35

Malos chicos, chicos buenos

Raquel estaba dibujando figuras con una navaja en el suelo de la cueva cuando oyó que algo que revoloteaba le rozaba la oreja.

—¿Qué fue eso?

—Un murciélago —dijo Engañifa, que todavía era invisible.

—Salgamos de aquí —dijo Raquel—, llévalos fuera.

Effrom, Amanda y Jenny estaban de espaldas a la pared de la cueva, amordazados y atados de manos y pies.

—No sé por qué no podíamos haber esperado en tu cabaña —dijo Engañifa.

—Tengo mis razones. Ayúdame a sacarlos.

—¿Tienes miedo a los murciélagos?

—No, es sólo que me parece que este ritual debería hacerse fuera.

—Si tienes problemas con los murciélagos, te va a encantar verme.

Un cuarto de kilómetro antes de llegar a la cueva, Augustus Brine, Travis y Gian Hen Gian esperaban a que llegara Howard y Robert.

—¿Crees que lo conseguiremos? —le preguntó Travis a Brine.

—¿Por qué me lo preguntas a mí? Yo entiendo menos de estas cosas que vosotros. Que lo consigamos o no más bien depende de tu poder de persuasión.

—Oye, ¿lo repasamos? —propuso Travis.

—Esperemos a Robert y Howard —contestó Brine, después de mirar la hora que era—. Aún nos quedan unos minutos y no creo que nos viniera mal llegar un poco tarde. Después de todo, según parece, Engañifa y Raquel no tienen mejor cosa que hacer que esperarte.

Justo en ese momento oyeron que un coche frenaba con las velocidades. Era el viejo Jaguar negro de Howard, que giraba para coger el camino de tierra. Howard aparcó detrás del camión de Brine. Salieron del coche y Robert empezó a pasarles a Brine y a Travis las cosas que estaban en el asiento trasero: una bolsa de equipo fotográfico, un enorme y pesado trípode, un estuche de lente largo de aluminio y un rifle de caza con mira telescópica. Brine no quiso coger el rifle.

—Y eso, ¿para qué? —preguntó.

—Si nos da la impresión de que esto no va a dar resultado, lo podemos utilizar para sacar a Raquel antes de que tenga poder sobre Engañifa —respondió Robert erguido y con el rifle en la mano.

—¿Qué ganaremos con ello?

—Travis podrá mantener el control sobre el demonio.

—No —dijo Travis—, de una manera u otra esto acabará hoy mismo pero no le dispararemos a nadie. Estamos aquí para acabar con la matanza, no para aumentarla. No sabemos si Raquel tendrá más control sobre el demonio que yo.

—Pero ella no sabe en lo que se está metiendo, como tú mismo has dicho.

—Si llega a controlarlo, él tiene que decírselo, como me lo dijo a mí. Por lo menos me habré librado de él.

—Y Jenny habrá muerto —respondió Robert con displicencia.

—El rifle se queda en el coche —dijo Brine—; obraremos bajo la premisa de que dará resultado, y punto. Ahora, normalmente hubiera dicho que se vaya el que no esté de acuerdo, pero la realidad es que tenemos que estar todos para que esto funcione.

Brine los miró a todos. Estaban esperando.

—Y bien, ¿vamos a hacerlo?

—Venga, manos a la obra —apuntó Robert, y echó el rifle en el asiento trasero del coche.

—Bien —dijo Brine—. Travis, tú tendrás que sacarlos de la cueva al exterior. Tendrás que sostener la invocación en lo alto tiempo suficiente para que Robert pueda fotografiarlo, y tendrás que traer los candelabros; de preferencia podrías mandarlos con Jenny y los Elliot.

—Eso no lo admitirán. Sin los rehenes, ¿por qué iba a traducirles la invocación?

—Entonces proponlo como una condición. Haz lo que puedas, tal vez puedas conseguir que salga uno de ellos.

—Si pongo los candelabros como condición, sospecharán.

—Mierda —dijo Robert—, esto no dará resultado, no sé por qué pensé que era posible.

Durante toda aquella discusión, el yinn sólo había estado observando. Ahora se aproximaba al círculo.

—Dales lo que piden. Una vez que la mujer controle a Engañifa, no tendrán por qué sospechar de nada —dijo.

—Pero Engañifa matará a los rehenes y probablemente a todos nosotros —respondió Travis.

—Un momento —apuntó Robert—, ¿dónde está la furgoneta de Raquel?

—¿Qué tiene que ver eso? —preguntó Brine.

—Pues no habrán caminado hasta aquí con los rehenes a remolque y no se ve su furgoneta aparcada por ningún lado, lo cual quiere decir que está arriba, cerca de las cuevas.

—¿Y? —preguntó Travis.

—Eso significa que si tenemos que tomarlos por asalto, podemos subir en el camión de Gus. Seguramente el camino sale del bosque y rodea el cerro hasta llegar a las cuevas. Ya tenemos la grabadora, así que podríamos reproducir la invocación en alta velocidad. Gus podría conducir hasta el cerro, Travis podría echar los candelabros en el camión y lo único que tendría que hacer Gus es oprimir el botón del play.

Se lo pensaron durante un momento y luego dijo Brine:

—Todos a la parte trasera de la camioneta. Aparcaremos en el bosque tan cerca de las cuevas como nos sea posible para no ser vistos. De todo lo que hemos dicho, esto es lo que más se parece a un plan.

—Se ha retrasado —dijo Raquel desde la verde ladera del cerro.

—Matemos a uno de ellos —dijo Engañifa.

Jenny y sus abuelos se tocaban de espaldas sentados en el césped.

—Una vez que acabemos con el ritual no permitiré que hables más así —dijo Raquel.

—Sí, ama, estoy esperando que me guíes.

Raquel se paseaba por la ladera, esforzándose por no mirar a los rehenes.

—¿Qué tal si Travis no aparece?

—Vendrá —dijo Engañifa.

—Me parece que oigo un coche —dijo Raquel mirando hacia el sitio donde el camino salía del bosque, pero al no ver nada dijo—: ¿Y si te equivocas? ¿Si no viene?

—Helo ahí —dijo Engañifa.

Raquel se giró y vio que Travis salía del bosque andando y se dirigía hacia ellos.

Robert atornilló el trípode a la boquilla del teleobjetivo, se aseguró de que quedara apretado y luego le colocó el cuerpo de la cámara a la lente girándolo hasta que ambas piezas encajaron. De la bolsa que estaba a sus pies, sacó un rollo de películas Polaroid y lo colocó debajo de la Nikon.

—Nunca había visto una cámara como ésta —dijo Augustus Brine.

Robert enfocaba la larga lente.

—La cámara es la normal de treinta y cinco milímetros. Le compré el aditamento Polaroid para ver aproximadamente qué resultado obtendría en el estudio. Pero la utilizo muy poco.

Howard Phillips ya tenía el cuadernillo en la mano y una estilográfica lista para escribir.

—Revisa las pilas de la grabadora —le dijo Robert a Brine—, si las necesitas, tengo unas nuevas en la bolsa.

Gian Hen Gian erguía el cuello para poder ver a través de la maleza por un claro, que era donde estaba Travis.

—¿Qué está pasando? No veo qué está pasando —decía.

—Nada, todavía —respondió Brine— ¿Estás listo, Robert?

—Sí —respondió Robert sin levantar la vista del visor—. Tengo a Raquel en la mirilla. No debe de haber ningún problema para leer el pergamino. ¿Estás listo, Howard?

—Dado que existen pocas probabilidades de que caiga bajo el agarrotamiento del escritor en el momento clave, me encuentro listo —respondió.

Brine colocó cuatro pilas en la grabadora y la probó.

—Sólo esperamos a Travis —afirmó.

Travis subió la mitad de la colina.

—Vale, ya estoy aquí. Déjenlos ir y yo les traduciré la invocación —dijo desde allí.

—Me parece que no —respondió Raquel—; una vez que se haya ejecutado el ritual y me asegure de que haya salido bien, os podréis ir todos.

—No tienes idea de lo que estás diciendo, Engañifa nos matará a todos.

—No te creo. El espíritu de la Tierra estará bajo mi control y yo no lo permitiré.

—Ni siquiera le has visto, ¿verdad? Quién crees que tienes ahí, ¿un conejito de pascua? Mata a la gente, por eso está aquí —rió Travis sarcásticamente.

—Sigo sin creerte —dijo Raquel, que comenzaba a perder firmeza.

Travis vio que Engañifa se trasladaba hacia los rehenes.

—Venga, hazlo, Travis, o la anciana muere —dijo Engañifa, colocando una garra sobre la cabeza de Amanda.

Travis subió hasta arriba y se puso frente a Raquel. En voz baja le dijo:

—Sabes, te mereces lo que vas a recibir. Nunca pensé que le desearía Engañifa a nadie pero tú te lo mereces. —Miró a Jenny, vio que pedía una explicación con la mirada y él retiró la suya—. Dame la invocación —le dijo a Raquel—. Espero que hayas traído papel y lápiz, no lo puedo hacer de memoria.

Raquel metió la mano en una bolsa de líneas aéreas y sacó los candelabros. Uno por uno, los destornilló y, después de sacar las invocaciones, volvió las piezas a la bolsa. Le dio los pergaminos a Travis.

—Pon los candelabros al lado de Jenny —le ordenó Travis.

—¿Por qué?

—Porque el ritual no tendrá efecto si está demasiado cerca de los pergaminos. Es más, las cosas te irían mejor si a ellos los desatases y los dejases ir con los candelabros. Apártalos por completo de todo esto.

Para Travis era tan evidente que estaba mintiendo que por un momento temió haberlo echado todo a perder al darles tanta importancia a los candelabros.

Raquel lo miró fijamente, intentando entender y después dijo:

—No entiendo.

—Yo tampoco —dijo Travis—, pero así es la mística. No me dirás que secuestrar a unas personas y mantenerlas como rehenes para invocar al demonio tiene algo que ver con el mundo lógico.

—¡A un espíritu de la Tierra, no a un demonio! Y voy a utilizar este poder para el bien.

Travis consideró si debía intentar convencerla de su error pero luego decidió que no. La vida de Jenny y de los Elliot dependía de que Engañifa mantuviera la pose de ser un benévolo espíritu de la Tierra hasta que fuera demasiado tarde. Le echó una intensa mirada al demonio y éste le contestó con una maléfica sonrisa.

—¿Y bien? —preguntó Travis.

Raquel cogió la bolsa y la colocó sobre la pendiente, a un par de metros de donde se encontraban los rehenes.

—No, un poco más lejos —dijo Travis.

Raquel se colgó la bolsa al hombro, descendió unos diez metros más y se giró para ver si Travis aprobaba aquella distancia.

—¿Qué significa esto? —preguntó Engañifa.

Temiendo forzar su suerte, Travis asintió con la cabeza mirando a Raquel y ella dejó allí la bolsa. Ahora, los candelabros estaban doce metros más cerca del camino que rodeaba el cerro por detrás. Por donde pasaría Brine en su momento.

Raquel volvió a la cima de la colina.

—Ahora necesitaré papel y lápiz —dijo Travis.

—Están en la bolsa —Raquel volvió a bajar hacia la bolsa.

Mientras ella buscaba el lápiz y el papel, Travis sostuvo uno de los pergaminos delante suyo, contó hasta seis y luego cogió el otro, con la esperanza de que el ángulo correspondiera con el de la cámara de Robert y de que su cuerpo no obstaculizara la vista de la lente.

—Toma —dijo Raquel, dándole un lápiz y un cuadernillo.

Travis se sentó con las piernas cruzadas y extendió los pergaminos delante suyo.

—Siéntate y tómalo con calma, esto va a llevar algún tiempo.

Esperando ganar tiempo, comenzó con el pergamino del segundo candelabro. Comenzó a leer letra por letra, intentando primero recordarlas, y luego traducía el significado de la palabra. No tardó en coger ritmo y cuando acabó con la primera oración, tuvo que hacer un esfuerzo para avanzar más lentamente.

—Lee lo que ha escrito —dijo Engañifa.

—Pero si sólo ha escrito una línea —respondió Raquel.

—Léela.

Raquel cogió el cuadernillo y leyó:

—Estando en posesión del poder de Salomón, hago un llamamiento a la raza que pisó la Tierra antes de que el hombre… —Ahí se detuvo—. Eso es todo lo que hay.

—Es el pergamino equivocado —dijo Engañifa—. Travis, traduce el otro. Si no lo haces bien esta vez, muere la chica.

—Es la última vez que te compro un cómic del Monstruo de las Galletas, jodido monstruo escamado.

Renuentemente, Travis colocó el otro pergamino encima y comenzó a traducir la invocación que había pronunciado en la capilla de Sant Anthony setenta años antes.

Howard Phillips tenía ante él dos fotos Polaroid. Escribía la traducción sobre su cuadernillo mientras Brine y Gian Hen Gian lo observaban por encima de cada hombro respectivamente. Robert miraba por el visor de la cámara.

—Le han hecho cambiar de pergamino, debe de haber estado leyendo el que no era.

—Howard, ¿estás traduciendo el que necesitamos? —le preguntó Brine.

—Todavía no lo sé. Sólo he traducido unas cuantas líneas. Este trozo de arriba, que está en latín, parece más un mensaje que una invocación.

—¿No podrías echarle una ojeada primero? No tenemos tiempo para equivocaciones.

Howard leyó lo que tenía.

—No, esto no es —dijo; luego arrancó la hoja del cuadernillo y recomenzó, mirando la otra fotografía—. Éste parece constar de dos invocaciones más cortas. Parece ser que la primera le otorga poder al yinn. Habla de una raza que pisó la Tierra antes que el hombre.

—Correcto —apuntó el yinn—, traduce el que tiene dos invocaciones.

—De prisa —dijo Robert—. Travis ya tiene media hoja. Gus, cuando subas hacia el cerro, yo iré en la parte trasera del camión. Saltaré y cogeré la bolsa de los candelabros. Aún deben estar a unos treinta metros del camino y yo me moveré más rápidamente que tú.

—He acabado —dijo Howard. Le pasó el cuadernillo a Brine.

—Grábala a velocidad normal —dijo Robert—, y luego reprodúcela a alta velocidad.

Brine se colocó la grabadora a la altura de la cara, con el dedo índice sobre el botón para grabar.

—Gian Hen Gian, ¿dará resultado esto? Quiero decir, ¿tendrá el mismo efecto una voz grabada que una al natural?

—Lo mejor será presumir que sí.

—¿Quiere decir que no lo sabe?

—¿Cómo iba a saberlo?

—Genial —dijo Brine. Oprimió el botón y leyó la traducción ante el micrófono. Cuando acabó, rebobinó la cinta y dijo—: Bien, vamos allá.

—¡Policía! ¡Que nadie se mueva!

Los cuatro se giraron para ver a Rivera, que se encontraba de pie sobre el camino que estaba detrás de ellos. Llevaba una treinta y ocho en la mano, la cual movía continuamente para apuntar hacia todos.

—Todo el mundo al suelo, boca abajo.

Se quedaron donde estaban, petrificados.

—¡Dije al suelo! —exclamó Rivera, tirando del percutor.

—Oficial, debe haber algún error —dijo Brine, sintiéndose como un estúpido al decirlo.

—¡Abajo!

Lentamente, Brine, Robert y Howard se acostaron boca abajo sobre el suelo. Gian Hen Gian se quedó de pie maldiciendo en árabe; y los ojos de Rivera se abrieron como platos al ver que aparecían arabescos azules sobre la cabeza del yinn.

—¡Deje de hacer eso! —exclamó Rivera.

El yinn no le hizo caso y siguió maldiciendo.

—Panza abajo, jodido enano.

Robert se apoyó sobre los brazos para erguirse y mirar a su alrededor.

—¿Qué significa esto, Rivera? Sólo estábamos tomando unas fotos.

—Sí, por eso tienes un rifle de largo alcance en el coche.

—No, eso no es nada —respondió Robert.

—No sé qué es, pero es más que nada, y ninguno de ustedes se irá hasta que me contesten a unas preguntas.

—Se equivoca, oficial —dijo Brine—, si no continuamos lo que estábamos haciendo, morirán unas personas.

—Primero, soy sargento; segundo, me estoy volviendo un maestro en meteduras de pata, así que por una más, no pasa nada. Y tercero, el único que va a morir aquí es este pequeño árabe, si no baja el culo al suelo.

«¿Por qué tardarán tanto?» Travis había prolongado la traducción tanto como podía, con pausas cada pocas palabras; pero sabía que Engañifa estaba impacientándose y que alargarla pondría en peligro la vida de Jenny.

Arrancó un par de hojas del cuaderno y se las pasó a Raquel.

—Ya está, ahora puedes desatarlos —dijo señalando con la cabeza hacia Jenny y los Elliot.

—No —dijo Engañifa—, antes veremos si da resultado.

—Por favor, Raquel, tienes lo que querías. No hay razón para retener más tiempo a estas personas.

—Los recompensaré una vez que haya obtenido el poder. No importará que se queden unos minutos más —dijo Raquel después de coger las hojas.

Travis contuvo sus ganas de mirar hacia el bosque. Se cogió la cabeza con las manos y suspiró profundamente conforme Raquel comenzaba a leer la invocación en voz alta.

Por fin Augustus Brine convenció a Gian Hen Gian de que se echara al suelo. Era evidente que Rivera no escucharía a nadie hasta que el yinn cediera.

—Bien, Masterson, ¿de dónde coño sacaste esa maleta metálica? ¿De quién es ese Chevy?

—Eso no se lo puedo decir.

—Me lo puedes decir o serás acusado de asesinato.

—¿De asesinato? ¿A quién han matado?

—Parece ser que como a unas mil personas. ¿Dónde está el dueño de la maleta? ¿Es alguno de estos tipos?

—Rivera, le contaré todo lo que sé sobre todo esto como en unos quince minutos, pero ahora debe dejarnos terminar lo que empezamos.

—¿Y qué empezasteis?

—Sargento, me llamo Augustus Brine. Soy negociante aquí en el pueblo. No he hecho nada malo, así que no tengo ninguna razón para mentirle.

—¿Y bien?

—Pues tiene usted razón. Hay un asesino. Estamos aquí para detenerlo. Si no actuamos ahora mismo, se escapará, así que le pido encarecidamente que nos deje ir.

—No le creo, señor Brine. ¿Dónde está ese asesino y por qué no llamaron a la policía? Tómeselo con calma y no se deje ningún detalle.

—No tenemos tiempo —insistió Brine.

Justo en ese momento oyeron un fuerte ruido sordo y luego el sonido de un cuerpo que caía al suelo. Brine se giró y vio que Mavis Sand estaba de pie sobre el derribado detective con un bate de béisbol en la mano.

—Hola, monada —le dijo a Brine.

Todos se levantaron de inmediato, realmente sorprendidos.

—Mavis, ¿qué estás haciendo aquí?

—Me amenazó con clausurarme el negocio si no le decía dónde estabais. Después de habérselo dicho, empecé a sentirme como una mierda y aquí me tenéis.

—Gracias, Mavis. Vámonos. Howard, usted se queda aquí. Robert, a la parte trasera del camión. Cuando usted quiera, Rey —le dijo Brine a cada uno respectivamente.

Brine se metió de un salto en el camión, encendió el motor y puso la tracción de cuatro ruedas.

Raquel leyó la última línea de la invocación con un grandioso movimiento de brazo.

—¡En nombre del Rey Salomón, te ordeno que aparezcas! No ha pasado nada —dijo segundos más tarde.

—Travis, no ha pasado nada —dijo Engañifa.

—Esperad unos minutos —respondió Travis. Le quedaban pocas esperanzas. Algo había salido terriblemente mal. Ahora tenía que enfrentarse con decirles lo de los candelabros, o bien mantener su ligazón con el demonio. De cualquier forma, los rehenes estaban condenados.

—Bueno, Travis, el viejo será el primero —dijo Engañifa.

Engañifa cogió al anciano por el cuello con un brazo. Mientras Travis y Raquel observaban, el demonio cambió a su estado visible y levantó a Effrom del suelo.

—¡Oh no, Dios mío! —dijo Raquel, llevándose un puño hacia la boca y retrocediendo de donde estaba el demonio.

—Suéltalo —ordenó Travis, intentando imponer su voluntad sobre la de Engañifa.

Por abajo se oyó que se encendía un motor de camioneta y poco después Gian Hen Gian irrumpía hacia ellos desde el bosque.

—Engañifa, ¿no vas a dejar nunca tus juguetes? —gritó el yinn mientras subía hacia la cima del cerro.

Engañifa tiró a Effrom a un lado y éste cayó a unos nueve metros de allí como un muñeco de trapo. Con las lágrimas rodándole por las mejillas, Raquel zarandeaba la cabeza violentamente como queriendo desprenderse de la imagen del demonio.

—Conque alguien dejó salir de su frasco a este apestoso —dijo Engañifa mientras se disponía a bajar al encuentro del yinn.

Se oyó el rugir de un motor y de pronto la camioneta de Augustus Brine salió por entre los árboles y, bamboleándose, comenzó a subir por el camino, dejando atrás una enorme estela de polvo. Robert iba de pie en la parte de atrás, sujetándose con fuerza al borde para no caerse.

Rápidamente, Travis corrió hacia Amanda y Jenny.

—¿Todavía eres un cobarde, Rey de los yinn? —preguntó Engañifa, y luego hizo una pausa para mirar al veloz camión.

—Todavía soy tu superior —respondió el yinn.

—¿Por eso permitiste que tu gente se fuera al Mundo Inferior sin al menos intentar luchar?

—Esta vez has perdido tú, Engañifa.

De pronto, Engañifa se detuvo y se giró para observar que la camioneta giraba sobre la última vuelta del camino y lo abandonaba para dirigirse campo traviesa hacia los candelabros.

—Después continuamos, yinn —dijo Engañifa y comenzó a correr hacia la camioneta dando zancadas de cinco metros. Al cabo de unos segundos, había sobrepasado a Travis y a las mujeres y se encontraba al otro lado del cerro.

—Agárrate fuerte —le dijo Brine a Robert al ver que el demonio se dirigía hacia ellos, y luego giró violentamente el volante hacia un lado para hacer que la camioneta bajara por un desnivel.

Engañifa bajó un hombro y embistió con él la parte derecha del parachoques. Robert vio venir el impacto y dudó si debía cogerse o saltar. Pero segundos más tarde el parachoques se comprimía bajo el demonio y la camioneta se levantaba sobre sus ruedas traseras para acabar volcada sobre el techo.

Robert acabó tirado en el suelo, intentando recuperar el resuello. Al intentar moverse, sintió un agudo dolor en el brazo; estaba roto. La enorme nube de polvo que los rodeaba le impedía ver nada. Oía los rugidos del demonio detrás suyo y el rechinante ruido del metal que rompía y arañaba.

Conforme se iba posando el polvo, comenzó a distinguir la forma de la camioneta al revés. El demonio estaba atrapado bajo el capó, intentando romper el metal con sus garras. Augustus Brine colgaba del cinturón de seguridad. Robert lo veía moviéndose.

Impulsándose con el brazo bueno, Robert se puso de pie.

—¡Gus! —gritó.

—¡Los candelabros! —gritó Brine.

Robert miró el suelo a su alrededor. Ahí estaba la bolsa. Había faltado poco para que cayera encima de ella. Intentó alcanzarla con ambos brazos pero casi se desmayó al sentir un intenso dolor en el brazo roto. La bolsa estaba a la altura de sus rodillas; metió el brazo bueno por las asas y arrastró hacia él el pesado bulto.

—¡De prisa! —gritó Brine.

Engañifa había dejado de arañar el metal. Con un gran rugido, impulsó la camioneta hacia arriba y se lo quitó de encima. Una vez de pie, echó la cabeza hacia atrás y lanzó un rugido con tal fuerza que Robert casi dejó caer los candelabros.

Cada hueso de su cuerpo le decía a Robert que se fuera, que se escapara de ahí. Se quedó paralizado.

—Robert, estoy atascado, tráemelos —dijo Brine, mientras intentaba abrir el cinturón. Al oír esto, el demonio se dirigió hacia el asiento del conductor y lanzó unos zarpazos a la portezuela. Brine oyó cómo se desprendía el revestimiento de la puerta con el primer golpe. Aterrorizado, se quedó mirándola, esperando ver una garra atravesar el vidrio en cualquier momento. Las garras del demonio rompieron la barra de soporte del interior de la puerta.

—Gus, toma. ¡Ay! Mierda. —Robert estaba acostado boca abajo fuera de la ventanilla del lado del pasajero y empujaba la bolsa de los candelabros por el techo del camión—. El botón del play, Gus, oprímelo.

Brine tocó el bolsillo de su camisa y sintió la grabadora de Mavis. La manoseó hasta dar con el botón del play y lo oprimió. Justo en ese momento sintió que una garra como un puñal se le clavaba en el hombro.

Ciento cincuenta kilómetros al sur, en la base aérea de Vandenberg, un técnico de radar informó que había visto que un OVNI entraba desde el Pacífico en una zona aérea prohibida. Cuando la nave se negó a responder a las advertencias por radio, mandaron cuatro reactores a interceptarla. Tres de sus pilotos dijeron no haber tenido ningún contacto visual con el artefacto. Al volver, el cuarto piloto fue sometido a un análisis de orina y fue puesto bajo arresto hasta que fue dado de alta por un oficial de control del estrés del departamento de la Fuerza Aérea.

La explicación oficial de la aparición de aquel fantasma fue que se trataba de una interferencia de radar causada por la extrema irregularidad de las mareas.

De los treinta y seis comunicados archivados por triplicado en varios de los departamentos del complejo militar, ni uno mencionaba un enorme búho blanco con una extensión de alas de casi veintisiete metros.

No obstante, después de haber estudiado el caso, el Pentágono le ofreció una remuneración de diecisiete millones de dólares al Instituto Tecnológico de Massachusetts por realizar un estudio secreto sobre la viabilidad de una nave en forma de búho. Después de dos años de simulaciones por ordenador y pruebas de prototipo en túneles de viento, el equipo de investigación llegó a la conclusión de que, en efecto, una nave en forma de búho sí podía ser un arma efectiva pero sólo en el caso de que el enemigo utilizara un cuerpo de tanques en forma de ratón.

Augustus Brine se dio cuenta de que estaba a punto de morir. En ese momento también se dio cuenta de que ello no le daba miedo y de que si moría no importaba. El monstruo que intentaba llegar a él con sus garras no importaba. La voz de ardilla que salía de la grabadora a alta velocidad no importaba. Tampoco importaban los gritos de Robert y ahora también de Travis. Estaba completamente consciente de todo lo que sucedía a su alrededor, él era parte de ello, pero no importaba. Ni siquiera los tiros le importaban. Lo aceptaba y se resignaba.

Rivera había vuelto en sí cuando Brine encendía el motor de la camioneta. Mavis Sand estaba de pie delante suyo sosteniendo su pistola, pero en aquel momento Howard y ella estaban observando lo que sucedía en la colina. Rivera se había girado a mirar hacia allí justo cuando Engañifa se transformaba a su estado visible y cogía a Effrom por el cuello.

—¡Dios! ¿Eso qué es?

—Quédese donde está —le dijo Mavis, dirigiendo hacia él el arma.

Rivera hizo caso omiso. Se levantó y se fue corriendo por el camino hacia su patrullero. Al llegar, abrió el maletero, sacó una metralleta y se echó a correr otra vez. Al pasar por el coche de Howard, hizo una pausa y cogió el rifle de caza de Robert.

Cuando Rivera volvió a mirar hacia la colina, la camioneta ya estaba patas arriba y el monstruo estaba atacando la portezuela. Tiró la metralleta al suelo y se echó el rifle al hombro. Apoyó el cañón contra un árbol, tiró del cerrojo y echó una bala en la recámara. Luego, miró a través de la mirilla y apuntó a la cara del monstruo. Reprimiéndose las ganas de gritar, Rivera tiró del gatillo.

El tiro le dio al demonio en la boca cuando la tenía abierta, haciéndolo retroceder unos treinta centímetros. Rápidamente, Rivera metió otra bala en la recámara y volvió a disparar; y luego otras cuantas. Cuando el percutor dio sobre la recámara vacía, el monstruo ya había retrocedido un par de metros, pero se disponía a atacar de nuevo.

—¡Maldita sea! —dijo Rivera.

Gian Hen Gian había llegado a la cima de la colina, donde. Travis se encontraba arrodillado al lado de Amanda y Jenny.

—Ya está hecho —dijo el yinn.

—¡Entonces haga algo, ayude a Gus!

—Ahora, sin sus órdenes, sólo puedo obedecer los deseos de mi último amo —dijo Gian Hen Gian, y luego apuntó con el índice hacia el cielo.

Travis alzó la vista y vio que algo blanco salía de las nubes, pero se encontraba demasiado lejos para distinguir lo que era.

Engañifa se recuperó de los impactos de bala y volvió a la camioneta. Enganchó su enorme mano en la barra interna de la portezuela, la arrancó y la tiró hacia atrás. Augustus Brine, que aún colgaba del cinturón, se giró tranquilamente hacia el demonio y lo miró. Engañifa levantó una garra para soltarle un golpe que le arrancaría la cabeza del cuerpo.

Brine le sonrió y el demonio se detuvo.

—¿Acaso estás chalado? —preguntó Engañifa.

Brine no tuvo tiempo de contestar. La reverberación que causaba el chillido del búho hizo temblar el parabrisas de la camioneta. Al mirar hacia arriba, a Engañifa se le quedaron los brazos agarrotados alrededor de su propio cuerpo y luego se elevó por el aire cogido por las patas de la enorme ave.

El búho se elevó tan rápidamente por el cielo que en cuestión de segundos sólo era un pequeño punto blanco sobre el Sol, que se dirigía rápidamente hacia el horizonte.

Cuando Travis llegó a destrabar el cinturón de seguridad, Augustus Brine seguía sonriendo. Al caer, pegó con el hombro herido sobre el techo de la camioneta y se desmayó.

Cuando recuperó el conocimiento, Brine estaba rodeado por todos. Jenny tenía la cabeza de Amanda apoyada sobre su hombro. La anciana estaba llorando.

Brine observó cada cara una por una; alguien faltaba.

Robert fue el primero en hablar.

—Dile a Gian Hen Gian que te cure el hombro, Gus. No puede hacerlo hasta que se lo digas; y ya estando en ésas, pídele también que me cure el brazo.

—Hazlo —dijo Brine, y enseguida su dolor de hombro desapareció. Se incorporó.

—¿Dónde está Effrom?

—No resistió, Gus —dijo Robert—, tuvo un ataque cardíaco cuando lo arrojó el demonio.

Brine miró al yinn.

—Haz que vuelva.

—Eso no lo puedo hacer —respondió el yinn, negando con la cabeza gacha.

—Lo siento, Amanda —dijo Brine.

—¿Y qué le pasó a Engañifa? —le preguntó Brine al yinn.

—Va de camino de Jerusalén.

—No entiendo.

—Te he mentido, Augustus Brine. Lo siento. Me encontraba ligado al último deseo de mi último amo. Salomón me pidió que devolviera al demonio a Jerusalén para ahí encadenarlo a una roca fuera del templo.

—¿Por qué no me le dijiste?

—Creí que si lo sabías nunca me devolverías mi poder. Soy un cobarde.

—No digas tonterías.

—Tal y como dijo Engañifa, cuando los ángeles llegaron para llevarse a mi gente al Mundo Inferior, no permití que lucharan. Como te dije, no hubo batalla, sino que respondimos como ovejas que van al matadero.

—Gian Hen Gian, no eres un cobarde, eres un creador, eso lo dijiste tú mismo. La destrucción y el participar en la guerra no está en tu naturaleza.

—Pero así fue, así que he tratado de reivindicarme deteniendo a Engañifa. Quería hacer por los humanos lo que no hice por mi propia gente.

—Ya no tiene importancia. Se acabó —dijo Brine.

—Qué va —dijo Travis—, no se puede encadenar al demonio a una roca en Jerusalén. Tienes que devolverlo. Tienes que leer la última invocación. Howard la tradujo mientras esperábamos a que despertaras.

—Pero Travis, no sabes lo que podría pasarte, en ese momento podrías morir.

—Gus, aún me encuentro ligado a él. Eso de todas formas no es vivir. Quiero ser libre.

Dicho esto, Travis le dio a Brine la invocación y el candelabro que contenía el Sello de Salomón.

—Si no lo haces tú, lo haré yo. Alguien tiene que hacerlo —añadió.

—Está bien, lo haré —respondió Brine.

Travis levantó la vista para mirar a Jenny.

—Lo siento —le dijo.

Robert fue al lado de Jenny y la abrazó. Travis echó a andar hacia el valle. Cuando ya no se le veía, Brine comenzó a leer las palabras que devolverían a Engañifa al infierno.

Encontraron a Travis echado en el asiento trasero del Jaguar de Howard.

Augustus Brine fue el primero en verlo.

—Travis, lo hice. ¿Te encuentras bien?

Cuando Travis levantó la vista, Brine tuvo el impulso de retroceder. La cara del guardián del demonio estaba repleta de arrugas y enrojecida por las arterias rotas. Tanto su pelo como sus oscuras cejas se habían vuelto blancos. Salvo por la expresión de sus ojos, que aún era intensa y jovial, Brine no lo hubiera reconocido. Travis sonrió. Todavía le quedaba un par de dientes frontales.

Su voz aún era joven.

—No me dolió. Esperaba una de esas transformaciones a lo Lon Chaney pero no fue así. De pronto, era viejo y eso fue todo.

—¡Qué bien que no haya sido doloroso! —dijo Brine.

—¿Qué voy a hacer ahora?

—No lo sé, Travis, tendré que pensarlo.