PARÍS, 4 de marzo de 1527
Avanzaba el curso para los estudiantes parisinos durante aquel invierno lluvioso. A finales de febrero nevó abundantemente y toda la hermosa ciudad permaneció cubierta por un manto blanco hasta los primeros días de marzo. Francés de Xavier y Pierre Favre se aplicaban diariamente a las áridas lecciones de Lógica pura a través de las Summulae de Petrus Hispanus, cuyos seis primeros capítulos reproducían el contenido del Organum de Aristóteles. Los dos jóvenes, además de las largas horas de clase, debían luego aprender y repetir con el maestro Peña en el cuarto las difíciles materias: axiomas, predicamentos, universales, silogismos y sofismas. Un verdadero quebradero de cabeza diario que les dejaba agotados a última hora de la jornada.
El jueves 4 de marzo amaneció luminoso, con un brillante sol sobre los tejados de París. Como siempre, después de la misa en la capilla del colegio, los estudiantes fueron a desayunar su panecillo y el tazón de vino aguado antes de reiniciar las clases en las que debían seguir las fatigosas preguntas, disputas y repeticiones de aquellas enseñanzas ásperas. Pero ese día los jóvenes barbistas se encontraron con la sorpresa de que la jornada lectiva quedaba interrumpida por orden del rector del colegio, que a su vez obedecía al mandato del Parlamento. Un acontecimiento de singular trascendencia iba a tener lugar y, por considerarse ejemplar y aleccionador, se recomendaba que los universitarios estuvieran presentes: la Justicia iba a quemar vivo a un luterano en el mercado de los Cerdos, delante del portón de Saint-Honoré, donde solían ejecutarse tan macabras sentencias.
Eran tiempos de herejes y la Universidad de París no se había visto libre de las ideas de Lutero, el cual había atacado duramente a su Facultad de Teología llamándola «enferma leprosa que infectaba sus errores virulentos a toda la Cristiandad» y «pública ramera que arrastraba a todos al infierno». También Melanchthon compuso una apología de su maestro titulada Contra el loco decreto de los teologastros de París, en la cual se comparaba al papa con el Anticristo y a los doctores de la Sorbona con los idólatras sacerdotes de Baal. Aunque el Parlamento parisino había condenado ese libro y prohibido su impresión y difusión, se vendió en el barrio Latino y muchos maestros y estudiantes se hicieron con él.
Pronto empezaron las sospechas, los registros por sorpresa, las delaciones y las cacerías de herejes. Ya habían sido quemados vivos algunos luteranos en el mercado de los Cerdos con anterioridad: en 1523, un eremita por haber negado el nacimiento virginal de Cristo; en febrero de ese mismo año, el cabecilla de una banda de ladrones por blasfemar contra Dios y la Virgen María; en enero de 1526, el célebre magíster Hubert, como luterano y blasfemo contra Dios, Santa Genoveva y otros santos del cielo, y en agosto a un estudiante, Pauvant, por delitos semejantes.
Ahora la condena recaía nada menos que en el protonotario de la Universidad Lucas Daillon, a pesar de ser beneficiario de numerosas prebendas, tener trato con la corte del rey de Francia y haber sido en Roma minutante de Clemente VII. Era un escándalo sin precedentes. Por eso, el Parlamento había decretado que la ejemplar hoguera se encendiese en presencia de todo el estudiantado parisino, como advertencia y público escarmiento para otros posibles herejes ocultos.
Una muchedumbre enfervorizada acudió desde muy temprano para coger un buen lugar desde donde poder contemplar el portón de Saint-Honoré, en el popular mercado de los Cerdos. Además de la multitud de estudiantes, todo París estaba allí; campesinos, mercaderes, soldados, clérigos y niños desde las más tiernas edades. Nadie quería perderse el espectáculo de ver arder vivo a un hereje; máxime cuando no se trataba de un desgraciado, sino de alguien importante que había servido al mismísimo papa.
Francés pagó una moneda de plata a un comerciante que alquilaba su carreta bien situada. Desde lo alto, él y Favre tenían una visión completa del mercado y del patíbulo, aunque algo alejada. La muchedumbre se encaramaba donde podía, en las ventanas, en los tejadillos de las casas y en cualquier saliente de las fachadas. Se formaban discusiones y peleas. El ambiente general era de gorja, como si se tratara de una fiesta. Incluso había por todas partes mercachifles que ofrecían sus productos: agua almizclada, golosinas, vino dulce… Los pregones se mezclaban con los piadosos gritos en defensa de la fe. La gente hacía comentarios jocosos. Era una ocasión más para divertirse.
—Tardará en freírse —observaba el comerciante dueño de la carreta—. Los haces de leña están mojados y hay ramas verdes. Es posible que el humo que se formará nos impida ver cómo se quema el cuerpo. Esa hoguera está muy mal compuesta.
Se escuchó el lejano redoble de los tambores.
—¡Ya vienen! ¡Ya están aquí! —exclamaba el gentío.
Apareció la justicia por un callejón, los guardias y la larga fila de inquisidores. También los miembros del Parlamento que ocuparon las sillas que tenían dispuestas en un estrado. Por último, fue traído el reo a lomos de un asno, vestido con hábito de penitente y con las barbas y los cabellos rapados.
—¡A la hoguera! ¡Hereje! ¡Quemadlo! —rugía la chusma.
Los jueces leyeron los cargos y la sentencia. La condena a la hoguera ya no tenía marcha atrás. Un fraile le acercó a Lucas Daillon la cruz y éste la besó. Estaba como atolondrado, mirando en derredor con ojos perdidos. Pero cuando los oficiales le agarraron por todas partes para conducirlo al patíbulo, pareció despertar y empezó a convulsionarse violentamente, profiriendo alaridos.
—¡A la hoguera! ¡A la hoguera! —clamaba la cruel concurrencia.
Fue amarrado Daillon al poste y rodeado de haces de ramas y maderas. El verdugo aproximó una antorcha y, tal y como predijo el carretero, se formó una gran humareda que ascendía desde los pies del reo.
—¡No se ve nada! —protestaron los curiosos espectadores—. ¡Vaya chasco!
Tardó en prender el fuego con fuerza y la macabra escena se prolongó durante un largo rato. Finalmente, se vio retorcerse sobre sí mismo el cuerpo del infortunado reo, que pronto perdió el sentido y se fue abrasando entre feroces llamas. La gente entonces aplaudió satisfecha.
—Vámonos de aquí —dijo Francés—. ¡Qué lamentable visión!