NAVARRA, señorío de Xavier, 20 de abril de 1520
Por esos caprichos del arte de la cetrería, un muchacho de quince años cabalgaba por los campos llevando su halcón neblí en el puño. Pretendía alcanzar un bando de bravas perdices que volaban largo, más allá del valle, cerro tras cerro, dejándose caer a ras de suelo por las pendientes para perderse en las zonas sombrías de la ladera. El sol de primavera había estado radiante durante la jornada y ahora se ocultaba detrás de la sierra de Izco. El cielo se iba tiñendo de un color purpúreo. Salía la luna. Al paso del caballo por la hierba fresca, se arrancó del suelo con ruidoso vuelo un macho de perdiz grande como una gallina. Soltó las pihuelas el joven y su noble ave se elevó en el aire para lanzarse luego como una saeta y alcanzar a su presa en un impacto de garras y plumas. Al muchacho, feliz por la hazaña de su halcón, se le escapó una alegre carcajada que resonó en la soledad del paraje. Echó pie a tierra y corrió para recoger la perdiz, antes de que la fiera rapaz comenzase a devorarla.
Caía la noche sobre los montes y el cazador emprendía el regreso. Todo empezaba a estar oscuro y silencioso. Cabalgó por un abrupto collado y luego por unos prados suaves que le condujeron hasta el camino que discurría junto a la orilla del río que se deslizaba rápido. La luna roja se reflejaba en el agua; pequeñas ondas corrían por su reflejo alargándola, despedazándola, como si quisieran llevársela corriente abajo.
Pronto divisó en el horizonte el castillo, la techumbre del caserón familiar y los graneros. Las majadas balaban en los apriscos y algún mastín ladraba ronca y pesadamente. El muchacho iba abstraído sobre el caballo, como envuelto en tanta quietud y con el ánimo pacificado, dejándose llevar por el conocido sendero.
De repente unas voces le hicieron salir de su ensimismamiento. Dos caminantes, charlando en voz alta, iban por delante en la misma dirección y no tardó en darles alcance. Enseguida les reconoció como peregrinos por sus hábitos pardos y por los bordones que portaban en sus manos. Era una imagen frecuente por aquellos senderos. Les saludó:
—¡La paz de Dios, hermanos peregrinos! ¿Adonde van vuesas mercedes?
—Al santo templo del Apóstol, a Compostela. ¿Falta mucho para Sangüesa?
—No, hermanos. Mas ya ven vuestras mercedes que es de noche y se perderán. En aquel castillo pueden hospedarse.
—¿De quién son estas tierras, muchacho?
—Del señor de Xavier, mi hermano. Yo vivo en el castillo y mi señora madre tiene por ley dar posada al peregrino, como Dios manda.
—Pues Dios se lo pagará —respondió uno de los caminantes—. Vamos allá, que necesitamos dar descanso al cuerpo.
—¿Vienen de muy lejos? —preguntó cortésmente el muchacho para darles conversación.
—De Jaca. Ha poco que empezamos el camino. Dios quiera que podamos terminarlo.
—Claro, hermanos; el Apóstol os ha de ayudar a llegar allá —les animó él.
—Dios te oiga, muchacho.
Al aproximarse más al castillo de Xavier, se apreciaba su estado ruinoso, con la torre de San Miguel demolida y todas las defensas, murallas exteriores, matacanes y almenas derruidas. De la fortaleza apenas quedaba en pie el caserón destartalado con unos graneros adosados que doña María de Azpilcueta mandó construir con las piedras resultantes de tanto destrozo.
—¿Hubo aquí guerra? —preguntó uno de los peregrinos al muchacho.
—¿Guerra? ¿Por qué pregunta tal cosa vuestra merced? —contestó muy digno él.
—Parece muy desmochado el castillo —observó el peregrino.
—De puro viejo que es se ha caído —respondió huraño el joven y espoleó al caballo para adelantarse—. ¡Allá les espero, hermanos! Que he de ir a avisar, dado lo tarde que es.
Mientras se acercaba a la puerta principal de su casa, el más pequeño de los Jassu reparaba una vez más, como tantas otras, en el agravio permanente que suponía para él y los suyos el estado lamentable de la que fuera durante siglos la fortaleza orgullosa de sus apellidos. Desde que cinco años antes las tropas del Regente de Aragón atacaran Sangüesa y mandaran desmochar las defensas de los señoríos fieles a los reyes navarros, la imagen del castillo delataba ante todos los que por allí pasaban el humillante castigo sufrido por la rebeldía de sus habitantes. Por eso el muchacho no daba explicaciones a nadie. Que cada cual se hiciese sus propias conjeturas.
En este último lustro habían pasado muchas cosas. Tristes las más de ellas. Tuvieron que huir los hermanos mayores a Francia. Porque don Miguel de Jassu y Azpilcueta, el nuevo señor de Xavier, había hecho público y notorio alineamiento del señorío familiar con el rey don Juan de Albret, no sólo con su juramento formulado en Sangüesa delante de otros caballeros, sino porque había además reunido gentes y armas con los que se pusieron al servicio del levantamiento. Sobrevenido el castigo y abatidas las defensas del castillo, comenzaron las penalidades. Los señores de Xavier tuvieron que renunciar a muchos beneficios. Los rebaños trashumantes que atravesaban sus términos dejaron de pagar la cuota por el pasto que comían: un cordero y cinco sueldos. Tampoco los almadieros querían pagar el derecho de paso de la madera que discurría siguiendo la corriente del río Aragón. Doña María de Azpilcueta, sin poderes ni defensa alguna, veía cómo disminuían los ingresos de su casa merced a la indocilidad de pecheros y vasallos. Comenzó a sentirse crudamente la penuria.
Pero en este corto periodo de cinco años, que a Francés de Jassu Je pareció tan largo por dejar atrás la infancia, sucedieron también muchos cambios en los reinos. Murió el Regente, el cardenal Cisneros. Reinaba ahora en las Españas Carlos V, nieto del rey don Fernando. Murió asimismo el virrey de Aragón, don Alonso. Y también murieron los reyes de Navarra en el exilio francés, dejando como heredero de su perdido reino a su hijo don Enrique de Albret.
Al trocarse de tal manera los poderes y variarse tanto el curso de las cosas, pareció que lo que había sido reciente quedaba pronto lejano en el tiempo. Entonces doña María envió memoriales al nuevo rey don Carlos pidiéndole que resarciera al señorío por todos los daños sufridos en sus posesiones. Reclamó cinco mil ducados por los perjuicios del castillo y el pago de todos los préstamos hechos a los reyes navarros desde los tiempos de los abuelos, así como los servicios que se le debían al doctor don Juan de Jassu. No logró sino silencios.
El señor de Xavier, Miguel de Jassu y Azpilcueta, estuvo durante muchos años lejos del señorío, ya fuera en ultramontes, en Francia, o en Pamplona; siempre alejado de la aldea, sin atreverse a presentarse por miedo a comprometer a la familia. Tampoco Juan de Jassu, el capitán, venía a casa.
Al faltar el mayorazgo, algunos vecinos de Sangüesa se envalentonaron y se apoderaron de las tierras de Xavier. Fueron allá ensoberbecidos, al ver las torres humilladas y por los suelos. Roturaron los campos, se edificaron casas de labranza y se asentaron a sus anchas prohibiendo a los roncaleses que se detuvieran en los prados para apacentar los ganados.
Francés deseaba ser mayor para tomar las armas y poner en su sitio a aquella gente que tanto abatimiento causaba al orgullo del noble nombre de la familia.
Cuando, pasados los años, pareció que todo estaba más calmado, regresó Miguel de Jassu. Con tiento y cuidado, el señor de Xavier intentó ordenar las cosas, pero en Sangüesa las autoridades castellanas se negaban a respetarle muchos de sus derechos.