La Cabeza de la Babosa
Augustus Brine entró en La Cabeza de la Babosa, siguió Travis y finalmente Gian Hen Gian, que caminaba más despacio. El bar estaba casi vacío: Robert estaba sentado a la barra, otro hombre estaba sentado a una mesa en la oscuridad y Mavis estaba tras la barra. Robert se giró hacia ellos cuando entraban y al ver a Travis bajó de un salto del taburete.
—¡Gilipollas de mierda! —gritó Robert.
Se dirigió hacia Travis con el puño cerrado, pero sólo había dado tres pasos cuando Augustus Brine intentó pararlo con un brazo que le dio en la frente. Se vieron unas bambas blancas levantarse en el aire, mientras Robert experimentaba el efecto «ropa vieja», y un segundo después, se encontraba en el suelo, inconsciente.
—¿Y ése quién es? —preguntó Travis.
—El marido de Jenny —respondió Brine, mientras se agachaba para ver si el cuello de Robert tenía alguna vértebra dañada—. Se recuperará enseguida —añadió.
—Tal vez debíamos irnos a otro sitio.
—No hay tiempo —dijo Brine—, además, tal vez pueda ayudarnos.
Mavis estaba de pie sobre una caja de plástico de leche, asomándose desde la barra para ver el estado en que había quedado Robert.
—Buen golpe, asbesto, me gusta que un hombre sepa defenderse —dijo.
—¿Tienes sales de olor? —le preguntó Brine, ignorando por completo el cumplido.
Mavis bajó de la caja y después de rebuscar un momento en la parte trasera de la barra, sacó una botella de amoníaco de cuatro litros.
—Esto te servirá —le dijo a Brine—. ¿Bebéis algo, chicos? —les preguntó al yinn y a Travis.
Gian Hen Gian se aproximó a la barra y dijo:
—¿Le importaría ponerme una pequeña cantidad de…?
—Un frankfurt salado y una cerveza —le interrumpió Travis.
Brine pasó un brazo por debajo de los brazos de Robert y lo arrastró hacia una mesa. Lo sentó en una silla, cogió la botella de amoníaco de la barra, y la pasó varias veces bajo su nariz.
Tosiendo, Robert volvió en sí.
—Tráele una cerveza a este chico, Mavis —ordenó Brine.
—Hoy no está bebiendo, le he estado sirviendo coca-cola desde el mediodía.
—Una coca-cola, entonces.
Travis y el yinn cogieron su bebida y se reunieron en la mesa con Robert y Brine. Robert tenía aspecto de estar experimentando lo que era la realidad por primera vez. Con un quejido se frotó el gran chichón que le salía de la frente.
—¿Contra qué me he dado? —preguntó.
—Contra mí —le contestó Brine—. Robert, sé que estás enfadado con Travis, pero tendrás que olvidarte de eso por ahora, Jenny está metida en un lío.
Robert comenzó a protestar, pero calló cuando Brine levantó una mano.
—Por una vez en tu vida, Robert, haz lo correcto y escucha —le dijo.
A Brine le tomó quince minutos relatarle una versión condensada de la historia de Engañifa, durante los cuales la única interrupción que hubo fue la del rechinar del aparato auditivo de Mavis, el cual había puesto al máximo para poder seguir la conversación disimuladamente. Cuando acabó, Brine apuró su cerveza y pidió una jarra.
—¿Y bien? —le preguntó Robert.
—Gus, eres el hombre más cuerdo que conozco y respeto que te encuentres preocupado por Jenny, pero no creo que este hombrecillo sea un genio ni creo en los demonios.
—Yo lo he visto —dijo una voz que provenía del extremo oscuro del bar. El hombre que estaba sentado cuando entraron, se levantó y se dirigió hacia ellos.
Todos se giraron a la vez para ver cómo un ajado y arrugado Howard Philli salía de la oscuridad arrastrando los pies, borracho, evidentemente.
—Anoche lo vi fuera de mi casa. Pensé que era una de las criaturas esclavas de los antiguos.
—¿De qué narices estás hablando, Howard? —preguntó Robert.
—Eso ahora ya no tiene ninguna importancia, pero sí la tiene que lo que estos hombres te están diciendo es la verdad.
—¿Y ahora, qué? —le preguntó Robert—, ¿qué hacemos ahora?
Howard sacó un reloj de cadena de su chaleco y miró la hora que era.
—Tenéis una hora para pensar en un plan. Si puedo ayudaros de alguna forma…
—Siéntese, Howard, antes de que se caiga usted —dijo Brine—. Veamos, creo que está claro que no hay manera de hacerle daño al demonio —añadió.
—Correcto —dijo Travis.
—Entonces —continuó Brine—, la única forma de detenerlo a él y a su nueva ama es consiguiendo la invocación del segundo candelabro, el cual volverá a Engañifa al infierno o le devolverá su poder a Gian Hen Gian.
—¿Por qué no se lo robamos cuando Travis vaya a su encuentro? —preguntó Robert.
—Engañifa mataría a Jenny y a los Elliot antes de que pudiéramos acercarnos siquiera —respondió Travis negando con la cabeza—. Aunque nos hagamos con la invocación, tendrá que ser traducida primero y eso toma tiempo. Hace años que no leo nada en griego. Los mataría a todos y Engañifa encontraría a otro traductor.
—Sí, Robert —añadió Brine—. No sé si te hemos dicho que salvo cuando va a comer, que debe ser cuando lo vio Howard, nadie más que Travis puede ver a Engañifa.
—Yo hablo bien el griego —apuntó Howard.
Todos se giraron a mirarlo.
—No —dijo Brine—. Ellos esperan que Travis vaya solo. La entrada a las cuevas está por lo menos a cincuenta metros de cualquier sitio cubierto. En cuanto apareciera Howard se acabaría todo.
—Tal vez deberíamos dejar que se acabara —dijo Travis.
—No, un momento —dijo Robert. Sacó un bolígrafo del bolsillo de Howard y empezó a hacer cuentas sobre una servilleta de papel—. ¿Dices que hay dónde esconderse a cincuenta metros de las cuevas? —Brine asintió con la cabeza—. Bien, Travis, ¿de qué tamaño es la letra de la invocación? ¿Lo recuerdas?
—¿Qué importancia tiene eso?
—Claro que la tiene —insistió Robert—. ¿De qué tamaño es?
—No lo sé, fue hace mucho tiempo. Era manuscrita y el pergamino era bastante largo. Supongo que los caracteres debían medir un centímetro.
Robert se puso a escribir concentradamente y, después de unos minutos, dejó el bolígrafo sobre la mesa.
—Si lograras sacarlos de la cueva y poner en alto la invocación, podrías decirles que necesitas más luz o algo así, yo podría instalar un teleobjetivo con un trípode en el bosque y así Howard podría traducir la invocación.
—No creo que me dejaran levantarlo el suficiente tiempo como para que Howard pudiera traducirlo. Sospecharían algo.
—No, no lo entiendes —Robert le pasó la servilleta donde había estado anotando; estaba cubierta de fracciones y raíces cuadradas.
Travis se quedó pasmado al mirarla.
—¿Qué quiere decir todo esto?
—Quiere decir que puedo instalar una Polaroid en una de mis cámaras Nikon y cuando levantes las invocaciones, fotografiarlas, pasarle la Polaroid a Howard y treinta segundos después comenzaría a traducir. Las cifras indican que la letra es legible en la Polaroid. Sólo necesito tiempo para enfocar la exposición, tal vez tres segundos —Robert miró a los que le rodeaban.
Howard Phillips fue el primero en hablar.
—Suena plausible, aunque vulnerable a muchas contingencias.
Augustus Brine sonreía.
—¿Tú qué crees, Gus? —preguntó Robert.
—Sabes, siempre pensé que eras un caso perdido, pero creo que he cambiado de parecer. Sin embargo, Howard tiene razón, hay muchos interrogantes. Pero puede que dé resultado.
—Sigue siendo un caso perdido. La invocación no sirve de nada sin el Sello de Salomón, que es parte de uno de los candelabros —observó el yinn.
—Va a ser imposible —dijo Travis.
—No, imposible no, pero sí muy difícil. Debemos recuperar los candelabros antes de que descubran lo del Sello. Los despistaremos.
—¿Vas a hacer explotar más harina? —le preguntó Gian Hen Gian.
—No, te utilizaremos a ti como carnada. Si Engañifa te odia tanto como dices, irá tras de ti y entonces Travis podrá coger los candelabros y salir de ahí corriendo.
—No me gusta —apuntó Travis—. A no ser que pudiéramos sacar de allí a Jenny y a los Elliot.
—Estoy de acuerdo —afirmó Robert.
—¿Se les ocurre algo mejor? —preguntó Brine.
—Raquel está sonada, pero no creo que sea una asesina. Tal vez Travis pueda mandar a Jenny desde allí con los candelabros, como condición para hacer la traducción.
—Pero todavía quedarían los Elliot —dijo Brine—. Además, no sabemos si Engañifa sabe que el Sello está en uno de los candelabros. Creo que podríamos seguir el plan del despiste. Tan pronto como Howard haya traducido la invocación, Gian Hen Gian deberá salir del bosque y nosotros detrás.
—Pero aunque tuvieras el Sello y la invocación, aún tendrías que pronunciar las palabras, antes de que el demonio nos matara a todos —dijo Howard.
—Exactamente —dijo Travis—. Y eso debería empezar a hacerlo conforme Raquel vaya repitiendo las palabras que traduzco; si no, Engañifa sospechará. No puedo mentir en la traducción que haga.
—No tienes por qué —dijo Brine—. Sólo tienes que ir más despacio que Howard, lo cual no debe representar un problema.
—Esperad un momento —dijo Robert.
Se levantó y se fue hacia la barra, donde estaba Mavis.
—Mavis, déjame tu grabadora —le dijo.
—¿Qué grabadora? —preguntó ella disimuladamente.
—A mí no me engañas, Mavis. Tienes una micrograbadora detrás de la barra para poder escuchar las conversaciones de la gente.
Mavis sacó la grabadora y, renuentemente, se la dio a Robert.
—Ésta es la solución al problema del tiempo —dijo Robert—. Con esto grabaremos la invocación antes de que el genio salga del bosque. Cuando consigamos los candelabros, si es que podemos, reproduciremos lo grabado. Esta cosa tiene alta velocidad para cuando las secretarias escriben a máquina un dictado.
—¿Funcionará? —preguntó Brine mirando a Travis.
—No es más arriesgado que ninguna de las otras cosas que pensamos hacer.
—¿Qué voz emplearemos? —preguntó Rovert—. ¿Quién correrá con esa responsabilidad?
—Debe de ser la de Augustus Brine. Él ha sido escogido —contestó el yinn.
—Nos queda media hora y aún tengo que ir a recoger las cámaras a la caravana de La Brisa. Nos encontraremos en el letrero de Kodak en quince minutos.
—Espera, tenemos que repasar todo esto —dijo Travis.
—Después —dijo Brine. Puso un billete de veinte dólares sobre la mesa y se dirigió hacia la puerta—. Robert, llévate el coche de Howard, no quisiera que esta empresa dependiera por completo de que encienda o no el motor de tu camioneta. Travis, Gian Hen Gian, vengan conmigo.