NAVARRA, señorío de Xavier, mayo de 1521
Durante semanas, el señor de Xavier, don Miguel de Jassu y Azpilcueta, estuvo más inquieto que nunca. Venían al castillo muchos parientes de las familias de Pamplona, Olloqui y Peña. Celebraban reuniones secretas. Se alteraban, daban voces, se oían fuertes puñetazos en las mesas… También iban a Sangüesa a la caída de la tarde y regresaban al amanecer del día siguiente. A los hermanos mayores de Francés se les veía impacientes, como si se avecinaran acontecimientos graves. La gente estaba en vilo, como años atrás, en 1516, cuando se quiso restaurar a los reyes y sobrevino luego el desastre.
Con doña María los hermanos Jassu se manifestaban esquivos y silenciosos. No le hacían partícipe a la madre de sus conspiraciones. No querían causarle a la pobre mujer mayores penas que las que ya había sufrido. Pero ella les leía los pensamientos. Conocía a sus hijos; sabía de sus peligrosas intenciones.
—¿Qué tramáis? —inquiría—. ¡Decidle a vuestra madre lo que pensáis hacer!
—No, no, no, señora —le respondía Miguel con ternura—. Bastante tiene vuestra merced con lo que ha pasado. Déjenos hacer, que somos hombres y sabemos cuidarnos. No se alarme vuestra merced, que no ha de sucedemos mal alguno.
Ella lloraba amargamente. Detestaba aquellos conflictos que retornaban una y otra vez a turbar la paz de sus vidas. Deseaba ardientemente que pudieran estar tranquilos, sin el sobresalto constante de los asuntos políticos.
—Mirad de no hacer un desatino —les decía a sus hijos—. Acordaos de la otra vez. ¡Por el amor de Dios, dejaos ya de locuras!
—Confíe en nosotros, señora madre —insistía don Miguel—. No sufra vuestra merced, que no se lo merece.
14 de mayo de 1521
Era domingo y estaba a punto de terminar la misa mayor en la parroquia de Xavier. Francés de Jassu ayudaba como monaguillo al vicario, que se disponía a impartir la bendición para despedir a los fieles. Pero antes de que nadie abandonase el templo, debía cantarse la Salve a la Virgen. El muchacho entonaría el canto en solitario, como cada domingo; después se le unirían los clérigos y el pueblo. A un lado, junto al presbiterio, doña María de Azpilcueta esperaba emocionada ese momento, arrodillada en un reclinatorio, como la tía Violante. Detrás de ellos estaban los primos y los criados de mayor confianza. El tío Martín solía situarse en un rincón junto al sepulcro de su esposa, que murió joven, hacía treinta años. La iglesia estaba abarrotada, como era costumbre.
El vicario bendijo y pronunció la frase de despedida: «Ite missa est». En ese momento sonó un fuerte estampido en el exterior que retumbó en la bóveda. Lodo el mundo dio un respingo y comenzaron a mirarse unos a otros extrañados. Se oían voces, alboroto de gente y pisadas de caballería afuera en la calle. Dentro de la iglesia se inició un murmullo de conversaciones en voz baja.
Francés miró al vicario, sin saber qué hacer.
—Vamos, vamos, la Salve, ¿a qué esperas? —le apremió el clérigo.
El muchacho inició el canto como si nada pasara y los sacerdotes le siguieron. Los fieles se unieron sin demasiado entusiasmo, como despistados a causa de la inquietud causada por los ruidos del exterior.
Concluida la plegaria, se abrieron las puertas y la concurrencia se precipitó al exterior llevada por su curiosidad. Entonces se incrementó el alboroto. Se escuchaban voces exaltadas, vivas y aplausos. También el redoble de tambores que se iba intensificando.
—¡Dios Bendito, qué pasará ahí fuera! —exclamó el vicario cuando iba camino de la sacristía con los acólitos.
Francés se sacó el roquete y la sotana de un tirón, deseoso de ir a ver.
—¡Eh, adonde vas tú! —le recriminó el vicario—. Hay que apagar las velas y recoger todo.
Pero el muchacho estaba tan nervioso que no podía contenerse. Salió a todo correr por la nave del templo.
—¡Eh, Francés! ¡Quieto ahí, Francés de Jassu! —le gritaba el clérigo.
Doña María de Azpilcueta seguía arrodillada, como si estuviera ajena a lo que sucedía.
—¡Señora, llame vuestra merced a su hijo! —le dijo el vicario.
Pero ella ni siquiera le miró. Tenía los labios temblorosos y una mirada llorosa perdida en la imagen de la Virgen que presidía el altar mayor.
Afuera hacía un día de brillante sol. La pequeña plaza que se extendía delante de la parroquia rebosaba. La gente había salido de la misa y se había unido a un nutrido grupo de forasteros recién llegados, formando todos una turba vociferante, enloquecida, que vitoreaba y coreaba conocidas frases patrióticas. En el centro se veían caballeros armados, sobre sus monturas, y muchos hombres de a pie en fila, con arcabuces, rodelas y lanzas. De vez en cuando, estallaba en el aire algún disparo y las mujeres gritaban aterrorizadas. Las palomas de un cercano palomar se habían asustado y volaban en desbandada por el cielo azul junto a una nube de golondrinas.
Francés vio a sus hermanos, a caballo, formando parte de la hueste. La gente les aplaudía y aclamaba entusiasmada.
—¡Viva el único rey de Navarra! —gritó don Miguel de Jassu y Azpilcueta con una recia voz.
—¡Viva! —coreó el gentío.
—¡Viva don Enrique de Albret!
—¡Viva!
—¡Viva don Enrique II de Navarra! ¡Viva el rey! ¡Viva Navarra!
—¡Viva! ¡Viva! ¡Viva!
Francés sintió que le hervía la sangre en las venas. Se sentía emocionado por ver a sus hermanos, parientes y amigos tan exaltados; dispuestos a defender leal y valientemente a quienes consideraban sus legítimos reyes. Gritaba como el que más; coreaba los vivas y se unía a sus paisanos para cantar las coplas patrióticas cine todo el mundo conocía. Los jóvenes, los muchachos de su edad y aun los niños participaban del jaleo como si se tratara de una fiesta.
El menor de los Jassu corrió a por su caballo y quiso unirse a la banda armada que tan resuelta estaba a reconquistar el reino. Pero doña María se enfureció y fue a apartar a Francés de todo aquel lío. Reprendió a Miguel y a Juan, echándoles en cara que iban a perderse y que perderían también al pequeño metiéndolo en sus peligrosas empresas.
Miguel entonces le dijo al muchacho:
—Anda, vete a casa, que no tienes edad.
—Pero… ¡tengo quince! Ahí hay gente menor que yo…
—¡He dicho que obedezcas a nuestra señora madre! ¡Esto es cosa de hombres!
Francés los vio partir muy animosos, por el camino de Yesa, dando vítores y enarbolando banderas.
—¡Viva don Enrique II! ¡Viva el rey de Navarra! ¡Viva! ¡Viva! ¡Viva!…
Durante las semanas siguientes llegaron noticias alarmantes que pusieron en vilo a la familia. Don Miguel y don Juan de Jassu reclutaron gente por los alrededores y compusieron una hueste para unirse al mariscal de Navarra e iniciar la revuelta.
Por otra parte, se supo que en Castilla se habían alzado numerosos nobles, clero y pueblo en contra del rey Carlos V, temerosos de que la autoridad del emperador, representada por los corregidores, terminara con sus privilegios en las Cortes castellanas. El descontento y la indignación cundían en todas partes, pues se temía la rapacería de los consejeros borgoñones y Castilla se resistía a aceptar un rey extranjero. La insurrección había comenzado a gestarse en las Cortes de Valladolid y estalló luego en Toledo, en Segovia y en el resto del reino, constituyéndose una Junta Santa dispuesta a tomar las armas.
En Navarra estas nuevas sembraron muchas esperanzas. La gente estaba de gorja. Pero las cosas se pusieron mucho más serias cuando se conoció la noticia de que el rey Enrique de Albret venía por ultrapuertos ayudado por Francia para recuperar el reino, aprovechando que Carlos V partía para coronarse en Roma emperador del Sacro Imperio. Decían que el joven rey navarro venía con su enorme ejército de franceses, al que se unieron los roncaleses y mucha gente de la baja Navarra. En Pamplona fue saqueado el palacio del virrey y arrastrado por las calles el escudo de los Austrias. El 19 de mayo los regidores de la ciudad prestaron juramento al rey Enrique II y lo mismo hicieron muchas autoridades, nobleza y clero en numerosas ciudades. El mariscal don Pedro de Navarra capitaneó el alzamiento en la merindad de Olite; les siguió Tudela con don Antonio de Peralta a la cabeza y en Estella capituló la fortaleza donde se hacía fuerte la guarnición española. Se decía que el levantamiento era ya general y que no sólo los agramonteses estaban en la causa, sino que muchos beamonteses también se unían.
Enardecidos por tales noticias, don Miguel y don Juan de Jassu reunieron a toda su gente y fueron a juntarse con partidas de hombres de Cáseda, Liédema y Yesa. Se enteraron de que venía un destacamento de peones castellanos enviados por la ciudad de Calahorra a guarnecer la plaza de Lumbier; en total unos doscientos soldados bien armados. Les dieron alcance en el puente de Yesa, los acorralaron, mataron a varios de ellos e hirieron a muchos. A los demás, vencidos y despojados de ropas, dinero y armas, los despidieron para que se volvieran por donde habían venido, con graves advertencias de no respetarles la vida si intentaban nuevamente cruzar aquellos territorios.
Francés vio venir a sus hermanos mayores victoriosos, seguidos por toda su gente, embravecidos y henchidos de orgullo. Descansaron en el castillo, comieron, bebieron y se fueron animando más y más. Al día siguiente, de madrugada, se fueron todos a Sangüesa vitoreando a voz en cuello al rey Enrique II, al mariscal don Pedro y a Francia.
Esa tarde se supo en Xavier que habían puesto en fuga a la guarnición castellana y que tenían presos a los regidores. Don Miguel en persona arrastró por los suelos de Sangüesa los pendones de Castilla atados a su montura.
Doña María de Azpilcueta escuchaba el relato de estos hechos espantada.
—Esto no traerá nada bueno —decía meneando la cabeza.
—¿Por qué, madre? —replicaba su hijo Francés—. ¿Hay acaso algo malo en ello? ¡Es de justicia! ¡Don Enrique es el rey de Navarra! ¡Es el legítimo rey!
—Calla, hijo, calla —le mandó ella muy seria—. ¡Esto es una locura! El rey de Castilla es el emperador del mundo y tiene consigo al papa y a muchos reinos. ¿Qué pueden estos hijos míos contra tanta fuerza? Esto no ha de acabar bien, hijo de mi alma. Esto terminará llevándonos del todo a la ruina.