Capítulo 16

PARÍS, 1 de octubre de 1526

Las campanas de todos los conventos e iglesias del barrio Latino repicaban a fiesta muy de mañana. Había amanecido un día gris, después de una larga noche de lluvia. Las piedras de los viejos edificios exhalaban aromas de humedad y los aleros de los tejados dejaban escurrir aún las aguas llovedizas que caían en las calles embarradas. Una multitud de estudiantes envueltos en sus oscuras togas sorteaban los charcos para encaminarse hacia la amplia rué de Saint-Jacques, por donde había de discurrir la gran procesión de acción de gracias con motivo del inicio del curso. Era el día de San Remigio y toda la magnificencia de la Universidad recorrería París.

—¡Eh, Francés, Francés de Xavier! —se escuchó gritar a un joven en la rué des Chiens, delante de la fachada del colegio de Santa Bárbara—. ¡Espérame, iremos juntos!

Francés se volvió y vio venir corriendo hacia él a Pierre Favre, su nuevo compañero de cuarto.

—¡Vamos, Favre, date prisa o no llegaremos a la salida! —le apremió.

Pierre era un joven delgado, muy rubio, de angelical aspecto y dulce mirada de niño, aunque tenía ya cumplidos los veinte años, la misma edad que Francés. Ambos estudiantes habían superado juntos el temido examen de Latín e iniciaron al día siguiente el primer curso de Filosofía. La tarde antes, después de conocerse la nota, el bedel del colegio les había asignado su nueva situación, en el piso superior de la torre de Santa Bárbara, una pequeña estancia muy bien situada, cuya ventana daba a la rué des Chiens, frente al colegio de Monteagudo. Por ser una pieza soleada y alejada de las zonas más bulliciosas del colegio, a este sector se lo conocía como «el Paraíso». Los otros aposentos gozaban de menor tranquilidad; el piso medio era «el Purgatorio» y el más bajo «el Infierno», por el alboroto que reinaba a causa del constante discurrir de los colegiales por los pasillos y por la proximidad de las cocinas. Francés y Pierre Favre debían compartir su cámara del Paraíso con el maestro Peña, castellano de Sigüenza que había obtenido el grado de magíster en Filosofía y que tendría encomendada la dirección de los estudios en esa materia de sus dos jóvenes camaradas.

Francés avanzaba con grandes y decididas zancadas por las embarradas callejas. Su discípulo le seguía a unos pasos.

—¡Eh, Xavier, espérame, yo no soy campeón de carreras! —se quejaba Favre.

Francés se volvió de nuevo y le vio aproximarse muy sonriente, respirando hondamente para recuperar el resuello. Desde el primer momento, le resultaba muy simpático Pierre. Apenas habían cruzado unas cuantas palabras la noche antes, porque la presencia del maestro Peña, algo mayor que ellos y revestido además con la autoridad de su título, les impidió desenvolverse con naturalidad. Pero ambos percibieron que se caían bien.

Al torcer una esquina, se toparon de frente con un charco que se extendía delante de ellos a todo lo ancho de la calle. En medio del agua, sobresalían un par de piedras puestas allí por alguien para permitir el paso al otro lado sin mojarse el calzado. Con decisión, Francés saltó y colocó el pie sobre la primera de las piedras. Después estiró la otra pierna e intentó hacer lo mismo en un ágil movimiento, pero resbaló y cayó sentado en el charco.

—¡Ah, ja, ja, ja…! —estalló Pierre en una sonora carcajada que resonó en toda la calle.

Francés se levantó como un resorte y saltó hasta el terreno seco, donde comprobó que tenía su uniforme de estudiante empapado y manchado de barro.

—¡Vaya, qué desastre! —exclamó.

Su compañero, con mayor habilidad, pasó de una piedra a otra y sorteó el charco sin mayor problema.

—¿Ves? —contestó burlón—. No es cosa de fuerza, sino de cuidado. Por ir con tanta prisa, mira cómo te ves ahora, Francés de Xavier. Tendrás que ir a cambiarte y llegarás a la procesión cuando lleve hecha la mitad del camino.

—Nada de eso —repuso Francés, mientras retorcía su toga para escurrir el agua—. No puedo acudir al día de San Remigio vestido de gentilhombre, ya que no tengo otras ropas de estudiante que éstas. Habré de recibir el premio de esta guisa.

Cuando llegaron a la rué de Saint-Jacques, se veía ya venir a lo lejos la cruz alzada, de brillante oro, que portaba un bachiller en Artes, guiado por un bedel de la facultad de Filosofía. Una larguísima fila de estudiantes de todas las disciplinas, situados de dos en dos, avanzaba detrás.

—Vamos, pongámonos en la fila.

Francés y Pierre se situaron junto al resto de los universitarios, que formaban una verdadera multitud; más de tres mil.

Detrás de ellos venían los frailes: franciscanos de hábito marrón, agustinos de negro, dominicos blanquinegros, pardos carmelitas… Los novicios portaban las cruces de las diversas órdenes y los sacerdotes las reliquias más preciadas. Les seguían los maestros con sus trajes talares negros y sus birretes de cuatro puntas.

Precedidos de elegantes bedeles vestidos de librea, que exhibían los cetros, avanzaban los diversos regentes de las facultades y los cuatro procuradores de las cuatro naciones de la Universidad. A continuación, los doctores, con sus trajes talares y amplias capas, ribeteadas de armiño. Y, por último, venía el Rector, máxima dignidad, vestido de morado, con capote de armiño y birrete con borlón de oro sobre la cabeza. A su lado iba el decano de Teología y detrás todos los dignatarios y empleados de la Universidad: procuradores, secretarios, cuestores y abogados, formando una comitiva muy vistosa por las vestimentas y gorros de diversos colores.

Todo este gentío penetró en la catedral de Notre-Dame para asistir a la misa y al sermón pronunciado por el arzobispo de París en presencia del rey de Francia, que ya había sido liberado de su prisión en España por el emperador, después de haberse firmado el tratado de Madrid que ponía paz entre las dos naciones.

Finalizado el oficio religioso, los concurrentes regresaban a sus colegios, donde participarían alegremente en el banquete que se conocía como «las minervalias»: una buena comida amenizada con canto y música en la que se hacía entrega de los premios y distinciones cosechados antes del inicio del curso por los estudiantes. En esta tradicional celebración, Francés de Xavier recibiría las cintas blancas prendidas en la toga, como premio a sus victorias en la carrera y saltos durante los juegos de San Remigio.

Cuando el sol comenzaba a ocultarse, la barahúnda de estudiantes era dueña del barrio Latino. Un estridente bullicio reinaba en las tabernas, saturadas de borracheras y broncas. Antes del anochecer, llovió de nuevo abundantemente. El agua se desprendía a chorros desde los canalones y crepitaba sobre las piedras.

Dentro de la taberna del Poisson, Francés de Xavier sostenía entre las manos una gran jarra de vino. Un nutrido grupo de barbistas achispados le aclamaban, aduladores, y entonaban en su honor una canción francesa que al navarro le resultaba estúpida.

Je suis d’Alemagne, je parle alleman,

je viegne de Bretagne, bretón, bretonnan.

J’ay perdu mon pere, ma mere,

mes soeurs et mes freres et tous mes parents.

Je suis d’Alemagne, je parle alleman,

je viegne de Bretagne, bretón, bretonnan…

Un joven gordito, ebrio y con sonrisa bobalicona, danzaba encima de una mesa con torpes movimientos.

J’ay perdu mon père, ma mère,

mes soeurs et mes frères

et tous mes parents…

Francés fue a pedir más vino. El tabernero refunfuñó y preguntó enojado quién iba a pagar todo lo que se debía.

—¡Sirve el vino! —le espetó Francés dejando unas monedas sobre el mostrador.

Con aplausos y fuertes taconazos en el suelo, los estudiantes barbistas celebraron la invitación de su compañero. Se aplicaron al vino y prosiguieron la canción:

Je viegne de Bretagne,

breton, bretonnan…

Francés no volvió a sentarse en medio de ellos. Apuró la jarra que tenía en la mano, la dejó en el mostrador y se dirigió hacia la salida del local. Recogió la toga que estaba colgada de un clavo al lado de la puerta. La prenda oscura estaba sucia, impregnada de barro, grasa y vino. Se la echó por encima de los hombros y salió al exterior. Afuera llovía intensamente.

—¡Eh, Francés, Francés de Xavier! —escuchó gritar a sus compañeros, pero no se volvió—. ¡Francés! ¿Adonde vas?…

Él hizo caso omiso de esas llamadas y se encaminó aprisa por la calle oscura donde cada casa era una taberna. La gente iba de un lado a otro, con los capotes sobre las cabezas. Se cruzaba con jóvenes alegres que aprovechaban las últimas horas de la fiesta de San Remigio.

—¡Francés, espérame! —escuchó, percibiendo que le seguían unos apresurados pasos.

Se volvió y descubrió la silueta conocida de Pierre Favre recortándose en la penumbra.

—¡Favre! —exclamó—. ¿Qué haces aquí?

—¿Adonde vas? —le preguntó a su vez el joven compañero—. Te vi salir del Poisson solo. ¿Por qué te marchaste?

—Me cansaban esos estúpidos con su necia cantinela. ¡No los soporto! Esas coplas francas me aburren, no me dicen nada.

—¡Ja, ja, ja…! —rió Favre.

—No me hace ninguna gracia. Hoy es mi día. Gané estas cintas en los juegos y no pienso terminar la fiesta de San Remigio escuchando a cuatro borrachos cantar: «Bretón, bretón, bretonnan…». Mira, yo soy navarro; en mi tierra las coplas son de otra manera. Cuando la gente se emborracha, aguza la voz y le salen del alma las más bellas canciones. ¿Comprendes?

—Sí —asintió Favre—. Mas esto no es tu tierra. Ésos se divierten a su manera…

—¡Pues muy bien! Pero yo no voy a aguantarlo precisamente hoy.

—¿Adonde irás solo?

—¡Qué se yo! Por ahí, a otra parte. Ya encontraré algún lugar donde beber buen vino y escuchar música mejor que esa. Esto es París, ¿no he de hallar lo que busco?

—Has bebido demasiado, amigo —le dijo Favre poniéndole cariñosamente la mano en el hombro—. Y estás empapado. Hay mala gente por ahí. Vamos, regresemos al Poisson y terminemos la noche de buena manera.

—¡Ca! —replicó Francés, zafándose de su compañero. ¡He dicho que no quiero estar ahí! —y, dándose media vuelta, prosiguió su camino.

Pierre se quedó de una pieza, viéndole alejarse. Temió que le sucediera algo malo y le siguió. Francés reparó en la presencia de su compañero detrás de él y, sin volverse, dijo:

—Ah, ¿vienes conmigo?

—Vamos al Poisson —insistió Favre—; es tarde y pronto deberemos regresar a Santa Bárbara. Mañana es el primer día de clase.

—Por eso quiero divertirme —repuso Francés.

—Bien, haz lo que quieras, yo regreso.

En ese momento, Francés reparó en que le agradaba la compañía tranquila y noble de su camarada. Se detuvo y se dio la vuelta. Le propuso a su camarada:

—Anda, ven conmigo. Ya que hemos de vivir en el mismo cuarto, será bueno conocernos bien. Bebamos juntos.

—No tengo dinero.

—Yo invito.

—No puedo permitirlo. Has pagado todas las rondas del Poisson. No me gusta aprovecharme. Te acompañaré, pero yo no voy a beber más.

—¡Vamos, amigo Favre —exclamó Francés afable—, divirtámonos! Descubramos juntos los misterios del barrio Latino.

Alegremente, se encaminaron por una vieja calleja donde se oía música. Pasaron por delante de media docena de tabernas y llegaron al fondo de un corralón, donde se veía una estancia bien iluminada, con algunos caballeros distinguidos que charlaban amigablemente. Era un lugar limpio y ordenado, con buenas mesas y finos vasos de vidrio azul para el vino.

—Aquí estaremos bien —observó Francés—. Esto es un sitio como Dios manda, y no el asqueroso Poisson ese.

Al verles entrar, un tabernero ataviado con un pulcro delantal de tela les salió al paso.

—Lo siento, amigos —dijo—, mi amo no quiere estudiantes en su establecimiento.

—¡Qué! —replicó Francés—. ¡Soy un señor! Dile a tu amo que salga.

—El vino es caro aquí —advirtió el tabernero.

Francés sacó su bolsa, introdujo la mano y le mostró al empleado un puñado de monedas de plata.

—Señores, pasen —otorgó ahora el tabernero, muy sonriente—; tengo al fondo una mesa donde estarán a gusto.

Accedieron al interior. En un rincón ardía un grueso tronco dentro de la chimenea y el ambiente estaba caldeado. Se sentaron en la mesa que les indicó el empleado. No había demasiados clientes y reinaba una gran tranquilidad en comparación con la bulliciosa taberna de donde provenían. Sin preguntarles qué deseaban, un muchacho les sirvió enseguida un pedazo de carne asada. También dejó en la mesa una botella de cristal labrado y dos delicados vasos muy limpios.

—Si desean los señores algo —dijo doblándose en una reverencia—, no duden en solicitarlo.

Los dos jóvenes, que estaban hambrientos, compartieron la comida con avidez y bebieron el delicioso vino.

—¡Ah! —suspiró Francés—. ¡Esto es vida, amigo Favre!

—Sí. Nos esperan días de muy duros estudios en el nuevo curso de Filosofía.

—¡Bah! No me hables ahora de eso. Mañana será otro día. Hoy disfrutemos de esto. ¡Brindemos!

Brindaron y Favre tomó sólo un pequeño sorbo. Francés le recriminó:

—¿Ése es el aprecio que haces a mi invitación? ¡Vamos, bebe!

—Hemos bebido demasiado… Nos emborracharemos…

—¿Y qué? ¿Hay algo malo en ello?

—Esa gente de ahí —dijo Pierre, señalando discretamente a los caballeros que charlaban animadamente a unos metros de ellos—, al vernos con estas ropas, pueden pensar que somos unos estudiantes sinvergüenzas que gastamos alegremente el dinero que nuestros padres nos dieron para dedicarlo a los libros.

Francés se le quedó mirando con extrañeza y después esbozó una sonrisa burlona.

—¿Sabes, Favre? —dijo—. Eres demasiado melindroso. ¿De verdad te preocupan esos caballeros? ¿No ves que están a lo suyo? ¡Vamos, bebe!

Pierre apuró el vaso hasta el final. Sus sinceros ojos azules se fueron poniendo brillantes y sus mejillas enrojecieron.

—Así está mejor —afirmó Francés—. Debemos conocernos. En mi tierra hay un sabio refrán que dice: «Más descubren tres cuartillos de vino que diez años de amigo».

—No lo comprendo —observó Pierre con sinceridad.

A Francés le hacía gracia la nobleza y la ingenuidad de su compañero.

—Ay, Favre, Pierre Favre —le dijo—, in vino veritas, ¿comprendes? ¿No bebías vino en tu tierra?

—Poco. ¿Y tú en Navarra?

—Tampoco mucho, amigo. No todo el que hubiera deseado beber. Por eso ahora me aprovecho… ¡Ja, ja, ja…! ¡Brindemos! —llenó de nuevo los vasos.

—No, no, Xavier —negó Favre—, temo perder el sentido. Noto algo raro en la cabeza.

—Ah, buena cosa eso, compañero. El vino obra en tu cuerpo. Vamos, bebe algo más.

—Mañana es el primer día de clase…

—¡No me recuerdes eso, te he dicho! ¿No vas a aceptar mi invitación? ¡Hoy cumplo años!

—¡Ah, entonces la cosa cambia! —exclamó Pierre—. ¡Brindemos!

Bebieron y brindaron varias veces. La bebida hizo su efecto y se les despertó el deseo de hablar. Cada uno contó su historia personal; sus orígenes, las cosas de su tierra, los problemas de su familia… Francés se sinceró y le narró a su compañero las peripecias del señorío de Xavier: la muerte del padre, los disgustos de doña María de Azpilcueta, las guerras de los hermanos y el porqué de su venida a estudiar a la universidad de París. Recordando estas cosas, se entristeció. Se le quebró la voz y se le escapó alguna lágrima, que enseguida se enjugó para no mostrarse débil ante su nuevo amigo.

—Es duro todo eso —comentó Pierre—. Mas no te apures, Dios ha de ayudar a la gente de tu casa. ¡Brindemos! —propuso alegremente—. Hoy cumples años y no debes estar triste.

Pidieron un par de botellas más durante el tiempo que duró la conversación. Las horas se estiraban en el agradable ambiente de aquel selecto lugar. También Favre contó su historia, que era muy diferente a la de Francés de Xavier. Era él un joven piadoso de modestos orígenes, del ducado de Saboya, allá en los Alpes suizos, donde se había criado en las montañas. De pequeño fue pastor y llevaba el rebaño a los prados. Cuando cumplió los diez años, un clérigo de su aldea descubrió que era más sensible a las enseñanzas de la Iglesia que el resto de los niños de su edad. Le propuso ir a estudiar a Thónes, la ciudad más próxima, a la escuela que regentaba un sabio sacerdote. Allí aprendió a leer y escribir y lo más elemental del latín. Entonces le entró un vehemente deseo de proseguir los estudios. Convenció a sus padres y fue a La Roche, donde inició la Teología. Con la ayuda de su familia, que hizo un gran esfuerzo para conseguir algo de dinero, pudo venir a París. Estaba plenamente decidido a ser clérigo.

—¿Por qué quieres ser sacerdote? —le preguntó Francés.

—Es difícil de explicar —respondió Favre—. ¿Por qué quieres serlo tú? ¿Podrías explicarlo?

—Yo no he dicho que quiera ser sacerdote.

—Entonces…, ¿qué haces aquí?

—Quiero estudiar. Eso lo tengo completamente claro. Mi señor padre era doctor. Él hizo su carrera en la Universidad de Bolonia y eso le propició ser un hombre importante que hizo mucho bien por el reino de Navarra. Ya ves, él no era clérigo y sin embargo tenía estudios. No hay que ser clérigo para obtener un título.

—Pero tú me dijiste que tu madre quería para ti el estado eclesiástico…

—Sí, eso es lo que ella quiere y no voy a contradecirla de momento. Pero no descarto nada en este mundo. Si deseo firmemente estudiar es para regresar un día a mi patria y poner muy alto el nombre de los de Xavier. Nuestra casa ha padecido mucho y me siento obligado a devolverle la honra que se merece el apellido de mi señor padre. Si eso ha de ser como clérigo, Dios lo dirá. Pero quisiera tener hijos, como los tuvo mi señor padre, y enseñarles a servir a la causa de Navarra.

—Son intenciones nobles —sentenció Favre—. Mi caso no es ése. Yo he venido porque quiero servir a Dios.

—¡Ah, amigo mío, qué diferentes somos! —exclamó Francés—. Veo que nos llevaremos bien. ¡Brindemos una vez más!

—Es tarde.

—Un último vaso. Aquí se está muy bien.

Hacía tiempo que se escuchaba cantar a alguien desde el fondo de algún recoveco de la taberna, acompañándose con un instrumento musical de dulce melodía.

—Eso sí es bello —observó Francés.

Estuvieron atentos durante un momento a la letra de la canción:

O rosa bella, o dolce anima mia,

non mi lassar moriré in cortesía.

Ay lasso me do lente devo finiré

per ben servire et lealmente amare?

A Pierre Favre se le cerraban los ojos. Se veía que no estaba acostumbrado a aquel género de vida. Francés se conmovió ante la bondad del joven suizo, ante sus piadosas razones y sus convicciones religiosas firmes.

—¿Sabes una cosa, Favre? —le dijo—. Te he mentido. Hoy no es mi cumpleaños.

—¿Eh? Pero…

—Perdóname, amigo. Sólo quería que nos conociéramos mejor. Y no me arrepiento de haberte mantenido aquí con esa trampa. Ahora sé que he tenido suerte al tenerte de compañero. Albergas en tu interior un alma noble y eres transparente.

—Entonces —preguntó Pierre—, ¿cuándo cumples los años?

—El siete de abril. Tengo aún diecinueve años. ¿Y tú?

—¡Oh, casualidad! —exclamó Favre, muy sonriente—. Yo también nací en abril del mismo año, el día trece. Soy por tanto sólo seis días más joven que tú.

—¡Eso hay que celebrarlo! Pediré más vino.

—No, Xavier, te lo ruego. Si quieres, lo celebramos en abril, aquí mismo. Yo juntaré el dinero necesario y me corresponderá pagar. Hoy es tarde. Recuerda que mañana…

—Sí, ya lo sé. Es el dichoso primer día de clase.

—Entonces, ¿nos marchamos ya?

Francés se puso en pie y fue al mostrador para pagar al tabernero lo que se debía. Luego salieron ambos jóvenes a la calle. Había dejado de llover y una gran luna llena brillaba en el firmamento.

—Es muy tarde —comentó Pierre—. Pero lo he pasado muy bien. Tenías razón, amigo Xavier. De vez en cuando hay que beber y hablar. Me siento feliz.

—Me alegro. En abril regresaremos, como bien has propuesto. Este lugar es caro, pero merece la pena de vez en cuando obrar como un señor. ¿O no?

—Tú entiendes más de esas cosas…

Con esta conversación, se adentraron en el laberinto de callejuelas, en dirección a Santa Bárbara. Aún resonaba el murmullo de los estudiantes en las calles, aunque era más de medianoche. El tenue sonido de una campana llamó a la oración del paso del día. Una lechuza emitía una especie de pausados suspiros desde su hueco entre las piedras de una pared cercana y parecía llamar al silencio.