NAVARRA, castillo de Xavier, verano de 1524
Regresaron los Jassu a Xavier. Miguel, el mayorazgo, debía hacerse cargo del señorío que le correspondía por derecho. Las cosas allí habían cambiado poco desde que se marcharon: los roncaleses seguían negándose a pagar el tributo de paso y además llevaban sus ganados por terrenos prohibidos; algunos prados habían sido roturados sin permiso y parte del robledal estaba talado. La salina y el molino se veían igual. Hubo que entablar pleitos y hacer valer todos los derechos que correspondían a la familia después de que el nuevo señor de Xavier prestara juramento de fidelidad a Carlos V, el cual le prometió a cambio la devolución de los bienes, títulos y posesiones de su padre. Le correspondían gracias a ello las contribuciones, las alcabalas y censos de sus aldeas y el tributo de las almadías del río Aragón. Pero era necesario un largo camino para hacer efectivas estas promesas imperiales. Los procesos que se iniciaron en Sangüesa por tales motivos parecían no tener fin.
En pleno verano estalló la peste en algunos sitios de Navarra. Posiblemente la trajeron consigo algunos de los excombatientes recién regresados. Las gentes se morían por montones en todas partes y las campanas no cesaban de tocar a muerto. En Sangüesa los habitantes se encerraban en sus casas y durante algunos meses no hubo ferias ni mercados. También se suprimieron las fiestas. Las iglesias cimiteriales y los campos santos se llenaban de sepulturas y entre tanto duelo no había ánimos para divertirse. Aterrorizada, la población acudía a las ermitas para implorar el auxilio de los santos. Era muy triste ver pasar los carretones llenos de cadáveres camino del cementerio.
Doña María de Azpilcueta se pasaba las horas rezando en la capilla del castillo. Meneaba la cabeza y decía:
—Esto es castigo de Dios. No vamos por buen camino. Ya pasó lo mismo en tiempo de mis abuelos.
De los lejanos años de los abuelos de doña María, los Aznárez de Sada, era la capilla del castillo. Pequeña, tenía apenas tres varas de ancho, y siempre estaba en penumbra merced a la poca luz que penetraba en ella por una delgada saetera a ras de suelo hacia el exterior y por otra que daba a la escalera. Las lamparillas de aceite, cuyas llamas oscilaban con el menor vientecillo, creaban un inquietante juego de luces en las pinturas que representaban esqueletos danzantes en las paredes. Cuando era pequeño, a Francés esas figuras siniestras le causaban espanto. Pero el tío don Pedro de Atondo, que tenía explicaciones para todo, solía decir que representaban la última danza de la muerte junto a la imagen de Cristo que acababa de expirar. El Crucificado sonreía porque vislumbraba ya la resurrección que habría de vencer definitivamente a la muerte. Tales pinturas eran el recuerdo dramático del pasado; de aquella mortandad y de la hambruna de hacía un siglo, cuando las pestes se cebaron en el reino con una saña frenética y larga que mermó los pueblos y ciudades.
Ante la rotundidad de la muerte tan cercana, doña María de Azpilcueta se valía de la tragedia para dar consejos a sus hijos.
—¿Veis? —les decía—. ¿Os dais cuenta de que no merece la pena ir por ahí a perseguir vientos? La vida es corta, hijos míos. Vivamos juntos y en paz, sirviendo a Dios; que ha de llegarnos a todos la hora de rendir el alma, pronto o algo más tarde.
Ante estas palabras de la viuda, cobraba sentido la leyenda que dos de los esqueletos danzantes de la capilla exhibían en sus filacterias:
Fucile cognoscit mundum qui cogitat moriturum
(Quien piensa que ha de morir conoce fácilmente los engaños del mundo).
Navarra, castillo de Xavier, noviembre de 1524
—¡Cómicos! ¡Hay cómicos en la aldea! —irrumpió gritando Gracieta Remón, la muchacha que servía en la cocina del castillo—. Hay por lo menos una veintena de cómicos que van camino de Sangüesa. ¿Puedo ir a verlos, señora?
Doña María se quedó pensativa. La familia acababa de comer en ese momento y se hallaban todavía sentados a la mesa ella y sus hijos.
—¿Cómicos? —observó Miguel de Jassu—. Qué raro. No ha un mes que dejó de haber peste y ¿ya van cómicos a Sangüesa?
—Sí, señor —explicó la sirvienta—. Son cómicos de la muerte, que dicen.
—¡Ah, claro! —exclamó el mayor de los Jassu—. Se trata de la danza de la Muerte. ¡Vamos allá, madre! Nos alegrará un rato ver a esa gente.
—No sé… —murmuró la madre—. No tengo ánimo para eso.
—¡Vamos, señora madre! —insistió Francés—. Hace mucho que no vemos cómicos por aquí.
Algo más decidida, doña María se puso en pie. Se echaron todos las capas por los hombros, pues hacía un día de noviembre muy frío, y fueron a la aldea.
Delante de la iglesia se veía a los cómicos que terminaban de almorzar junto a sus carretas. Tenían un enorme oso atado a un árbol y varios perros lanudos, muy simpáticos.
—¡Eh, buenas gentes! —les dijo desde lejos Miguel de Jassu—. ¿Podéis hacer aquí vuestra función?
El jefe de la compañía se acercó hasta el señor de Xavier y se dobló en una sumisa reverencia. Con gran respeto, respondió:
—Vive poca gente en esta aldea, señor. Tenemos que vestirnos con nuestros disfraces y sacar todos los preparativos de los baúles que están en las carretas. En Sangüesa podrán vernos vuestras mercedes.
—Soy el señor del castillo. Si mostráis aquí vuestro arte no os arrepentiréis. Está ahí mi señora madre y quiero que se divierta un rato. Os recompensaré como os corresponde, no dudéis dello.
—Estamos cansados —se excusó el cómico con una triste mueca—. Nos queda aún camino y hemos de llegar esta noche para representar la función en la fiesta que se va a dar en Sangüesa con motivo del fin de la peste. ¿Me comprende, señor?
Sacó Miguel unas monedas de plata y se las mostró. El cómico abrió unos enormes ojos y pareció cambiar enseguida de opinión.
—Veré lo que opinan mis compañeros —dijo.
Se volvió muy ligero hacia donde estaban los otros cómicos y estuvieron deliberando.
—Déjalos estar, Miguel —le dijo doña María a su hijo—. ¿No ves que no tiene ganas?
—Ande, déjeme vuestra merced hacer a mí, que se alegrará —contestó Miguel.
A todo esto, se había congregado allí toda la gente del señorío y animaba a los cómicos para que hiciesen la representación.
—Mire toda esa gente, señora madre —le dijo Francés a doña María—, están deseosos de algo de fiesta.
Ante este ruego, ella extrajo unas monedas y se las entregó a su hijo menor al tiempo que decía:
—Anda, dale esto al cómico y que empiece de una vez, que anochecerá y no veremos nada.
Como empujados por un resorte, al ver todos el dinero que hijo y madre le entregaban, los cómicos se pusieron en funcionamiento. En un santiamén se vistieron los disfraces y no tardaron en comenzar a sonar las flautas y los tamboriles con una alegre melodía. Vestido de pregonero, con trompeta y gorra emplumada, el jefe de los cómicos inició su elocuente trova:
A la danza mortal venid los nacidos
que en el mundo sois, de cualquier estado;
el que no quisiere, a fuerza y amidos
hacedle venir muy toste parado,
que todos vayáis a hacer penitencia,
el que no quisiere poner diligencia
por mí no puede ser más esperado…
Al monótono repiqueteo del tamboril siguió un seco pandero y comenzó el ritmo de la danza. Entonces aparecieron el resto de los cómicos con sus disfraces y fueron formando un corro a la vez que bailaban. Los distintos atavíos representaban diversos oficios y condiciones: rey, dama, clérigo, caballero, labrador… Todos danzaban alegres y los espectadores se divertían con esta curiosa escena. De repente se inició el toque grave de un tambor destemplado y una chirimía demasiado hueca sonó como un lamento. Con gran agilidad, saltó desde una de las carretas alguien que vestía el magnífico disfraz que representaba la muerte: un ajustado traje negro que llevaba cosidos los blancos huesos, las costillas, las clavículas, la tibia y el peroné, el cúbito y el radio… La máscara era una calavera que, con gran realismo, mostraba unas cuencas en los ojos oscuras, vacías, y una inquietante sonrisa desdentada. Le cubría la espalda una sucia capa con capucha y en la mano llevaba una imponente guadaña. Ante esta visión tan desconcertante, la gente profirió al unísono una exclamación de sorpresa y temor.
—¡Qué bien hecho está! —comentó doña María, asombrada.
—Ya te dije que te alegrarías, señora madre —le dijo su hijo Miguel echándole el brazo por encima de los hombros, con aire protector—. Esto va a estar bien. Son unos cómicos excelentes.
A todo esto, la muerte daba volteretas, danzaba frenéticamente y correteaba en derredor, amagando con la guadaña a los presentes. Algún niño, aterrorizado, inició un sonoro llanto. Otros en cambio se reían y aplaudían divertidos.
La potente voz del recitador acalló el clamor del público repitiendo su pregón:
A la danza mortal venid los nacidos
que en el mundo sois, de cualquier estado…
Concluida esta introducción, la muerte corrió hacia el actor disfrazado de rey, el cual se sujetaba la corona con ademán altanero y hacía como si se negara a bailar con el esqueleto que tiraba de él para sacarle al centro del corro. Pero finalmente cedió a su solicitud y danzó con la muerte, mientras recitaba con voz angustiada unos versos:
¡Valía, valía, los mis caballeros!
Yo no quería ir a tan baja danza;
llegad vos con los ballesteros,
amparadme todos por fuerza de lanza.
Mas ¿qué es aquesto que veo en la balanza,
acortarse mi vida y perder los sentidos?
El corazón se me queja con grandes gemidos;
¡adiós, mis vasallos, que muerte me alcanza!
Dicho esto, el rey se llevó las manos al pecho y se dejó caer en tierra panza arriba, fingiéndose muerto. Entonces el esqueleto inició un alegre baile al son de la flauta, como celebrando su éxito, mientras el recitador le ponía voz:
Rey fuerte, que siempre robasteis
todo nuestro reino y henchísteis el arca,
de hacer justicia muy poco curasteis
según es notorio por vuestra comarca,
que prenderé a vos y a otro más alto:
llegad a la danza cortés en un salto…
Se acercó ahora la muerte a un joven elegantemente vestido que representaba a un escudero que estaba galanteando a la dama que bailaba a su lado. Como antes, el actor se negó al principio, pero luego salió al medio a regañadientes y recitó:
Dueñas y doncellas, haced de mí duelo,
que hácenme por fuerza dejar los amores;
hácenme danzar danzas de dolores.
No traen, por cierto, joyas ni flores
los que en ella danzan, más gran fealdad.
¡Ay de mí, desdichado que en gran vanidad
anduve en el mundo sirviendo señores!
Le respondió la muerte ordenándole dejar los amores y exhibió ante él los huesos pelados, asegurándole que se tornaría así y sus amadas no querrían verle más. Danzó con ella el escudero y cayó después al suelo, hecho el muerto.
Le tocaba ahora al clérigo. Los espectadores soltaron una gran carcajada al ver al grueso actor vestido de cura que bailaba torpemente, queriendo zafarse de su turno mientras recitaba:
Non quiero retiros, estudios ni excepciones,
con mis parroquianos quiero ir a holgar,
ellos me dan pollos y lechones
y muchas ofrendas con el pie de altar.
Locura sería mis diezmos dejar e ir a tu danza,
de que no sé parte, pero, a la fin,
no sé por cuál arte de esta tu danza pudiese escapar.
La muerte le respondió cantando:
Ya no es tiempo de yacer al sol
con los parroquianos bebiendo del vino:
yo os mostraré un re-mi-fa-sol
que agora compuse de canto muy fino:
tal y como a vos quiero haber por vecino,
que muchas ánimas tuvisteis en gremio;
según las registeis habredes el premio.
El cura se tambaleó y cayó luego redondo al suelo. Ante la justicia igualadora que no respetaba ni a los ministros de la Iglesia, los vecinos de Xavier aplaudieron satisfechos y muy divertidos.
La guadaña se aproximó ahora al labrador, el cual intentó asimismo burlar a la muerte que le acosaba.
¿Cómo conviene danzar al villano
que nunca la mano sacó de la reja?
Busca, si te place, quien dance más liviano;
déxame, Muerte, con tu trebeja,
que yo como tocino e, a veces, oveja,
e es mi oficio trabajo e afán,
arando la tierra para sembrar pan,
por ende non curo de oír tu conseja.
Pero la muerte no le dejó en paz hasta que salió como todos al centro. Y el temido consejo del esqueleto también le alcanzó:
Si vuestro trabajo fue siempre sin arte,
non faciendo surco en la tierra ajena,
en la gloria eternal habredes gran parte,
e por el contrario sufrieredes pena;
pero con todo eso poned la melena,
allegaos a mí; yo vos uniré,
lo que a otros fice a vos lo faré.
Puso el actor que hacía de labrador los ojos en blanco, torció la boca y fingió estirar la pata con mucha gracia, haciendo brotar las carcajadas de la concurrencia.
De esta manera, fueron uniéndose otros oficios conocidos que recitaban sus lamentos y luego eran contestados por la muerte. Como la representación era larga, caía la noche sobre Xavier. El castillo se recortaba en los cielos color púrpura y decrecía la luz. Una densa bruma empezó a brotar en el valle. Pero la gente que disfrutaba con el animado espectáculo no reparaba en el frío que comenzaba a hacer.
Llegó el momento en que no quedaba en pie ninguno de los actores, excepto la muerte, pues todos yacían en el suelo con los brazos cruzados sobre el pecho. Entonces se aproximaron otros danzarines disfrazados de esqueletos que llevaban antorchas encendidas en las manos. Componía la escena un cuadro macabro que se hacía más dramático por el ritmo rotundo del tambor.
Hasta que de repente comenzaron a sonar las flautas y los panderos iniciando una alegre melodía. Entonces todos los actores que estaban tumbados se alzaron y volvieron de nuevo a bailar. Los vecinos de Xavier aplaudían locos de contento el espectáculo y se unieron al baile cuando el pregonero les animó:
Agora vos, danzad, villanos
a los dulces sones de la mortal danza.
Alzad vos y tended las manos
que a los más gallardos tarde o pronto alcanza.
Salgan altos, bajos, feos o pulidos,
hembras o varones, sanos o feridos;
mozos, viejos, niños, mujeres, maridos…
—Vamos, señora madre, dance vuestra merced —le dijo Miguel de Jassu a doña María—, que se alegrará. Un rato de fiesta no le hace mal a nadie.
—Ay, no, no —negó ella, aunque muy sonriente—. Bailad vosotros, hijos. Hacedlo vosotros por mí.
Mandó el señor de Xavier traer unos pellejos de vino para convidar a toda aquella gente y se improvisó rápidamente una fiesta. Los paisanos, que habían vivido durante años la incertidumbre de la guerra y la reciente zozobra de la peste, se animaron mucho y agradecieron el inesperado jolgorio que Miguel justificaba a voces:
—Si en Sangüesa han de tener fiestas en honor a los santos por haberse visto libres de la peste, ¡gócese primero Xavier! ¡A beber y a bailar todo el mundo!
Francés se sentía feliz en medio de aquel alboroto repentino; por la música tan alegre, por el buen vino, por ver a su madre sonriente y por tener al fin a sus hermanos en casa. Hasta el áspero vicario de la Abadía parecía encantado por ver a la gente divirtiéndose. Al fin y al cabo, las danzas de la muerte eran un auto sacramental piadoso; una severa recomendación para los vivos, el aviso de que todo es transitorio, fugaz y perecedero. La Iglesia no sólo permitía a sus fieles asistir a esas representaciones, sino que además las consideraba altamente edificantes. Por eso estaba representada en la capilla del castillo desde los tiempos de los abuelos, los Aznárez de Sada, la danza de la muerte.
—Vamos, hermano —le dijo Juan de Jassu al pequeño de la familia—, échate un baile, que mover el esqueleto es hoy obligado.
Apuró Francés la jarra de vino que tenía en la mano y se unió al corro de vecinos que danzaban confundidos con los cómicos. Le rodeó enseguida un muchacherío exultante que daba saltos al ritmo de la música y trataba de imitar los pasos de la danza que interpretaban los diversos personajes. La muerte ocupaba el centro e iba tomando y soltando a la gente, que no sentía escrúpulos por bailar con ella.
Francés la vio venir hacia él. Ella le tomó por las manos. Dieron vueltas juntos y el joven se fijó en unos azulísimos ojos que le miraban fijamente desde detrás de la máscara. Se dio cuenta de que el disfraz del personaje principal de la representación ocultaba el cuerpo de una mujer.
—¡Quítate la máscara! —le pidió.
Ella contestó negando rotundamente con rápidos movimientos de cabeza.
—Vamos, quítatela —insistió él.
Entonces la bailarina tiró del joven y le sacó de entre el gentío. Él se dejó llevar hasta un rincón oscuro, entre ambas carretas, donde no había nadie. De repente, la muerte se sacó la máscara de la calavera de un tirón y brotó una abundante cabellera rubia que le cayó sobre los hombros. Francés pudo fijarse en su rostro: era una muchacha bellísima que le sonreía y clavaba en él sus azules ojos.
—¡Eh, qué hermosa eres! —exclamó el joven.
La muchacha se irguió y le rodeó el cuello con los brazos. Le besó en los labios. Francés sintió como una sacudida en el pecho y se aferró a aquel delicado cuerpo con todas sus fuerzas. Pero ella se zafó enseguida del abrazo y se escabulló poniéndose de nuevo la máscara y regresando al gentío.