Capítulo 9

NAVARRA, Pamplona, 8 de abril de 1524

Era un sábado lluvioso de primavera. La catedral olía a humedad, a cera e incienso. A pesar de estar abarrotada de gente, conservaba todavía el frío ambiente del invierno. La familia de Francés de Jassu ocupaba un lugar principal en el lado derecho, muy cerca del presbiterio. El joven hijo de doña María de Azpilcueta estaba en el centro, frente al altar mayor, vestido con negra sotana.

El obispo avanzó con pasos lentos y trabajosos desde la sede, apoyándose en el báculo. El deán pronunció las palabras que invocaban al Espíritu Santo para pedirle la gracia de que el aspirante a clérigo conservase habitum religionis in perpetuum. Después otro clérigo le cortó un mechón de cabellos de la coronilla en forma de cruz. Entonces la escolanía cantó la estrofa:

Dominus pars haereditatis meae…

(El Señor es la parte de mi herencia…).

Cuando terminó el canto, el obispo recibió los cabellos en señal de que aceptaba al nuevo clérigo a su servicio. Después de lo cual el canónigo don Pedro de Atondo se aproximó a su sobrino y le ayudó a vestirse el alba, mientras se decía la fórmula:

Induat te Dominus novum hominem…

14 de mayo de 1524

Francés recibía lecciones en un caserón próximo a la catedral. Acudía cada día de madrugada y salía a última hora de la tarde. Perfeccionaba el latín, la gramática y la retórica que habría de necesitar el año próximo en París. Los clérigos que se encargaban de impartir las clases tenían ciertas deferencias con él, en atención a la familia a la que pertenecía, como dejarle la tarde de los jueves libre para que acudiera al otro lado de la muralla a participar en el tradicional juego de pelota. Esto le ayudaba a evadirse de la rutina y de la tensión a que se veía sometido por tener que recuperar los conocimientos que no había recibido en algunos meses.

El domingo acudía a ayudar como acólito a la misa que celebraba su tío don Pedro de Atondo a las seis de la mañana. Después desayunaban juncos y el joven iba luego a dar un paseo por la ciudad.

Las casas eran hermosas; algunas, verdaderos palacios con grandes puertas, balcones amplios y altas galerías con arcadas en el segundo piso. En todas partes se veían ostentosos escudos de piedra blanca, y en las ventanas sobresalían las orlas esculpidas con filigranas y complicadas formas de cordones y enramadas. Las puertas de las casas se iban abriendo con la primera luz del día y salían distinguidos caballeros y damas con sus familias, camino de la iglesia. Las campanas llamaban a misa aquí o allá. Pasaban muchos curas por las callejuelas, viejas con sus mantillas y tropeles bulliciosos de niños que iban a recibir la doctrina.

Más tarde comenzaba a hacer calor. Entonces se abrían los espaciosos portones de las tabernas y entraban los hombres a beber y a hablar en voz alta, bullangueros, festivos. A Francés le llegaba el aroma del vino y le daban ganas de unirse a aquellos paisanos para adherirse a las conversaciones bravuconas que trataban de los asuntos del reino, de la guerra y de las conspiraciones. Pero se contenía, por obedecer a los deseos de la madre. A pesar de las trifulcas políticas, la vida en Pamplona era alegre.

Uno de aquellos domingos de mayo, cuando el joven acababa de desayunar con su tío e iba a dar el paseo, le pareció escuchar alboroto de gente en una de las plazuelas del barrio viejo. Fue allá llevado por su curiosidad y vio que una multitud se encaminaba por una de las calles principales con aire exaltado, profiriendo gritos y vivas. Al aproximarse más, escuchó lo que decían y le dio un vuelco el corazón.

—¡Los de Fuenterrabía vienen ya! ¡Han salido los de Fuenterrabía! ¡Viva Navarra!

Francés sujetó por el brazo a un muchacho y le preguntó:

—Pues, ¿qué pasa?

—Pasa que la gente navarra ha capitulado en Fuenterrabía y vienen para acá por el arrabal, camino de la catedral.

Francés se unió a aquel gentío y fue a ver, lleno de emoción, si sus hermanos estaban también.

—¿Sabes si viene con ellos el señor de Xavier? —le preguntó al muchacho.

—No sé decirle a vuesa merced. Pero corre por ahí que se han salvado todos. Que vienen con honra y con sus armas, no como vencidos, sino con las cabezas bien altas, pues les han respetado sus títulos y privilegios a los que los tienen, y a los que no, les dejan ir sin cárcel siquiera. ¡Viva Navarra!

En la puerta de la muralla una gran muchedumbre se apretujaba vociferando. Llegaban hombres a caballo y a pie, con armas, como había dicho el muchacho. La gente se abrazaba al encontrarse, lloraban, reían, aplaudían, cantaban y proferían vítores. Francés se preguntó cuáles de aquellos aguerridos soldados serían sus hermanos Miguel y Juan. No podía reconocerlos, puesto que partieron a la guerra hacía más de ocho años. Estaba nervioso, presa de una gran ansiedad, mientras se abría paso por medio de aquel jaleo de personas y caballerías.

—Eh, soldado —le preguntó a uno de los recién llegados—, ¿están con vosotros don Miguel y don Juan de Jassu, los de Xavier?

—Ha tiempo que llegaron —contestó el soldado—. Iban por delante, con don Pedro de Navarra y toda la oficialía. Ya estuvieron en la catedral para dar gracias a Santa María la Real y recibir las bendiciones del obispo. Andarán camino de sus casas.

A todo correr, Francés se encaminó hacia la rúa Mayor. Se cruzaba con mucha gente que venía en dirección a la catedral. Otros iban en su mismo sentido. Había numerosos soldados en las calles; hombres desarrapados, sucios y con aspecto de estar muy fatigados. Algunos grupos iban cantando canciones patrióticas; sonaban las cajas militares, los pífanos y las flautas.

El joven llegó frente al umbral de la casa presa de una gran agitación. La puerta estaba abierta de par en par. Se detuvo durante un momento para calmar el resuello. Escuchó entonces las voces alegres que salían del interior. Presintió que sus hermanos estaban allí.

—¡Madre! ¡Señora madre! —gritó mientras recorría en dos zancadas el recibidor y el largo pasillo central.

Se topó con un nutrido grupo de personas en el salón principal; su madre, el tío Pedro de Jassu, los primos, la servidumbre y numerosos extraños.

—¡Hijo! ¡Francés! —exclamó la madre exultante de alegría al verle entrar—. ¡Han venido! ¡Tus hermanos están aquí! ¡Ay, Dios bendito! ¡Gracias, Santa María!

Francés paseó la mirada por la amplitud de la estancia. Enseguida vio aproximarse a él dos fornidos hombres. Se fijó en sus caras; se parecían mucho. Ambos tenían la piel curtida por el sol y las barbas luengas. Siempre pensó que sus hermanos serían unos jóvenes militares, mozalbetes casi. Estos dos desconocidos eran hombretones maduros que peinaban canas en sus sienes. Pero sin duda eran Miguel y Juan de Jassu.

—¡Vive Cristo! —exclamó uno de ellos, el que parecía ser el mayor de los dos—. ¡Si éste es Francés, el pequeño Francés! ¿Pues no es un hombre con toda la barba? ¡Ven a mis brazos!

Se abrazaron. Hubo lágrimas, bromas, risotadas y una inmensa emoción que les tenía a todos ebrios de felicidad. Se brindó con buen vino. Después se comió bien. Conversaron durante todo el día. A última hora de la tarde se cenó abundantemente. Los recién llegados traían hambre atrasada. Se bebió un licor excelente, y después de cerrar las puertas con cuidado se encendió la chimenea, pues a pesar de ser mayo había refrescado. Llevaron los sillones más cómodos a la sala pequeña y se sentaron al amor de la lumbre. Había que contar muchas cosas: todo lo que unos y otros habían pasado en tan largo y difícil tiempo.