Capítulo 15

PARÍS, 26 de septiembre de 1526

A primera hora de la mañana brillaba un sol espléndido sobre París. A pesar de haberse iniciado el otoño con intensas lluvias, a finales de septiembre el cielo estaba intensamente azul y la atmósfera era transparente. Un nutrido grupo de jóvenes estudiantes del colegio de Santa Bárbara pasaban alegres bajo el arco de una de las puertas de la muralla, la que llamaban de Saint-Germain. Cruzaron el arrabal y encaminaron sus pasos en dirección a un enorme y noble edificio rodeado de muros, fosos y torres albarranas: la gran abadía de Saint-Germain-desPrés. Rodearon el robusto complejo monacal que formaba de por sí una pequeña ciudad y, por una vereda que discurría por en medio de un pequeño bosque, hacia el este, no tardaron en llegar a la extensa pradera que se alargaba siguiendo el curso del Sena; la que llamaban el pré aux Clercs.

—Hace un buen día —comentó uno de los jóvenes—. La hierba ha crecido y el suelo no está encharcado.

—Sí —dijo otro de ellos—. Serán unos magníficos juegos.

—¡Hemos de ganar! —exclamó un tercero—. ¡Santa Bárbara ganará!

A esa hora de la mañana, la gran pradera, muy verde, estaba llena de estudiantes que se reunían allí para los tradicionales juegos de San Remigio, la competición deportiva que, durante tres días, tendría muy ocupados a todos los estudiantes, antes del comienzo del curso.

Era creencia generalizada en París que el pré aux Clercs pertenecía a la Universidad por donación de Carlomagno, para recreo de los estudiantes. En este precioso lugar, junto a la orilla del río, se ejercitaban todos los martes y jueves los jóvenes en carreras, saltos, esgrima, lanzamiento de jabalina, lanzamiento de pesos y juegos de pelota. Les servía el ejercicio para liberarse del trajín diario y para desfogue de las energías de la mocedad, por lo que era obligada la asistencia al deporte dos veces por semana en todos los colegios.

Pero nunca estaba la pradera más concurrida que en los días previos a la fiesta de San Remigio. Había allí jóvenes representando a los múltiples colegios, alumnos, profesores, bedeles y personal empleado en las diversas tareas de la Universidad. Aunque también destacaba la presencia de muchos desocupados: mercachifles que vendían comida y bebida, individuos en busca de clientes para los burdeles y jugadores que apostaban ruidosamente en las pruebas a favor de este o aquel participante. La visión de tal gentío en la inmensa extensión, despejada de árboles y edificios, resultaba impresionante, con el Sena al fondo, en cuya otra orilla se divisaba la colina de Montmartre, los jardines y tapias del suburbio, los molinos de viento y las torres del Louvre asomando desde detrás de las murallas de la ciudad.

—Allá están los nuestros —señaló uno de los jóvenes.

Los barbistas se agrupaban en torno a la bandera de su colegio, que estaba clavada en el suelo junto al carretón que transportaba el agua y la comida. Los juegos de San Remigio, además de una competición, eran un animado día campestre que se prolongaría hasta la última hora de la tarde.

Al ver llegar al grupo de compañeros entre los que se encontraba Francés de Xavier, los jóvenes colegiales empezaron a aplaudir y vitorear.

—¡Ya llegan los campeones! ¡Viva Santa Bárbara! ¡Viva!

El maestro Thomé de Noix, que se encargaba del entrenamiento y de organizar los turnos y equipos, se puso muy contento al ver a sus atletas. Corrió hacia ellos y les dijo con ansiedad:

—¡Vamos, muchachos, hay que ponerse el cuerpo a tono! Llevamos ya un buen retraso en el calentamiento.

Los jóvenes deportistas se despojaron de sus trajes talares y se vistieron el amplio calzón y la camisa que se usaban para participar con mayor holgura en las diversas pruebas.

—Tú, el navarro —le dijo Thomé de Noix a Francés—, no me defraudes.

Francés esbozó una sonrisa burlona y alzó la cabeza con aire de suficiencia.

—No te apures.

—No te confíes —replicó el maestro—. Mira quién está ahí, donde los capettos.

Miró Francés en la dirección que señalaba Noix y distinguió enseguida la presencia de Charles Zonon, el joven delgado, seco, de piel curtida, que representaba a Monteagudo en las carreras de saltos. Era sin duda el rival más temido por todos los atletas. Pero Francés se mostraba confiado.

—¿No temes a Zonon? —le preguntó Théophil Bactho, un muchacho barbista, dos años menor que Francés, que le admiraba tanto que no se apartaba de él ni un momento.

—No, no le temo —respondió con rotundidad Francés—. Aquí sólo es de temer Ganse, Bertin Ganse; aquel pelirrojo de allí, el que está con los del Boncourt.

Al escucharle decir aquello, los colegiales barbistas miraron en dirección al Sena, en cuya orilla, bajo unos álamos, se agrupaban los pupilos del colegio Boncourt, cuya bandera roja y dorada destacaba al fondo.

—¿Bertin Ganse? ¿Del Boncourt? —observó extrañado Noix, que había escuchado el comentario de Francés—. Es harto pesado. Mira sus piernas demasiado musculosas.

—Por eso le temo —repuso Francés—. Es pura potencia. Zonon es ágil, delgado y firme. Pero los del Monteagudo no están bien alimentados. ¿No veis esas pieles cetrinas, las orejas y las miradas lánguidas propias de gente que hambrea?

Todos se fijaron atentamente en lo que él decía. Comprendían sus razones porque el Monteagudo era un colegio que tenía fama en todo París de matar de hambre a sus estudiantes. Incluso Erasmo de Rotterdam, que fue colegial de esa institución, había ironizado duramente sobre ello en sus escritos.

—Es cierto —afirmó el joven Théophil—. Sus atletas están famélicos.

—En efecto —prosiguió Francés—. En cambio, fijaos ahora en los del Boncourt: son robustos y saludables. Es gente que come carne y buen pan diariamente. A ellos es a quienes debemos temer, no a los capettos, por mal que nos caigan éstos.

Miraron ahora todos hacia donde estaban los alumnos del Boncourt, junto a los álamos, haciendo pequeñas carreras, dando saltos y estirándose para calentar los músculos antes de la prueba. Eran muchachos robustos, bien vestidos con ropas nuevas, que tenían en el semblante otro brillo y alegría, muy diferente al sombrío aspecto de los del Monteagudo.

—¡Ah, Francés de Xavier —exclamó el maestro Noix, dándole a su atleta favorito una cariñosa palmada en la espalda—, no sólo eres el mejor, además eres el más zorro! ¡Ganarás, muchacho; hoy te llevarás la palma!

Sonaron las trompetas llamando a la competición. Un gran murmullo de emoción se extendió por todo el prado. Los maestros colocaron en fila a sus muchachos y comenzaron a desfilar hacia la zona donde estaban señalados los diversos campos para los ejercicios, con vallas, troncos y sogas.

Dieron comienzo los juegos con algunos ejercicios de equitación, la esgrima antigua, la moderna, el tiro con arcos y ballestas y otras artes militares que divertían mucho al público. Los torneos estaban terminantemente prohibidos, pero se permitía la exhibición de las habilidades propias de la guerra, como la demostración de disparos de arcabuces, culebrinas, cañones y tormentarias. En aquellos tiempos, no se comprendía una buena formación universitaria sin ciertos conocimientos sobre el funcionamiento de los ejércitos.

Llegó el momento del juego de pelota en la modalidad de la pala y se iniciaron los reñidos combates de este deporte con gran animación. Como solía suceder, los espectadores se lanzaban al campo de juego y tuvo lugar una feroz riña que originó la suspensión de la prueba con gran disgusto de todo el mundo. Los ánimos no podían estar más caldeados.

—¡Carreras pedestres! —anunció el pregonero en nombre de las autoridades que gobernaban el acontecimiento.

Los barbistas alzaron a hombros a Francés de Xavier y lo llevaron en volandas al lugar donde se celebraba la carrera, que era un camino arenoso, próximo al río.

Los contendientes se miraban de soslayo. Ahora, desde cerca, el pelirrojo del colegio Boncourt parecía mucho más fuerte. Era un mocetón de piel rosada y cuerpo firme, mucho más alto que Francés y que Charles Zonon, el favorito de todo el mundo. Los demás no tenían nada que hacer frente a estos tres rivales; así que la victoria se reñiría entre ellos.

La recia voz del pregonero dio la salida. Estalló el griterío de los espectadores mientras los atletas emprendían su carrera. Como todo el mundo suponía, no tardaron en quedarse atrás muchos de los contendientes. Pronto iban a la cabeza Francés, Zonon, el pelirrojo y un pequeño muchacho que ponía todo su empeño en pasarles. Este último, que era alumno de los Agustinos, rápido como una liebre, saltó hacia delante y se puso el primero, de manera que los otros tres, mucho mayores que él, parecían los galgos que le perseguían. «Este pequeñajo está forzando la carrera», pensó Francés.

—¡Zonon! ¡Zonon! ¡Zonon!… —se oía gritar a los del Monteagudo.

—¡Xavier! ¡Xavier! ¡Xavier!… —rugían por su parte los barbistas.

El pelirrojo Ganse, tal y como temía Francés, sacó una fortaleza repentina de su poderoso cuerpo y se puso en cabeza superando al pequeño agustino. Éste se desinfló entonces y se hizo a un lado. Entonces Zonon rebasó al del Boncourt. Francés iba el tercero y tuvo que soportar el desilusionado grito de sus compañeros de colegio. «¡Dios, tengo que hacerlo! —se decía—; esos dos no pueden vencerme. No, los dos no».

En esto, percibió claramente delante de él cómo el pelirrojo perdía fuerza y enseguida le pasó. Ahora debía confiar en sus piernas y en su respiración. Quedaba una vuelta y sabía que Zonon, a pesar de su tesón, terminaría aflojando. En efecto, se puso a la altura del capetto y observó en una rápida mirada que estaba agotado; se había adelantado demasiado pronto, tal vez temiendo como él al pelirrojo del Boncourt.

Los del Santa Bárbara rugían. Al pasar junto a ellos, Francés escuchó al maestro Noix:

—¡Vamos, muchacho, la carrera es tuya!

La muchedumbre estaba apiñada en la meta y aguardaba el desenlace enfervorizada. Ambos corredores avanzaron parejos durante un momento más, pero, en un último y definitivo impulso, Francés sacó toda su fuerza y alcanzó el poste veinte pasos antes que su rival.

El gentío se abalanzó sobre él. Sintió el golpeteo de las manos de sus camaradas y la asfixiante presencia de tanta gente alrededor, precisamente cuando más aire necesitaba. Menos mal que le alzaron pronto en hombros y pudo respirar hondamente por encima de las cabezas. Desde esa altura, viendo a los profesores y compañeros pendientes de él, aclamándole como a un héroe, se sintió verdaderamente importante. Nunca antes había percibido algo igual. Era un sentimiento embriagador que le arrebataba por encima de aquella realidad bulliciosa; como si su mente se fuera a otra parte. Al verse poderoso, dueño de la situación y capaz de lograr lo que buscaba por sus propios medios, le embargó una misteriosa explosión de felicidad.