Capítulo 8

NAVARRA, Pamplona, enero de 1524

Pasó el emperador Carlos en Pamplona la Navidad de 1523 asistiendo puntualmente en la catedral a todas las celebraciones religiosas que se hicieron con motivo de tan señalada fecha. Asimismo, festejó el nuevo año en la ciudad, mas no la Epifanía, pues el 3 de enero de 1524 marchó a Vitoria con toda su corte para supervisar personalmente los trabajos y aparatos de guerra que se hacían para el asedio de Fuenterrabía, donde más de un millar de navarros resistían todavía desde 1522 bajo el mando de don Pedro de Navarra. Entre ellos se contaban el señor de Xavier y su hermano Juan de Jassu.

En febrero se supo en la capital que el ejército imperial a las órdenes de don Íñigo Fernández de Velasco, condestable de Castilla, había comenzado el ataque con mucho aparato de cañones y apoyo desde el mar para cerrar el paso a las barcazas que llevaban provisiones a los sitiados. Éstos ya no podían esperar el auxilio francés que consideraban su última posibilidad de victoria, pues Francisco I ya tenía perdido su reino a manos del duque de Borbón, de los ingleses y de los suizos y borgoñeses aliados del emperador.

En Pamplona la opinión estaba dividida. Unos consideraban a los navarros sitiados rebeldes que debían rendirse y acatar el poder de España. Otros los veían como héroes leales que reñían la última batalla por la libertad de Navarra.

Doña María de Azpilcueta rezaba constantemente.

—No pido que ganen esa guerra —les confesaba a sus parientes—. Sólo ruego a Dios para que se apiade de ellos y salven la vida.

Muchos familiares de los sitiados se juntaron para escribir cartas en las que suplicaban a los de Fuenterrabía que capitularan honrosamente para acogerse a la benevolencia del emperador. De entre ellos, destacaba el doctor don Martín de Azpilcueta, que les declaraba que Francia iba a la ruina y que lo más provechoso para Navarra sería empezar a mirar para España. También algunos renombrados clérigos les enviaron amonestaciones para recomendarles la conveniencia de rendirse y ofrecerse al servicio del poderoso Carlos V.

Estos consejos y las generosas condiciones de capitulación que les ofreció el condestable terminaron haciendo recapacitar a los bravos navarros. Salieron del fuerte y se reunieron secretamente con el mando de los sitiadores. Se les prometió amnistía y la devolución de títulos, posesiones y honra si regresaban a Navarra y juraban fidelidad al emperador Carlos. Ahora debían decidir.

22 de febrero de 1524

El miércoles de ceniza de aquel año, cuando aún la familia vivía en la incertidumbre acerca de lo que había de ser de Miguel y Juan, vino a casa de los Jassu el anciano tío don Pedro de Atondo, canónigo de la catedral de Pamplona. Era este sabio clérigo un hombre de pequeña estatura, reservado y silencioso, que había sido gran amigo y buen consejero del padre de Francés. Con mucha frecuencia, visitaba el castillo de Xavier cuando aún era párroco de Cemboráin y vivía el doctor don Juan de Jassu. Como solía ser esto en verano, se pasaba las horas en lo alto de la muralla, entregado a la lectura de algún libro, a la sombra de la torre de San Miguel. Llegada la noche, se sentaba junto a la chimenea y sólo entonces hablaba largamente. Contaba historias del pasado con mucha elocuencia; cosas que ya todo el mundo tenía olvidadas. Entre otros hechos, solía narrar el asalto a Pamplona de 1471, cuando su padre abrió secretamente las puertas de la ciudad, con mucho peligro de su vida, para que entrase la gobernadora doña Leonor; lo cual le valió la recompensa de poner en su escudo las cadenas de Navarra en oro sobre campo rojo. También contaba antiguas leyendas e historias de los tiempos en los que los moros vivían todavía en los valles.

Doña María y el anciano canónigo se sentaron la una frente al otro, con gesto grave ambos, en la pequeña sala donde se hacía la vida familiar.

—Señor tío, ¿qué piensa vuestra reverencia de todo esto? —le preguntó ella con preocupación.

—¿Te refieres a los de Fuenterrabía?

—Sí. No llegan noticias. Nadie nos dice nada.

—Capitularán, hija —afirmó él, paternalmente—. No dudes de ello. Las condiciones son generosas y ¿qué otra cosa pueden hacer? Francia les ha faltado, no tienen víveres…

Francés estaba de pie junto a la ventana. Escuchaba atentamente las palabras que don Pedro de Atondo pronunciaba con lentitud y exquisita pronunciación de hombre cultivado. El viejo canónigo le traía recuerdos de la infancia; de su padre y de sus hermanos, cuando toda la familia se reunía en Navidad en torno a la mesa; de aquellos tiempos que, a pesar de sus dieciocho años, les parecían muy lejanos, cuando vivía su padre.

—También podrían huir por mar —observó el joven—, a Francia; donde hay mucha gente leal a Navarra dispuesta a seguirles. Desde allí, si envían mensajeros, se les unirán todos los de aquí que esperan la ocasión de levantarse contra Castilla.

El clérigo miró a su sobrino con circunspección. Permaneció un momento en silencio, tal vez meditando en las razones de Francés; o en el asombro que le producía ver cómo había madurado aquel niño que vio por última vez nueve años atrás.

—Eso ya no tiene razón de ser —sentenció—. Hay ahora en las costas francesas más navíos leales a Carlos V que a Francisco I.

—Entonces, ¿qué va a ser de nosotros? —repuso el joven—. ¿Hemos de resignarnos ya para siempre a ser de Castilla?

—Visto de esa manera, es ciertamente un duro agravio a nuestra patria. Mas, ante lo inevitable, hay que alzar la cabeza y mirar al futuro con largueza. Ya hay muchos que consideran el asunto desde otra perspectiva: a fin de cuentas, no pertenecemos a Castilla, sino al mayor imperio cristiano que ha habido en el orbe. ¿Quién conoce los designios de Dios? Quizás quiere Él extender su fe sirviéndose del reinado de Carlos. Parece ser que el santo papa de Roma hoy no duda de que eso ha de reportar beneficios sin cuento a la causa de Nuestro Señor Jesucristo. Los herejes proliferan en Europa y, si no se les pone coto inmediatamente, el demonio se servirá de ellos para sembrar su cizaña. La unidad de los católicos es hoy muy necesaria.

Ante la elocuencia de su anciano tío, Francés quedó desconcertado por un momento. Pero enseguida encontró palabras para responder a tanta sapiencia.

—También se sirve el demonio de la codicia de los poderosos —replicó—. Y Castilla siempre ha ambicionado Navarra.

—Lo mismo que Francia —respondió don Pedro alzando el dedo índice—. Eso no ha de olvidarse nunca. Tan poderoso quería ser Francisco I como su aborrecido Carlos V.

—Dejemos esto, por caridad —terció doña María llevándose la mano a la frente, en gesto de fatiga—. Me cansa ya este asunto. Llevo años escuchando las mismas cosas. Es una cuestión tan dificultosa y enrevesada que sólo Dios puede resolverla.

—Bien dices, querida sobrina —dijo el canónigo—. Encomendémonos al Todopoderoso y dejemos en sus manos aquello que está fuera del alcance de nuestras pobres voluntades. ¡Que todo sea para bien suyo! Recemos —pidió levantándose del sillón y santiguándose.

Se puso en pie doña María y su hijo Francés bajó la cabeza en señal de recogimiento. Inició entonces el clérigo el padrenuestro, al que siguieron el avemaría y el gloria. Terminando el rezo, dijo:

—En fin, ahora, encomendados al poder que todo lo puede, vayamos a lo que nos trae. Veo que el benjamín de Xavier es ya todo un hombre. Me dices, querida sobrina, que habéis acordado prudentemente que este apuesto e inteligente jovencito reciba la tonsura e ingrese clérigo. ¿Lo habéis meditado bien?

—Sí, señor tío —respondió la madre—. Ya le dije a vuestra reverencia que, en estos malos tiempos, no veo nada oportuno que este hijo mío siga el camino de sus hermanos. Deseo que estudie, como su padre y su tío Martín, como vuestra reverencia. Cuando alcance el título, si Dios lo quiere, que decida él lo que ha de ser de su vida. Mas no ha de quedarme a mí el remordimiento de no haberle dado esa oportunidad. En el señorío, ya sabe vuestra reverencia lo que hay. Ya no es como antes; ahora la honra de los de Xavier no se mira como antaño. No, no quiero para él esa vida. ¡Ya hemos sufrido nosotros bastante!

—Bien dices, sobrina. El conocimiento es luz. El estudio te dará una justa visión de las cosas, una aproximación a la verdad, muchacho —le dijo a Francés, poniéndole paternalmente la mano en el hombro—. Hay para quien bastan las cuatro reglas; pero, en el estado eclesiástico, una buena formación lo es todo. ¿Comprendes?

El joven manifestó su conformidad con una sonrisa.

—¡Así me gusta, Francés de Jassu! —exclamó su tío, dándole unas suaves y cariñosas palmaditas en el rostro—. Estudiarás como tu padre y darás a los de Xavier la honra que se merecen. Sólo la sabiduría habrá de redimirnos de tantos desastres. ¿Estás de acuerdo, muchacho?

—Sí, señor.

—Eso mismo pienso yo —afirmó la madre—. Aquí, en Pamplona, lejos de todo aquello, ha de forjarse una vida diferente y hará mucho bien. Eso creo.

—Sí, querida hija —observó el canónigo—. Mas esa nueva vida que dices debe hacerse lejos. No aquí, donde al fin y al cabo se las verá con los mismos problemas por causa de su apellido. ¡Que vaya lejos! ¡A París! —exclamó alzando las manos—. Allá hay una Universidad que es hoy la mayor joya de conocimientos. En esa ciudad, lejos de Navarra, lejos de todo esto, verá con claridad las cosas y se hará el hombre justo y sabio que deseamos para él.

—¿A París? —dijo doña María abriendo unos sorprendidos ojos.

—Sí, hija mía, a París. Una vez fuera de casa, ¿qué más da acá o allá?

—Pero… —observó ella—, ¿cómo ha de organizarse eso? No conocemos a nadie en París.

—Déjalo de mi cuenta, sobrina. Yo redactaré las cartas que hay que enviar y me encargaré de buscarle allá un buen lugar. Ahora lo importante es que reciba la tonsura y para eso hay que ir a hablar con el señor obispo de Pamplona.

—¿Y cuándo ha de marchar?

—Cuanto antes. Mirad, estamos en Cuaresma. En ese tiempo se celebran las ceremonias de tonsura, todos los sábados, en la catedral. Visitemos al obispo y puedes estar segura de que nos ayudará. Él comprenderá nuestras razones. Además, ¿va a ponernos pegas a los de Xavier?

—¿Y los gastos? —observó doña María—. París está lejos y…

—¡Ca! —contestó don Pedro—. No será tanto como puede parecerte. Hoy no es como antes. Hay colegios donde residen los estudiantes y se les da de todo; cama, comida y libros por muy poco. Sólo necesitará llevarse un criado, si acaso, para que le acompañe en el viaje y para que le tengan en consideración como a lo que es: un señor de renombrado apellido.