PARÍS, 1 de octubre de 1525
Con la fiesta de San Remigio, el primero de octubre, comenzaba la azarosa vida de los estudiantes en París. Aquel año de 1525 se suspendieron las principales celebraciones del inicio del curso: la gran procesión que desplegaba toda la magnificencia de la Universidad y el banquete de bienvenida de los alumnos de los diversos colegios. En el reino de Francia se guardaba general duelo desde la infortunada batalla de Pavía, y el Parlamento tenía prohibidos todos los jolgorios y manifestaciones festivas. Sólo se hizo la misa de Acción de Gracias y petición, con sermón especial bajo la presidencia de un engolado duque parisino y la asistencia de algunos, pocos, invitados de honor. Por esta austeridad, los colegiales veteranos de Santa Bárbara estaban molestos y no perdían ocasión para manifestar el disgusto que les causaba la supresión de la suculenta comida que solía prepararse ese día con abundancia de vino gratis para todo el mundo. En lugar de ello, se sirvió un frugal almuerzo a base de legumbres, pan y agua, en señal de aflicción y como adhesión al malhadado rey Francisco I que estaba cautivo del emperador en Madrid.
—Lo han hecho para ahorrarse el gasto —murmuraban entre dientes algunos resabiados estudiantes.
Otros daban rienda suelta a su rabia pataleando bajo las mesas o arrojando al suelo el desabrido condumio. Casi todo el nutrido alumnado del colegio de Santa Bárbara deseaba impaciente que concluyera pronto aquella insulsa celebración del comienzo de curso para ir a buscarse la fiesta por ahí, libremente, entre las ofertas de diversión que ofrecía el popular barrio Latino.
Adivinando el malestar de sus pupilos y temiendo que la cosa estallara en un tumulto que le dejara en evidencia ante sus ilustres invitados, el principal del colegio, don Diogo de Gouvea, se puso en pie e inició el discurso que servía de bienvenida, arenga y presentación a los estudiantes y profesores que al día siguiente habrían de dar comienzo a sus tareas:
«Teman a Dios los jóvenes que aprenden la sabiduría; enseñen a temerle los maestros, porque de El procede todo bien, y porque el principio de la sabiduría es el temor del Señor. Anímese constantemente la juventud a guardar las buenas costumbres. Sean los maestros buenos y piadosos para ejemplo suyo y edificación de las almas tiernas. No haya ningún balandrón o vagabundo. Apártense todos de la embriaguez y de la incontinencia, y pónganse ante los ojos los castigos temporales y eternos de los vicios, de suerte que puedan decir con el salmista: He alcanzado sobre todo la sabiduría que me enseñaban, porque busqué tus testimonios».
Concluido tan piadoso discurso, se entonó el solemne himno en honor de santa Bárbara. Y no bien se había impartido la bendición final, cuando el estudiantado ruidoso y vociferante abandonaba en estampida el refectorio, con estrépito de carreras, para ir a apurar las horas de libertad que les quedaban en absoluto olvido de las recomendaciones del superior.
Esa misma tarde, Francés y su criado Miguel se unieron a una banda de compañeros, exultantes de ansiosa mocedad, Y fueron a disfrutar de los goces de la ciudad en el laberinto de callejuelas por donde una desasosegada masa de gente iba en tropeles a solazarse en las tabernas, las casas de juego y los prostíbulos. No todos eran jóvenes; se veían mezclados a los profesores y a los alumnos. También había infinidad de soldados, aventureros, buhoneros y buscavidas.
Como Francés era nuevo en estos menesteres, observaba desde su asombro el variopinto panorama: los portones abiertos de par en par mostrando el abigarrado tumulto de sus interiores, el ir y venir de los taberneros escanciando el vino, los músicos que buscaban hacer oír sus instrumentos y se desgañotaban con sus alegres y picaras coplas, las mujerzuelas que exhibían sus carnes veladamente bajo los estudiados ropajes; las borracheras, las peleas, las bulliciosas francachelas de los mercaderes en los mesones y el correr de los guardias, entre la rebujiña callejera, para ir a solucionar los múltiples conflictos que se generaban en aquel desordenado alboroto del barrio Latino.
Octubre de 1525
El mismo día 2 de octubre, en plena resaca de la fiesta de San Remigio, daban comienzo las clases para los estudiantes parisinos. Francés se vio inmerso repentinamente en una fatigosa rutina cotidiana.
Invariablemente, la campana del colegio sonaba a las cuatro de la mañana dando la orden de levantarse. Había un encargado dispuesto a recorrer una por una todas las camaretas para despertar a voces y a empellones a los que se quedaban dormidos. Por su desagradable oficio, este miembro de la casa era conocido como el «despertador». Pero aquella primera madrugada en Santa Bárbara, Francés no necesitó que nadie le sacara del sueño. No había pegado ojo, por la extrañeza del alojamiento, por las imágenes que pasaban por su mente a causa de la novedad de tantas experiencias y por el recuerdo dolorido de su tierra y de su madre, que sabía que no volvería a ver en un larguísimo tiempo.
Recién salidos de la cama, todos los estudiantes se ponían en fila e iban a la oración de la mañana. Después de lo cual cada uno se distribuía por los lugares que les correspondían para recibir la primera clase del día.
Francés se dirigió hacia el aula de Latín, donde se encontró un nutrido grupo de compañeros de diversas edades, entre quienes los más jóvenes apenas tenían nueve años cumplidos. A causa de esta variedad heterogénea, las lecciones debían impartirse a diversos niveles. Pero, en todo caso, según los decretos de los Estatutos Universitarios reformados por el cardenal D’Estouteville, nadie podía pasar al curso de Filosofía sin antes superar el riguroso examen de admisión que exigía el conocimiento necesario de la lengua latina. Aunque cualquiera de los alumnos podía presentarse a dicho examen durante el año escolar y, si lo aprobaba, pasar a la clase superior.
Para demostrar sus conocimientos de la materia, Francés inició por mandato del maestro la lectura del Doctrínale de Alexandre de Villedieu, que era una gramática en verso. Después debía continuar con el Donato, que le resultaba familiar por sus estudios en la Abadía, y seguir con la prosodia, el acento, la puntuación y la retórica, para poder adentrarse en la prosa de Cicerón y la poesía de Virgilio.
Estando inmerso en pleno frío de la noche en estas lecciones, a la luz de las candelas de aceite, sonaba de nuevo la campana doméstica que llamaba para la misa de seis, que era de obligada asistencia. Acudían todos con el libro de horas para los rezos. A los nuevos se les abría la boca en la penumbra del templo y el resonar de los cánticos litúrgicos.
Detrás del oficio venía el desayuno: un panecillo y un vaso de vino aguado. Tan escueta colación se devoraba en un santiamén y todo el mundo regresaba a las siguientes clases. Venían ahora las preguntas, respuestas y repeticiones, seguidas de una hora de disputa.
A las once, otra vez se escuchaba el ruido estridente de la campana que llamaba a la comida en el refectorio. Se impartía la bendición sobre las mesas y los estudiantes se aplicaban a un sencillo menú: carne, pescado en salazón o ahumado, verduras y una pieza de fruta. Mientras, un estudiante leía en voz alta la Sagrada Escritura o las vidas de los santos. Como había apetito, los jóvenes concluían el almuerzo mucho antes de la hora que debía durar por precepto la comida. Después de la Acción de Gracias, tenían tiempo libre, aunque dedicado a leer algún poeta latino o a repetir las lecciones de la mañana. De tres a cinco volvían a las aulas y proseguían las clases, a las que seguía la disputa, como por la mañana, durante una hora. A las seis se cenaba poco y después volvían a repetirse las materias explicadas durante el día.
A las ocho sonaba la campana para las oraciones de la noche, que concluían con el himno de Completas:
Christe, qui lux es et dies…
Cristo, que eres la luz y día y al rasgar sombras nocturnas como lumbre de la luz, luz de cielo nos auguras:
Te rogamos, Señor Santo, que esta noche nos defiendas y, descansando en ti solo, tranquila vos la concedas…
Los sábados se cantaba también la Salve Regina.
Concluida la agotadora jornada, sonaba por última vez la dichosa campana para ordenar a los colegiales que se fueran a dormir. Se apagaban las luces y todo quedaba repentinamente en silencio.
En la fría cama, agotado por tan extenuante rutina y con una maraña de frases latinas en la cabeza, Francés suspiraba en su interior: «¡Dios mío! ¿Qué vida es ésta? ¿Dónde me he metido? ¡Virgen Santa, yo me muero!…».