Rivera
Justo a medio interrogatorio, el sargento detective Alfonso Rivera tuvo una visión. En ella se veía a sí mismo detrás del mostrador del Seven-Eleven embolsando bocadillos y sirviendo refrescos. Era evidente que el sospechoso, Robert Masterson, decía la verdad. Y lo peor era que no sólo no tenía nada que ver con la marihuana que sus hombres habían encontrado en la caravana, sino que no tenía la más remota idea de dónde se encontraba La Brisa.
El procurador delegado del distrito, una diligente comadreja que sólo hacía tiempo en la delegación hasta que sus fauces se afilaran lo bastante como para pasar a la práctica privada, había expresado somera y claramente la postura que tenía el Estado ante el caso:
—Estás jodido, Rivera. Déjalo marcharse.
Rivera aún se aferraba a un solo y finísimo hilo de esperanza: la segunda maleta, sobre la que Masterson había mostrado tanto interés cuando estaban en la caravana. Ahora se encontraba abierta sobre su escritorio. Un revoltijo de hojas de cuaderno, servilletas de papel, cajas de cerillas vacías, tarjetas de presentación viejas envolturas de dulce era lo que tenía delante. Sobre cada hoja estaba escrito un nombre, una dirección y una fecha. Era evidente que las fechas eran falsas, pues eran de los años veinte. Rivera ya había examinado aquel montón de papeles una decena de veces sin encontrar ninguna relación entre ellos.
El delegado Pérez se acercó al escritorio de Rivera. Se esforzaba por expresar una actitud comprensiva, pero le salía bastante mal. Todo lo que había dicho aquella mañana había sido acompañado de una sonrisa burlona. Twain lo expresó sucintamente al decir: «Nunca subestimes la cantidad de gente a la que le gustaría verte fracasar».
—¿Ya has encontrado algo? —preguntó Pérez, sin que faltara la sonrisa.
Rivera levantó la cabeza, sacó un cigarro y lo prendió. Con un suspiro, exhaló una gran bocanada de humo.
—No entiendo qué relación puede tener todo esto con La Brisa. Las direcciones se extienden por todo el país y las fechas se remiten a un pasado demasiado lejano para ser auténticas.
—Tal vez se trate de las direcciones en las que La Brisa pensaba dejar la maría —sugirió Pérez—. Ya sabes que, según el cálculo de los federales, en este país más del diez por ciento de las drogas circulan por correo.
—¿Y qué me dices de las fechas? —preguntó Rivera.
—Tal vez sean algún tipo de código. ¿Se corresponden entre sí los tipos de letra?
Rivera había mandado a Pérez de vuelta a la caravana para que trajera una muestra de la letra de La Brisa; había vuelto con una lista de las piezas del motor de un camión Ford.
—No hay correspondencia —afirmó Rivera.
—Tal vez la lista haya sido escrita por su compinche.
Rivera soltó una bocanada de humo sobre la cara de Pérez y dijo:
—Imagínate, gilipollas, que su compinche era yo.
—Pues alguien te descubrió y La Brisa escapó.
—¿Por qué no se llevó la maría?
—Yo qué sé, sargento, yo sólo soy un delegado de uniforme. Me parece a mí que esto es trabajo de detectives —Pérez había dejado de disimular su sonrisa—. Yo de ti se lo llevaría a La Araña.
Dicho esto se estableció un consenso. Todo el que había visto u oído hablar de la maleta le había sugerido a Rivera que se la llevara a La Araña. Se echó hacia atrás sobre el respaldo de su silla y acabó de fumarse el cigarro, disfrutando de sus últimos minutos de paz antes de la inevitable confrontación con La Araña. Después de darle unas largas caladas, dobló el cigarro sobre el cenicero de su escritorio, metió los papeles en la maleta, la cerró y bajó las escaleras que llevaban a las entrañas de la estación y a la guarida de La Araña.
A lo largo de su vida, Rivera había conocido a media docena de hombres que se apodaban La Araña. La mayoría eran hombres altos, de facciones angulosas y con la agilidad alambrosa que uno suele asociar con una araña lobo. El jefe técnico sargento Irving Nailsworth era una excepción.
Nailsworth medía un metro setenta y pesaba más de ciento cincuenta kilos. Cuando se colocaba ante el control de mando, en el cuarto principal de ordenadores del departamento del sheriff de San Junípero, tenía acceso a una matriz que se extendía no sólo por todo el país, sino también en todas las capitales de estado, también a los bancos de datos del FBI y al Departamento de Justicia en Washington. La matriz era su telaraña y él reinaba sobre ella como una inmensa viuda negra.
Al abrir la puerta de acero que conducía a la sala de ordenadores, a Rivera le llegó un fuerte soplo de aire frío y seco. Nailsworth insistía en que los ordenadores funcionaban mejor a aquella temperatura, así que el departamento había instalado un clima artificial y un sistema de filtración para complacerle.
Rivera entró y, reprimiendo un temblor, cerró la puerta. La habitación estaba a oscuras, salvo por el resplandor verde claro que emanaba de una docena de pantallas de ordenador. La Araña estaba sentado en el centro de una herradura de tableros y pantallas, con sus enormes glúteos derramándose por los lados de una diminuta silla de secretaria. A su lado había una gran mesa de acero cubierta de golosinas en distintos estados de congoja; en su mayoría magdalenas cubiertas de malvavisco y coco de color rosa. Mientras Rivera lo observaba, La Araña le quitó el papel a una magdalena y se la echó de un golpe a la boca. Cuando lo había, depositaba el relleno de chocolate sobre un montón de papel continuo arrugado que había en la papelera.
Dado el carácter sedentario del puesto que tenía La Araña, el departamento había desdeñado los requisitos mínimos de salud normalmente exigidos para los oficiales de sección. Además el departamento había creado el puesto de jefe técnico sargento con el fin de ensalzar el ego de La Araña y así mantenerlo tecleando alegremente sobre los tableros. La Araña no había hecho rondas de vigilancia, nunca había arrestado a un sospechoso, ni siquiera había aparecido por el campo de tiro; sin embargo, con tan sólo cuatro años en el departamento, Nailsworth había mantenido con éxito el oficio que Rivera había adquirido después de quince años en la calle. El de criminal.
La Araña levantó la vista. Tenía los ojos tan hundidos en su enorme cara que Rivera sólo distinguía en ellos un pequeño brillo verde.
—Hueles a humo —dijo La Araña—. Aquí no se puede fumar.
—No he venido aquí a fumar, necesito ayuda.
La Araña revisó la información que navegaba a través de sus pantallas y luego dirigió toda su atención hacia Rivera. Pequeños trozos de coco rosa destellaban sobre la parte delantera de su uniforme.
—Has estado trabajando en Pine Cove, ¿no?
—Picadura de narcóticos —dijo Rivera mientras levantaba la maleta—. Encontramos esto. Está llena de nombres y direcciones, pero no puedo relacionarlos. Pensé que tal vez usted…
—No hay problema —respondió La Araña—. Pistola de Clavos encontrará un resquicio donde no lo haya.
La Araña se había puesto el apodo de Pistola de Clavos. Nadie le llamaba Araña a la cara, ni tampoco Pistola de Clavos, a no ser que necesitara algo de él.
—Eso —dijo Rivera—, pensé que a esto le vendría bien la magia de Pistola de Clavos.
La Araña barrió hacia la papelera las confituras de la mesa con el brazo y luego con la mano dio unas palmaditas sobre la superficie.
—Veamos qué es lo que tienes —dijo.
Rivera colocó la maleta sobre la mesa y la abrió. De inmediato, La Araña se puso a mirar entre los papeles, cogiendo uno de vez en cuando y devolviéndolo al montón después de haberlo leído.
—Esto es un lío.
—Por eso estoy aquí.
—Para encontrarle lógica tendré que introducir esto en el sistema. No puedo utilizar el scanner sobre material escrito a mano. Tendrás que leérmelo mientras lo introduzco.
La Araña se giró hacia uno de sus tableros y comenzó a escribir.
—Dame un minuto para establecer un formato de base informativa.
A Rivera tanto le daba que La Araña estuviera hablándole en suahili. A pesar suyo, admiraba la eficiencia y destreza de aquel hombre. Sus gordos dedos eran una ráfaga sobre el tablero.
Después de treinta segundos de furioso teclear, La Araña hizo una pausa.
—Vale, díctame los nombres, direcciones y fechas, en este orden.
—¿Necesitas que los ponga en orden ahora mismo?
—No, eso lo hará la máquina.
Rivera comenzó a leer los nombres y las direcciones de cada papel, con pausas de vez en cuando para no adelantarse a La Araña.
—Más rápido, Rivera, no me adelantarás.
—No puedo ir más rápido. Si me equivoco al pronunciar una palabra a esta velocidad, podría perder el control y hacerme una herida grave en la lengua.
Por primera vez, desde que Rivera lo conocía, La Araña se rió.
—Relájate, Rivera. Estoy tan acostumbrado a trabajar con máquinas que se me olvida que la gente tiene limitaciones.
—¿Qué pasa? —preguntó Rivera—. ¿Acaso la Pistola de Clavos está perdiendo su deje sarcástico?
La Araña parecía avergonzado.
—No, quería preguntarte algo.
Rivera se quedó pasmado. La Araña era prácticamente omnisciente, o al menos pretendía serlo. Aquél era el día de las sorpresas.
—¿Qué necesitas?
La Araña enrojeció. Rivera jamás había visto tal cantidad de carne cambiar de color. Imaginó que una transformación así podría resultarle fatal a su corazón.
—Has estado trabajando en Pine Cove, ¿verdad?
—Sí.
—¿Te has topado alguna vez con una chica llamada Roxanne?
Rivera pensó durante un momento y contestó que no.
—¿Estás seguro? —la voz de La Araña había adquirido un tono de desesperación—. Probablemente se trate de un apodo. Trabaja en el hotel Rooms-R-Us. He buscado su nombre en los archivos de la Seguridad Social, en los de las tarjetas de crédito en todas partes, y no he podido encontrarla. Hay más de diez mil mujeres en California con ese nombre pero ninguna se corresponde con ella.
—¿Por qué no vas a Pine Cove y la buscas?
—No podría —respondió La Araña, enrojeciendo a un tono más oscuro.
—¿Por qué no? ¿Qué rollo llevas con esa mujer? ¿Tiene algo que ver con el caso?
—No, es… un asunto personal. Estamos enamorados.
—¿Pero nunca la has visto?
—Bueno, más o menos hablamos por modem todas las noches. Anoche no contestó. Me tiene preocupado.
—Nailsworth, ¿quieres decir que estás viviendo una aventura por ordenador con una mujer?
—Es más que una aventura.
—¿Y qué quieres que haga?
—Bueno, pues si pudieras verla, ver si se encuentra bien… pero no debe enterarse de que te he enviado yo. No se lo digas.
—Nailsworth, soy policía secreto. Me gano la vida actuando de incógnito.
—Entonces, ¿lo harás?
—Si encuentras algo que me salve entre estos nombres, lo haré.
—Gracias, Rivera.
—Acabemos con esto —dijo Rivera; cogió una caja de cerillas y leyó el nombre y la dirección.
La Araña escribió la información, pero cuando Rivera empezaba a leer la siguiente, se dio cuenta de que La Araña no tecleaba.
—¿Pasa algo? —preguntó Rivera.
—Sólo una cosa más.
—¿Qué?
—¿Podrías averiguar si se comunica por modem con alguien más?
—Por Dios, Nailsworth. Eres una persona de carne y hueso.
Tres horas más tarde, Rivera estaba sentado en su escritorio esperando que La Araña le llamara. Mientras se encontraba en la sala de ordenadores, alguien había dejado un libro sobre su escritorio. Se titulaba Cómo hacer una carrera de la investigación privada. Rivera sospechó de Pérez. Tiró el libro a la basura.
Sin embargo, ahora que su único sospechoso andaba suelto y no llegaban noticias de La Araña, Rivera consideró recuperar el libro de la papelera.
Sonó el teléfono y Rivera lo levantó de inmediato.
—Rivera —dijo.
—Rivera, soy Pistola de Clavos.
—¿Encontraste algo? —preguntó Rivera, mientras torpemente intentaba sacar un cigarro de la cajetilla que estaba sobre el escritorio. Era incapaz de hablar por teléfono sin fumar.
—Creo que tengo un enlace, pero no me sirve del todo.
—No te pongas enigmático, Nailsworth, necesito algo.
—Bien, pues primero busqué los nombres en el archivo de la Seguridad Social. La mayoría habían muerto; después, me di cuenta de que todos eran veteranos de guerra.
—¿Vietnam?
—La Primera Guerra Mundial.
—Estás de coña.
—No, todos eran veteranos de la Primera Guerra y todos tenían un nombre de pila o segundo nombre que empezaba con E. Eso lo debería de haber visto antes de introducir los nombres. Intenté establecer un programa correlativo pero no salió nada. Después busqué una relación geográfica entre las direcciones.
—¿Y encontraste algo?
—No. Por un momento pensé que te habías topado con un proyecto de investigación sobre la Primera Guerra Mundial, pero para estar seguro, cotejé la información con el nuevo banco de datos que instaló el Departamento de Justicia en Washington. Ellos suelen emplearlo para encontrar normas en la actuación de criminales cuando no las hay. De hecho, hace que lo aleatorio tenga una lógica. Lo utilizan para rastrear a asesinos en serie y a psicópatas.
—¿Y diste con algo?
—No exactamente. Los archivos del Departamento de Justicia sólo cubren los últimos treinta años, lo cual elimina como la mitad de los nombres en tu lista. Sin embargo, en los otros sí salió algo.
—Nailsworth, por favor, intenta ir al grano.
—En cada una de las ciudades que tenías hubo por lo menos una desaparición misteriosa próxima a la fecha apuntada, pero no de los veteranos, de otra gente. Casualmente, se pueden eliminar las ciudades grandes, y cientos de esas desapariciones ocurrieron en pueblos pequeños.
—La gente desaparece también en los pueblos pequeños. Emigran a la ciudad. Se ahogan. A eso no se le puede llamar un enlace.
—Pensé que lo dirías; así que hice un programa de probabilidades para saber qué posibilidad había de que esto fuera una coincidencia.
—¿Y bien? —Rivera empezaba a cansarse del dramatismo de Nailsworth.
—Pues que las probabilidades de que alguien tenga un archivo de las fechas y lugares de desapariciones inexplicables que sucedieron en los últimos treinta años y de que esto sea una coincidencia es como de cincuenta contra diez.
—¿Y eso qué significa?
—Significa que tienes más o menos las mismas probabilidades de sacar los restos del Titánic de un río con un matamoscas. Lo cual significa, Rivera, que tienes un serio problema.
—¿Quieres decir que la maleta pertenecía a un asesino en serie?
—A uno, pero muy mayor. La mayoría de los asesinos en serie ni siquiera comienzan hasta después de los treinta años. Si suponemos que éste tuvo la cortesía de empezar cuando la policía comenzó su archivo hace treinta años, ahora debe tener más de sesenta.
—¿Crees que esto haya podido comenzar antes?
—Escogí algunas fechas y domicilios al azar. Los más antiguos datan de 1925. Llamé a las bibliotecas de los pueblos y pedí que revisaran los artículos de periódico sobre las desapariciones de aquella época; correspondían. El que buscas podría tener noventa y tantos años. O podría tratarse de un hijo que continúa la labor de su padre.
—Eso es imposible. Debe haber otra explicación. Venga, Nailsworth, necesito que me busques otra cosa. No puedo conducir una investigación sobre un asesino geriátrico en serie.
—Bueno, podría tratarse de un elaborado proyecto de investigación que alguien está haciendo sobre personas desaparecidas, pero eso no explica lo de los veteranos de guerra ni tampoco por qué el investigador iba a apuntar la información en cajas de cerillas y tarjetas de negocios que dejaron de existir hace años.
—No lo entiendo —Rivera se sentía como si estuviera atrapado en la telaraña, esperando a ser devorado.
—Según parece, algunas anotaciones fueron hechas hace tanto como cincuenta años. Si quieres, puedo mandarlas al laboratorio para que verifiquen si fue así.
—No. No hagas eso —Rivera no quería que se lo confirmaran. Quería que todo aquello desapareciera—. Nailsworth, ¿no podría ser que el ordenador esté haciendo unos enlaces equivocados? Quiero decir, está programado para buscar normas, ¿no será que esta vez se le ha pasado la mano y ésta se la haya inventado?
—Conoces las probabilidades, sargento. El ordenador no puede inventarse nada: sólo interpreta lo que se le introduce. Yo en tu lugar recuperaría a mi sospechoso y averiguaría de dónde sacó la maleta.
—Lo dejé irse. El abogado de distrito dijo que no tenía bastante información como para inculparlo.
—Encuéntralo.
A Rivera no le agradaba el tono autoritario en el que le hablaba Nailsworth pero lo dejó correr.
—Me despido —le dijo.
—Una cosa más.
—¿si?
—Una de sus direcciones era de Pine Cove. ¿La quieres?
—Claro.
Nailsworth le leyó a Rivera el nombre y la dirección, y éste los anotó en su agenda.
—Éste no llevaba fecha, sargento. Puede que tu asesino todavía se encuentre en esa zona. Si das con él, encontrarás la salvación que estás buscando.
—Es demasiado maravilloso.
—Y no te olvides de ver cómo está Roxanne de mi parte, ¿vale?
La Araña colgó el teléfono.