NAVARRA, Pamplona, 8 de julio de 1523
En la rúa Mayor de Pamplona tenían los señores de Xavier la vieja casa que perteneció a los abuelos, don Arnalt y doña Guilherma. En el mismo barrio vivían numerosos parientes: el tío Pedro con sus hijos Martín e Isabel, en la calle próxima que llamaban de la Navarrería; los Espinal, los Mutiloa, los Atondo y los Cruzat. En todas estas familias se habían vivido sufrimientos a causa de la penosa guerra. El primo Esteban de Jassu murió recientemente en Fuenterrabía y la noticia tenía vestidos de luto a los tíos y primos. Otro Esteban, de Huarte éste, andaba también huido, como los hermanos Miguel y Juan de Jassu. Las turbulencias de aquellos difíciles años y el miedo a las represalias mantenían a todo el mundo en vilo.
Con sus diecisiete años, Francés de Jassu estaba maravillado por vivir en una ciudad grande y abarrotada de gente. En cualquier callejón podía verse a más personas juntas que en todo el señorío de Xavier. Las plazas de Pamplona, sus calles, los rincones de la muralla, los conocía palmo a palmo gracias a que se había unido a una banda de primos y amigos con los que iba por ahí diariamente a descubrir los secretos del burgo. También andaba con mucha frecuencia por unos prados que se extendían en las afueras de la muralla, donde la mocedad de la nobleza se ejercitaba en la equitación y la esgrima, para completar las enseñanzas que requería la condición de caballero a la cual aspiraba. Era un joven ágil, sano y bien formado, cuya destreza en las artes y en el juego de la pelota que tanto le divertía no pasaban desapercibidos; como tampoco su presencia en las fiestas que reunían a los pamploneses en la catedral o en las corridas de toros. «Es el pequeño del doctor don Juan de Jassu —decían—, el hermano menor del señor de Xavier». Se quedaban admirados por la apostura del joven y por su actitud alegre, despreocupada, a pesar de los tristes sucesos de la familia; aun siendo conocido por todo el mundo que sus aguerridos hermanos estaban condenados a muerte como reos de alta traición, a pesar de lo cual se empeñaban en el fuerte de Fuenterrabía en dar la última batalla a los castellanos para mantener en alto el estandarte de los reyes de Navarra.
No faltaba quien por estos motivos afrentase con palabras injuriosas alguna vez a Francés. Estaba en la edad de empezar a frecuentar las tabernas para echar partidas de cartas o de dados. El acaloramiento que propicia el vino y la bravuconería de la mocedad le llevaron a verse metido en alguna pelea.
Uno de aquellos días de fiestas y toros en que la ciudad se convertía en receptáculo de centenares de hidalgos, militares y campesinos, se formó una gran riña tumultuaria en la plaza por algún motivo insignificante, que derivó luego en una verdadera batalla en la que salieron a relucir las espadas y los puñales. Murieron varias personas y las autoridades prendieron a numerosos jóvenes entre los que se encontraban algunos primos de Francés. El pequeño de los Jassu había participado en la refriega, pero supo escapar a tiempo y corrió a ocultarse en su casa.
Doña María de Azpilcueta se enteró del suceso y supo de la participación de su hijo. Se comentaba por ahí que, en medio del alboroto, Francés y sus primos habían coreado en alta voz frases a favor de los reyes navarros, vivas exaltados a la causa de Fuenterrabía y otras peligrosas alusiones en contra de Castilla y del rey Carlos. Aterrorizada, la madre llamó al joven a su presencia y le habló con mucha dureza.
—Esto se acabó, hijo; desde ahora nada de caballos, espadas, juego de pelota y tabernas. No voy a consentir que sigas el camino de tus hermanos en pos de una causa perdida. ¡Nada de eso! No me voy a pasar el resto de mi vida con el corazón en un puño. Bastante tenemos ya con lo que nos ha tocado en suerte. No consentiré que empieces tan joven a verte metido en pendencias. ¡No, tú no, Francés! Tú no irás detrás de los pasos de tus hermanos, tíos y primos.
El joven escuchaba en silencio la reprimenda. En el fondo, lamentaba haberle causado aquel sofocón a su madre a sabiendas de todo lo que tenía encima. Ya le había venido advirtiendo ella desde que llegaron a Pamplona de que no le agradaba nada que anduviera tanto tiempo en los prados dedicándose a perfeccionar el manejo de la espada y a aprender otras artes guerreras.
—Te dije que no quiero que seas militar —prosiguió—. No voy a dejar que desperdicies tu vida entre las armas. ¡Odio las armas! Daría la vida porque se terminasen de una vez estas guerras. ¡Ay, Dios Santísimo, san Miguel bendito, cuándo acabará todo esto!
—¿Y qué voy a ser, sino caballero? —replicó Francés discretamente, sin alterarse—. A mi edad, ¿qué otra cosa voy a hacer sino aprender lo que el resto de los muchachos de mi condición? Mire vuestra merced, señora madre, la mocedad de las nobles casas, sean navarras, francesas, castellanas o de donde Dios quiera, ¿qué hace, sino servir a sus obligaciones de aprender el uso de las armas y los menesteres de la caballería?
—¡Calla, insensato! Pues no es eso lo único que hay en el mundo. ¿Qué piensas sacar de todo eso? No causarás con tal oficio sino males al prójimo y te acarrearás la ruina. ¡Mira a tus propios hermanos! ¿Qué han ganado con tanta guerra? Han perseguido vientos y ¿qué han cosechado? Tempestades, sólo eso. Ahí los tienes, sin hijos, sin haciendas y… ¡plegue a Dios que no se vean pronto sin la vida!
Dicho esto, doña María prorrumpió en un desconsolado llanto.
—¡Madre, no…! —murmuró Francés muy conmovido, yéndose hacia ella para abrazarla—. No llore vuestra merced, señora, que no querrá Dios que suceda tal cosa.
—Ay, hijo —sollozó ella, cubriéndole de besos—, qué triste vida. Esto es un duro calvario…
—Dígame vuestra merced lo que quiere que sea de mí —dijo él muy afectado por el llanto de su madre.
Doña María se separó y clavó su mirada en los oscuros ojos de su hijo. Le enternecía aquel rostro hermoso, radiante, que conservaba aún algo de candor de la infancia.
—¡Mi pequeño! —exclamó llena de ternura—. ¡Mi adorable Francés de Jassu, mi niño querido!
—Dígamelo, señora —insistió él—. ¿Qué he de hacer para verla muy feliz?
Ella se mordió los labios y sonrió satisfecha por aquella incondicional manifestación de cariño.
—¿De verdad harás lo que yo te pida?
—Sí, sí, lo juro por el Santísimo Cristo de Xavier —respondió haciéndose la cruz en el pecho—. Por la memoria de mi señor padre don Juan de Jassu.
—Eso es, mi pequeño. Así me gusta escucharte hablar. Sé que lo harás. Siempre fuiste obediente. ¡Ah, —suspiró abrazándole de nuevo—, eres lo único que me queda!
—Dígame ya lo que quiere de mí, señora.
—Quiero que ingreses en el estado eclesiástico.
Francés se separó y miró a su madre con extrañeza.
—Sí, eso es lo que quiero, pequeño Francés de Jassu. Deseo que alcances honra para esta familia, mas no en el servicio de las armas, sino siguiendo la carrera de tu señor padre, que estudió en Bolonia las leyes e hizo mucho bien por este reino.
—¿Clérigo? —murmuró el joven.
—Clérigo —afirmó ella.