Buenos chicos
Augustus Brine no quiso aceptar ninguna de las ofertas para llevarlo a casa. Prefería andar. Necesitaba pensar. Gian Hen Gian le acompañó.
—Puedo reparar tu camioneta y hacerla volar, si quieres —dijo el yinn.
—No, no quiero. Ni siquiera sé si quiero irme a casa.
—Puedes hacer lo que desees, Augustus Brine.
—Tampoco me apetece volver a la tienda. Creo que les daré el negocio a Robert y Jenny.
—¿Es aconsejable meter a ese borracho en una barrica?
—Dejará de beber. También me gustaría que se quedasen con la casa. Mañana comenzaré a hacer el correspondiente papeleo.
—Ya está hecho.
—¿Así, nada más?
—¿Acaso dudas de la palabra del Rey de los yinn?
Antes de que Brine volviera a hablar, caminaron en silencio durante un rato.
—No está bien que Travis haya vivido durante tanto tiempo sin una vida, sin amor.
—¿Quieres decir, como te pasa a ti?
—No, no como yo, yo he tenido una buena vida.
—¿Te gustaría que lo volviese joven otra vez?
Brine pensó durante un momento antes de contestar.
—¿Podrías hacer que cada año rejuveneciera en vez de envejecer? —Se puede hacer.
—¿Y ella también?
—¿A ella?
—A Amanda. ¿Podrías hacer que rejuvenecieran juntos?
—Se puede hacer, si así lo deseas.
—Pues lo deseo.
—Ya está hecho. ¿Se lo dirás?
—No, no por ahora, será una agradable sorpresa.
—Y para ti, ¿qué deseas, Augustus Brine?
—No lo sé, siempre pensé que yo sería una buena madame.
Antes de que el yinn pudiera decir nada, la furgoneta de Raquel se acercó a ellos y paró. Ella bajó la ventanilla y dijo:
—¿Te puedo llevar a algún sitio, Gus?
—Está intentando pensar —apuntó el yinn.
—No seas grosero —le dijo Brine al yinn—. ¿Hacia dónde vas?
—No lo sé muy bien. No me apetece volver a casa, tal vez no vuelva nunca.
Brine cruzó el camino por delante de la furgoneta y luego abrió la puerta lateral.
—Métete, Gian Hen Gian.
El yinn se metió en la furgoneta, Brine cerró la puerta y se subió en el asiento del pasajero, al lado de Raquel.
—¿Y bien? —preguntó ella.
—Hacia el este —dijo Brine—, a Nevada.
Se llamaba King’s Lake. Cuando surgía en el desierto, aparecía simultáneamente en todos los mapas de Nevada que jamás se hubieran imprimido. La gente que pasaba por aquella parte del estado juraba no haberla visto antes y sin embargo estaba ahí, sobre el mapa.
Sobre la hilera de árboles que bordeaba la ribera del lago se levantaba un palacio de cien habitaciones, que encima tenía un enorme cartel luminoso que decía: «Casa Brine. Carnadas, aparejos y mujeres finas».
A cualquiera que visitaba el palacio le daba la bienvenida una hermosa morena que cogía su dinero y los dirigía hacia una habitación. Al salir, un hombrecillo con un traje arrugado les devolvía el dinero y los acompañaba a la puerta.
Al volver a casa, los visitantes hablaban de un hombre de pelo blanco que se pasaba el día sentado en la posición de loto al final de un embarcadero que quedaba enfrente del palacio, fumando su pipa y pescando. Decían que cuando se aproximaba la noche, la mujer morena iba a acompañarlo para así, juntos, ver la puesta del sol.
Los visitantes nunca sabían a ciencia cierta qué les había pasado mientras habían estado en el palacio, pero no parecía importarles. El caso era que después de haber estado allí, apreciaban los sencillos placeres que la vida les presentaba y se sentían felices. Y aunque les recomendaban aquel lugar a sus amigos, ellos nunca volvían.
Lo que sucedía en aquellas habitaciones es enteramente otra historia.