NAVARRA, Pamplona, 10 de octubre de 1523
—¡Viene el emperador! —irrumpió de repente en la casa el tío don Pedro con este grito—. Es cierto lo que anuncian: el cesar Carlos viene desde Burgos camino de Pamplona.
Doña María de Azpilcueta se sobresaltó al escuchar esta noticia.
—Entonces… —musitó esperanzada con débil voz—. Traerá el perdón para los reos… Firmará los indultos.
—Sí, señora —dijo don Pedro de Jassu—. Eso es lo que se dice por ahí. Si viene a Pamplona ha de ser para hacer las paces y firmar los indultos. Dicen que ya han soltado a muchos presos y quieren ir a tener conversaciones con los del fuerte de Fuenterrabía. Ha de ser ésta la oportunidad para que se salven vuestros hijos.
—¡Dios te oiga! —rezó ella—. ¡Santa María, válenos!
12 de octubre de 1523
Los turiferarios sostenían los incensarios de plata delante de la fachada más hermosa de la catedral. El humo perfumado ascendía hacia los cielos grises como el plomo, junto con el murmullo de la multitud que se había congregado en las calles para contemplar la llegada del hombre más poderoso de la tierra. Los clérigos exhibían lujosos ropajes litúrgicos, capas pluviales de damasco y oro, casullas bordadas, dalmáticas de seda y sobrepellices de terciopelo. Los monjes sólo se cubrían con sus toscos hábitos de paño. La nobleza estaba engalanada con sus mejores prendas: jubones, mangas de valona, cuellos almidonados, fieltros, calzas de tersa lana, fajines, altos sombreros, parlotas con plumas de color… Las damas llevaban encima sus más valiosas alhajas. Los lacayos y palafreneros vestían libreas confeccionadas para la ocasión como nunca antes se habían visto en Pamplona. Las corazas y los yelmos de los hombres de armas brillaban como si fueran de plata.
El gentío aguardaba la llegada del monarca en la plaza y en las callejas adyacentes, apretujado, ansioso y vocinglero, retenido por los alguaciles armados con bastones y picas. Los grandes del reino y muchos importantes hombres venidos de fuera ya habían ocupado sus privilegiados sitios dentro del templo, con mayor o menor proximidad al altar según la altura de sus cargos y apellidos.
Francés de Jassu estaba junto a su madre al pie de uno de los pilares, hacia la mitad de la nave central de la catedral, donde se reunía gran parte de su parentela. No sólo estaban los tíos y primos de Pamplona; también los de Beire, Idocín, Olloqui y algunos de Sangüesa. Cerca de ellos se extendían los miembros de otras familias navarras, así como muchos funcionarios, militares y clérigos. Hablaban entre ellos en voz baja, se saludaban con respetuosas inclinaciones de cabeza y se mostraban reverentes ante las capillas laterales del templo y las muchas imágenes que allí se veneraban. A pesar de la aparente contención grave y ceremoniosa, en contraste con el bullicio del exterior, se evidenciaban la expectación y un general nerviosismo.
De repente, estalló fuera un creciente clamor de voces y no tardó en escucharse estruendo de tambores.
—Ya llega, ahí está, al fin viene… —comentaban dentro de la catedral al adivinar lo que sucedía.
Se inició un canto devoto y comenzó a avanzar una solemne procesión de cruces y ciriales por el centro de la iglesia. Iban delante los maceros y detrás muchos abades, canónigos y dignidades eclesiásticas; seguían los obispos con sus mitras apuntando al cielo y sus báculos de pulidos metales preciosos. Se vio al final irrumpir el palio bordado en oro bajo el que iba el emperador Carlos. Todo el mundo se inclinó entonces en profunda reverencia hasta casi tocar el suelo con la cabeza. En ese momento, la escolanía comenzó a entonar un Gloria in excelsis Deo.
Francés se fijó de soslayo, con suma discreción, en el augusto personaje que tantos motivos de disgusto y preocupación había dado a su familia. Tenía el joven rey unos labios abultados entre sus espesos bigote y barba rubicundos; la mandíbula inferior prominente y una piel muy clara en el rostro, donde sus ojos brillaban con cierta altanería. Vestía oscuras ropas, capa color púrpura y portaba un pequeño cetro de oro en la mano.
—¡Viva el césar invicto! —exclamó una voz potente.
—¡Viva! —contestó la gente con timidez manifiesta.
Ocupó su sitio el emperador y dio comienzo el oficio religioso con muchos cantos, sahumerios y plegarias. Resplandecía el altar mayor con cientos de velas encendidas y brillaba la soberbia verja que había forjado el maestro Guillermo Ervenat y que apenas llevaba un lustro instalada en el coro. Allá arriba, la venerada imagen de Santa María la Real lanzaba destellos recubierta de fina plata.
15 de diciembre de 1523
Se hospedó el emperador en Pamplona en el palacio de los Cruzat, en la rúa de la Cuchillería, donde estuvo recibiendo diariamente a numerosos nobles navarros, a los que concedió prebendas, otorgó privilegios y pagó generosamente el haberse puesto de su parte en la recién concluida guerra. También escuchó las peticiones de quienes le solicitaban el perdón por estar condenados y otras gracias a cambio del juramento de fidelidad. Así lograron el indulto general aquellos que se unieron a los franceses en 1521, cuando irrumpieron desde ultramontes junto al rey don Enrique de Albret. También alcanzó la remisión de las penas a todos los que lucharon contra los castellanos en Noáin y Maya.
El 15 de diciembre, doña María de Azpilcueta estaba alborozada, henchida de gozo, pues vino a casa el tío Pedro de Jassu para comunicar que los pregoneros reales andaban por las plazas anunciando el perdón del rey incluso para los de Fuenterrabía.
—¡Gracias a Dios! —exclamaba—. ¡Al fin! ¡Al fin mis pobres hijos podrán regresar a casa!
Salieron todos del viejo caserón de la rúa Mayor; doña María, la tía Violante, don Martín, el tío Pedro y Francés, a escuchar con sus propios oídos la proclama del indulto de boca de los pregoneros. Se juntaron con mucha gente en la calle principal de la ciudad y vieron venir a los soldados del rey a lo lejos, precedidos por los tambores que anunciaban su paso.
Apareció un jinete vistiendo uniforme del tercio, al que custodiaban varios piqueros a pie. El caballo era pequeño, de hermoso cuello y corta cola, y no caminaba de frente, sino un poco al sesgo, como en una danza que expresaba altivez y poder. El capitán que iba montado llevaba extendido el rollo con la orden imperial que debía pregonarse. Anunció que la lista de indultados quedaba expuesta en la puerta de la catedral y en un tablero en la plaza del Castillo.
Hacia esta plaza se encaminaron los Jassu Azpilcueta llevados por una gran ansiedad. Había abundante gentío congregado en torno al tablero. Se abrieron paso como pudieron y alcanzaron a ver la larguísima relación de nombres y apellidos escritos en columnas, con los títulos, cargos y procedencia detallados. Comenzaron a buscar a Miguel y Juan de Jassu. No daban con ellos. Se desesperaban.
De repente, un caballero conocido se acercó y les dio una fatal noticia:
—No busquen vuestras mercedes ahí al señor de Xavier. Siento decirles que hay otra lista más allá donde se hace relación de todos los que han sido excluidos del perdón. Lamento tener que comunicarles que he visto en ella su nombre escrito, junto al de su señor hermano y otros parientes.
Fueron hacia esta segunda lista y, deshechos de dolor, comprobaron que había un centenar de nombres que quedaban fuera del indulto, manteniéndoseles la condena a muerte. A la cabeza de ellos figuraban «Miguel de Xabierre, cuya diz es Xavier, e Juan de Azpilcueta, hermano de Miguel de Xavier, cuya diz que era Xavier, Marín de Goñi, e Juan, cuya diz que fue Ollogui, e Martín de Yaso, e Juan de Jaso y Esteban de Jaso, su hermano».
—No ha sido servido Dios de concederme la gracia que tanto le he pedido —suspiró doña María—. ¡Sea lo que Él quiera!