Capítulo 12

PARÍS, 28 de septiembre de 1525

Bajo la lluvia que no cesaba, en pleno otoño, París era una amalgama, fría y gris, de grandeza y miseria. Dentro de la ciudad amurallada se agrupaban cientos de palacios, colegios, iglesias y conventos; una maraña de calles rectas que se alternaban con retorcidos callejones donde brotaban las casas decrépitas y los muros que rezumaban humedades. Las alturas eran dominadas por las torres, las cúpulas ilustres y los campanarios. Fuera de las murallas, frente a la puerta de Saint-Jacques, se extendía el arrabal sembrado de pobres viviendas que se alzaban sobre el barro y el estiércol. Los niños, los cerdos y las gallinas correteaban empapados. Miles de hilillos de humo se elevaban desde las chimeneas hacia los cielos grises. Delante del puente levadizo se alineaban decenas de carretas y bestias cargadas hasta los topes, aguardando para pagar la tasa y entrar a la urbe.

Los nueve jóvenes navarros abonaron el impuesto y penetraron en la ciudad avanzando por la ancha rué de Saint-Jacques, para cruzar el barrio Latino. Ante su mirada llena de asombro, iban quedando atrás los rótulos pintarrajeados de las tabernas y las casas de huéspedes con curiosos títulos: Le Chat Rouge, La Maison Jaune, Notre Dame Blanche, Le Porc-épic, Les Deux Amis… Aunque era muy temprano, comenzaba el ajetreo de los vendedores ambulantes, los aguadores, panaderos y mercachifles que gritaban sus pregones. Los recién llegados pasaron junto a los grandes conventos, de solemnidad majestuosa, como los Dominicos, con su iglesia elevada de enormes ventanales. Preguntaron allí mismo, no muy lejos de la puerta, por el lugar de su destino:

Sainte-Barbe! —decían—. Oü est Sainte-Barbe?

Oh, oui! —les respondió enseguida un mendigo enjuto—. Venez-vous avec moi, seigneurs étudiants.

Siguieron a aquel hombre harapiento, que les llevó por unas angostas calles, doblando a derecha e izquierda, en un laberinto que al fin les condujo a la rué des Chiens. Y después de dar una limosna a su improvisado guía, localizaron enseguida el colegio de Santa Bárbara, lugar de su destino.

Les atendió el portero, que les hizo aguardar durante un buen rato delante de la puerta. Otros jóvenes estudiantes iban llegando, cargados con sus equipajes, para iniciar el curso.

Cuando les llegó su turno, Francés de Jassu fue conducido por unas escaleras hasta un frío corredor, donde hubo de esperar sentado en un gran banco de oscura madera. Allí escribió en un pedazo de papel su nombre y apellidos, que un secretario se llevó hacia el interior de los despachos.

—¡El señor que dice ser Francés de Xavier! —anunció otro subalterno en perfecto latín de acento franco.

—Presente —respondió el joven poniéndose en pie.

El secretario le guió hasta un despacho pequeño cuyas paredes estaban cubiertas de estantes abarrotados de libros. Detrás de una mesa donde se amontonaban los papeles, le recibió un hombre bajo, regordete, de frente despejada y barba negra. Era don André de Gouvea, el primer ayudante del principal del colegio de Santa Bárbara, que sostenía en las manos el pedazo de papel con el nombre de Francés.

—Francés de Xavier, navarro —leyó.

—Para servir —contestó el joven.

El viceprincipal le pidió sus credenciales. Francés le entregó la carta de presentación del obispo de Pamplona y un amplio informe con detalladas referencias que había redactado don Pedro de Atondo, su tío canónigo.

—Bien, diecinueve años, clérigo al servicio del obispo de Pamplona —comentó Gouvea—. Habrás de prepararte para el examen de Latín. Si apruebas durante el año, podrás ascender a la clase superior. Hay que aplicarse, muchacho.

—Para eso he venido —afirmó Francés.

Gouvea alzó los ojos hacia él y le observó durante un momento. Luego dijo:

—Hay precepto de hablar siempre latín dentro del colegio, así en las clases como fuera de ellas. Las faltas contra esta regla se castigan severamente. Si no puedes manejarte aún en la más noble y perfecta de las lenguas, mejor será que estés calladito hasta que puedas hacerlo. ¿Comprendes?

—Comprendo, señor —afirmó con respeto Francés.

Intellego —replicó Gouvea—. In-te-lle-go.

Intellego —repitió el joven.

Ah, in itinere sumus!

París, 29 de septiembre de 1525

Francés de Jassu vino a París trayendo consigo a su criado navarro Miguel de Landívar, que le servía y le acompañaba en aquellos primeros días de largos paseos para conocer la ciudad. Los demás compañeros de viaje se distribuyeron por sus lugares de destino, por las casas particulares o colegios donde debían hospedarse según sus posibilidades. Estaban también muy cerca el colegio de Monteagudo, que rivalizaba ferozmente con el de Santa Bárbara, el de Reims, el de Fortet y, más retirados, los de Tournai, Boncourt y el gran colegio de Navarra, que fundó en 1304 la reina doña Juana de Navarra, esposa de Felipe el Hermoso. Hacia el norte, siguiendo la rué de la Montagne Sainte Geneviéve, estaban los colegios de la Marche, el Lombardo y el de los Carmelitas en la rué de Saint-Victor. En todos éstos, en los conventos y en centenares de casas particulares que admitían huéspedes, habitaban varios miles de estudiantes que en aquellos últimos días de septiembre, sin que todavía se hubiera iniciado el curso, deambulaban en todas direcciones para disfrutar de la gran urbe universitaria.

En su alegre y sorprendido caminar, ambos jóvenes navarros, señor y criado, llegaron a uno de los puentes que unían el barrio Latino con la isla del Sena donde se alzaba la Cité. Cruzaron el arco de la puerta del Petit Chátelet y pronto se encontraron frente a la imponente catedral de Notre-Dame, con su espléndida fachada llena de figuras. Se quedaron absortos contemplando las dos torres altísimas, el enorme rosetón encima de la portada principal, las gárgolas diabólicas, los grutescos, cornisas, capiteles, molduras y relieves. Dentro, penetraron en el bosque de columnas invadido por un misterioso ambiente y la mágica luz que provenía de las coloridas vidrieras.

Salieron de allí arrobados, extasiados por tanta maravilla, y encaminaron sus pasos hacia el oeste, donde se toparon con la elevada muralla que protegía el antiguo palacio Real y la Sainte-Chapelle que mandó construir el rey San Luis para custodiar y venerar las reliquias que reunió en las Cruzadas allá por el siglo XIII.

Al otro lado del Sena comenzaba la Ville, la ciudad propiamente dicha que reunía los barrios de comerciantes y artesanos, así como una abigarrada población de gentes diversas que habitaba en buenas viviendas de varios pisos, entre las que asomaban muchos conventos: Agustinos, Guillerminos, Hermanos de la Santa Cruz, Billetes… También abundantes iglesias y el antiguo castillo de la Orden del Temple, que habitaban ahora los caballeros de San Juan de Jerusalén.

Había dejado de llover y se abrían grandes claros en el inmenso cielo que envolvía como una bóveda la hermosa ciudad cuyos tejados brillaban mojados. Bandadas de pájaros se elevaban en las alturas, volando en círculos sobre las torres y los campanarios. La amplia rué de Saint-Martin se extendía hacia el norte, franqueada por hermosas iglesias alineadas. Ríos de gente iban de un lado a otro y, por el centro de esta arteria principal parisina, circulaban carromatos, carretas y caballerías en confuso ir y venir, sin demasiado orden ni concierto. Un resplandeciente sol otoñal comenzaba a bañar con su luz el conjunto.

—¡Es éste un lugar asombroso, vive Dios! —exclamó Francés ante aquella visión deslumbrante.