, pero el destronado monarca navarro había escapado en aventurada fuga, yendo a esconderse.
—¡Mi señor el rey viene a París! —exclamó Francés muy exaltado—. ¡Hoy pagaré yo! Vamos, amigos, pidamos vino; esto debo celebrarlo.
—Pero… ¿quiénes son estos tiernos mocitos? —preguntó el tal Loup, que era el dueño del establecimiento.
—Son pollos recién salidos del cascarón —respondió Da Silva—. Han bebido suficiente vino como para ver la vida del color de la primavera y quieren ahora probar la miel de las mujeres. Amigo Loup, ¡llévanos adonde ellas tienen el dulce panal!
—Ya lo sabes, viejo zorro —afirmó Loup—; mi colmena está en el segundo piso, allí en las alturas.
—¡Vamos a ese sancta sanctorum! —dijo el maestro—. Y, a partir de ahora, facta, no verba.
Subieron por unas escaleras de madera que crujían a cada paso. En el segundo piso del caserón, en una gran sala decorada con pinturas de jardines en las paredes, se encontraron con una curiosa visión: había mujeres de todas las edades, más de medio centenar, sentadas en divanes unas, charlando amigablemente con algunos hombres, otras. La luz tenue, los rojos cortinajes que pendían delante de los ventanales y el aroma mezclado de los perfumes, creaban un ambiente especial, casi mágico.
—Nota bene, oh paradisum! —sentenció Da Silva, con la ávida expresión de un lobo hambriento ante un rebaño de ovejas.
Una enorme mujerona rebozada en sedas corrió a recibirles:
—¡Da Silva, cielo, tú por aquí! ¡Pasad, amigos!
—¡Ah, mi abeja reina! —exclamó el maestro, abalanzándose hacia ella para abrazarla.
Enseguida les rodearon las mujeres, simpáticas, zalameras. Les echaban a los jóvenes estudiantes el brazo por encima, les hacían caricias y les hablaban con dulzura.
Da Silva se aferró a la mujerona como si temiera que se escapara y fue a perderse con ella por detrás de una cortina, hacia las interioridades de aquel peculiar serrallo.
A Francés le tomó de la mano una muchacha morena de largos cabellos, delgada y sonriente. Hipnotizado por su belleza, el joven la siguió hacia donde ella le conducía. Se detuvieron en mitad de un pasillo, delante de una alacena, y ella cogió una botella de la que sirvió un par de copas. Bebieron un vino dulce y espeso.
—Eres muy bonita —dijo Francés con soltura, aunque estaba arrobado, casi temblando.
—Primero pagar y después amar —contestó la muchacha, sonriente.
El joven sacó una moneda de plata y se la entregó. Ella se la guardó sin decir nada. Volvió a tomarle de la mano y lo introdujo en una alcoba pequeña. Él se dio cuenta de que la bella prostituta caminaba con una mal disimulada cojera que ocultaba bajo unas largas sayas de tela verde. Llevaba el talle ceñido por una blusa anudada en la cintura y aromáticas florecillas prendidas en los largos cabellos negros. Era delicada y silenciosa, muy diferente a como él se imaginaba que serían este tipo de mujeres. Su compañía resultaba muy agradable.
—Voy a hacer esto con gran placer —observó ella sin dejar de sonreír—. Eres un joven muy apuesto. Seremos felices juntos.
Él la observaba, asombrado.
—Ven aquí, siéntate a mi lado —le rogó la joven, mientras se quitaba la falda y se dejaba caer en un mullido diván.
Francés se fijó en los pechos generosos y firmes que se adivinaban bajo la blusa, entreabierta. Le acarició el pelo tímidamente y se sentó junto a ella.
—¡He aquí! —exclamó la muchacha sacándose la saya y dejándola caer a sus pies.
Francés posó su mirada en las piernas. Estupefacto, se dio cuenta, a pesar de la penumbra, de que una de las extremidades era de madera. Muy bien hecha, desde el muslo al que estaba sujeta con una correa, hacia abajo, la rígida prótesis se extendía pintada de color rosa, con su tallado pie, en todo imitando a la otra.
—¡Ah! —exclamó él, dando un respingo.
—Eh —dijo la muchacha—, no te asustes. La pierna no es necesaria para esto. A algunos hombres incluso les gusta…
—No me lo esperaba —observó Francés, retirándose.
—Anda, ven —le llamó ella.
Él comenzó a sentir una sensación muy distinta a la que le llevó hacia aquella alcoba; una compasión y una tristeza enormes. Una sucesión de rápidos pensamientos recorrió su mente: sin su pierna, aquella pobre muchacha no servía para trabajar en el campo, ni en cualquier otra tarea. Supuso que esa deficiencia la trajo al burdel, merced a su gran belleza, a pesar del defecto.
Ella se puso en pie. La pierna de madera se soltó y cayó sonoramente al suelo. La muchacha tuvo que volver a sentarse y se puso a reír graciosamente, para quitarle importancia al incidente.
Francés la miraba muerto de pena. Se apresuró a sacar un puñado de monedas y se lo dio. Ella, sin dejar de sonreír, cogió el dinero y le dijo:
—No hay gente como tú por ahí. Dios te guardará. Llevo aquí apenas una semana…
Francés le acarició el cabello y salió a toda prisa.
—¡Eh, no te vayas! —gritaba ella desde la alcoba—. ¡Ven! ¡Vuelve!
Pero él apresuró sus pasos. Descendió a la planta baja y salió al exterior. Al aspirar el fresco aire de la madrugada, repleto de aromas primaverales, sintió como si estallasen en su interior un cúmulo de sentimientos confrontados: tristeza, angustia, rabia, amor… Vio la luna brillante, llena, en lo alto del firmamento, entre las altas ramas del jardín. Estaba eufórico por el vino, pero un nudo le atenazaba la garganta. Ante la inmensidad de la noche, se desmadejó y lloró amargamente.
Después huyó de allí. Corría sin parar por los senderos. Atravesó el arrabal y el barrio Latino, pasó ante las fachadas de las soberbias iglesias que parecían de plata a la luz de la luna y siguió por el adarve de la muralla, sin rumbo fijo. Se dejaba llevar por una especie de locura, una energía incontenible que no sabía de dónde provenía. Brotaban en su interior los pensamientos más extraños y empezó a sentir el raro deseo de escapar de sí mismo; dejarse atrás, abandonar el lastre de su cuerpo y correr sólo en espíritu, como una ráfaga de viento impetuoso.
Amanecía cuando llegó a la orilla del Sena. La luz brotaba en el horizonte como una roja llamarada. Notre-Dame resplandecía en la íle de la Cité. La catedral parecía un gran navío junto al río, con multitud de banderas de colores izadas sobre las torres. Francés se detuvo junto a la cabecera del puente y contempló admirado el espectáculo de las barcazas que navegaban siguiendo la corriente, abarrotadas de gente bulliciosa. Por todas partes acudían torrentes de personas, tropeles apresurados en medio de un gran escándalo de voces. En el tiempo que tardó en amanecer, una multitud se congregó en las proximidades de la catedral, a un lado y a otro del Sena.
De repente, apareció a lo lejos una nutrida fila de hombres a caballo llevando alabardas y estandartes.
—¡Los reyes! ¡Los reyes! —gritaba el gentío.
Francés vio llegar el impresionante cortejo real que venía a Notre-Dame para celebrar el Domingo de Ramos. Una ensordecedora fanfarria de gaitas y tambores precedía a la corte, que vestía sus mejores galas. Desde el puente, divisaba perfectamente a los monarcas que cruzaban a caballo la lié, con sus coronas doradas y sus largos mantos de armiño, y cómo eran recibidos frente a las puertas del templo por el arzobispo y por centenares de sacerdotes que portaban palmas y ramas verdes.
—¡Viva el rey de Francia! —vitoreaba la multitud enloquecida.
—¡Viva el rey de Navarra! —gritó Francés entusiasmado—. ¡Viva el único rey don Enrique de Albret!
No pudo entrar en la catedral, pues las puertas se cerraron cuando todo el cortejo hubo ocupado sus lugares. La gente se sentó en las proximidades, sobre la hierba, para esperar a la salida de los regios personajes. Pero Francés decidió regresar al colegio, pues empezaba a sentirse muy fatigado.
Cuando llegó a Santa Bárbara, encontró en el cuarto a Pierre, estudiando. Ambos se miraron. Favre tenía el rostro del color de la cera y unas moradas ojeras. Desde un abismo de tristeza, dijo:
—No he venido a París para esto. Detesto esa asquerosa vida de pecado. Por favor, Xavier, no vuelvas a pedirme que te acompañe a esas lides. Siento que no he nacido para eso.
Francés se derrumbó sobre el camastro y suspiró. Estaba tan agotado que no podía pensar. Alargó la mano y cogió el cántaro que estaba a su lado, en el suelo. Después de beber abundante agua, se quedó profundamente dormido.