Effrom
Como era la primera vez que se moría, Effrom no tenía claro cómo había que proceder. Parecía injusto que un hombre de su edad tuviera que adaptarse a situaciones nuevas y difíciles. Pero la vida no solía ser justa, así que seguramente no se equivocaba al pensar que la muerte tampoco lo era. Aquélla no era la primera vez que se veía tentado de exigir hablar con el encargado. No había dado resultado nunca en el correo, en la oficina de militares veteranos ni en la sección de devoluciones de los grandes almacenes. Tal vez aquí sí daría resultado.
—¿Pero dónde es aquí?
Oyó unas voces; era buena señal. No hacía un calor excesivo, buena señal. Olfateó el aire, no había gases de sulfuro (a lo que en la Biblia le llaman azufre); era buena señal. Tal vez no lo había hecho tan mal, después de todo. Rápidamente, hizo un repaso de su vida: buen padre, buen marido, un trabajador responsable, por no decir dedicado. De acuerdo, hacía trampas cuando jugaba a las cartas con los amigos, pero la eternidad parecía una frase demasiado larga como para intentar barajar los ases hacia el fondo del mazo.
Abrió los ojos.
Siempre imaginó que el paraíso sería más grande y luminoso. Esto parecía el interior de una cabaña. Luego vislumbró a la mujer. Llevaba puesto un body entero de malla color púrpura fosforescente. Su pelo negro oscuro le caía hasta la cintura. «¿El paraíso?», pensó Effrom.
Ella hablaba por teléfono. «¿Tienen teléfono en el paraíso? ¿Y por qué no?»
Intentó incorporarse pero se dio cuenta de que estaba atado a la cama. «¿Y esto por qué? ¿El infierno?»
—Bueno, ¿cuál de los dos es? —preguntó impaciente.
La mujer tapó el altavoz con la mano y se giró hacia él.
—Diga algo para que su mujer sepa que se encuentra usted bien —le dijo.
—No me encuentro bien. Me encuentro muerto y no sé dónde estoy.
—Ve, señora Elliot, su marido está a salvo y así permanecerá mientras usted haga lo que le he dicho —dijo la mujer.
—Dice que no sabe nada sobre ninguna invocación —añadió la mujer tapando otra vez el teléfono.
Effrom oyó que le contestó una voz masculina grave, pero no veía a nadie más en la cabaña.
—Está mintiendo —dijo la voz.
—No creo, está llorando —respondió la mujer.
—Pregúntale sobre Travis —dijo la voz.
—Señora Elliot, ¿conoce a alguien llamado Travis?
Escuchó durante unos segundos y luego se colocó el auricular al pecho.
—Dice que no.
—Pudo haber sido hace mucho tiempo —añadió la voz.
Effrom miró en la dirección hacia la que ella había asentido con la cabeza. ¿Con quién coño hablaba?
—¿Le dio a usted alguna cosa? ¿Unos candelabros? —dijo la mujer.
—¡Bingo! —exclamó la voz.
—Sí, traiga los candelabros y su marido saldrá de aquí ileso. No se lo diga a nadie, señora Elliot. Quince minutos.
—O él morirá —añadió la voz.
—Gracias, señora Elliot —dijo la mujer y colgó.
—Su mujer vendrá a buscarlo enseguida —informó a Effrom.
—¿Quién más está en la habitación? ¿Con quién ha estado usted hablando? —preguntó Effrom.
—Lo conoció usted esta misma mañana.
—¿El marciano? Creí que me había matado.
—Aún no —respondió la voz.
—¿Es ella? —preguntó Engañifa.
Por la ventana de la cabaña, Raquel veía que una nube harinosa se levantaba del polvoriento camino.
—No distingo. Señor Elliot, ¿qué clase de coche tiene su mujer? —preguntó Raquel.
—Un Ford blanco.
—Es ella —afirmó Raquel, sintiendo que un escalofrío de emoción le recorría el cuerpo.
Su capacidad de sorprenderse ante las cosas había dado mucho de sí durante las últimas veinticuatro horas, dejándola abierta y susceptible a cualquier tipo de emoción. Temía el poder que estaba por adquirir, pero a la vez la innumerable cantidad de facultades que éste le otorgaría cambiaba su miedo por ambiciosa veleidad. Se sentía culpable por utilizar a la pareja para obtener la invocación, pero tal vez con su recién adquirido poderío podría recompensarlos. En cualquier caso, pronto se acabaría todo y volverían a casa.
La naturaleza del espíritu de la Tierra también la perturbaba. ¿Por qué parecería… tan… pues tan impío? ¿Y por qué parecía ser tan masculino?
El Ford se acercó a la cabaña y se detuvo. Raquel vio a una frágil anciana bajarse del coche con dos candelabros churriguerescos en una mano. La mujer esperó al lado del coche abrazando los candelabros contra su pecho mientras miraba a su alrededor. Era evidente que estaba muy asustada y Raquel, sintiendo una punzada de culpabilidad, se alejó de la ventana.
—Ya está aquí —dijo.
—Dile que pase —ordenó Engañifa.
Effrom se irguió para mirar desde la cama pero no lograba asomarse por la ventana.
—¿Qué vais a hacerle? —preguntó.
—Nada. Ella tiene algo que necesito y cuando me lo dé, ambos podrán irse a casa.
Raquel fue a la puerta y la abrió impetuosamente, como si fuera al encuentro de un pariente después de largos años. Amanda permaneció al lado del coche, a varios metros de la puerta.
—Señora Elliot, tiene usted que darme los candelabros para que los revisemos —dijo Raquel.
—No, hasta que sepa que Effrom se encuentra bien.
—Dígale algo a su esposa, señor Elliot —dijo Raquel, dirigiéndose a Effrom.
—No, no estoy dispuesto a hablarle, todo esto es culpa suya.
—Por favor, coopere con nosotros, señor Elliot, para que podamos dejarle irse a casa —dijo Raquel.
—No —respondió decidido Effrom.
—No quiere hablar, señora Elliot. ¿Por qué no trae los candelabros? Le aseguro que no les haremos daño a ninguno de los dos —Raquel no podía creer que estuviera diciendo estas cosas. Tenía la sensación de estar leyendo el guión de una mala película de gangsters.
Amanda permaneció allí, abrazando los candelabros, dubitativa sobre lo que debía hacer. Raquel vio que la anciana se disponía a dar un paso hacia la cabaña cuando, de pronto, los candelabros abandonaron sus brazos y Amanda cayó al suelo como si le hubiera pegado una ráfaga de metralleta.
—¡No! —gritó Raquel.
Los candelabros parecían flotar en el aire conforme Engañifa los llevaba hacia ella; sin embargo, Raquel los desdeñó y corrió hacia Amanda. Tomó la cabeza de la anciana entre sus manos y la acarició. Al cabo de unos segundos Amanda abrió los ojos y Raquel suspiró con alivio.
—¿Se encuentra usted bien, señora Elliot? Lo siento.
—Déjala —dijo Engañifa—, yo me ocuparé de ellos enseguida.
Raquel se giró hacia el lugar de donde provenía la voz. Los candelabros temblaban en el aire. No dejaba de inquietarle el hablar con una voz incorpórea.
—No quiero hacerle daño a esta gente, ¿entiendes?
—Pero ahora que ya tenemos la invocación ellos no importan.
Los candelabros giraron suspendidos en el aire mientras Engañifa los estudiaba.
—Venga, creo que uno de ellos tiene un cierre pero no logro cogerlo. Ven a abrirlo.
—Ahora voy —dijo Raquel. Ayudó a Amanda a incorporarse—. Vamos a la casa, señora Elliot. Se acabó. Podrá irse a casa en cuanto se sienta dispuesta.
Raquel condujo a Amanda por el umbral de la puerta cogiéndola por los hombros. La anciana parecía estar atontada y cansada. Raquel temía que en cualquier momento se desvaneciera, pero cuando vio a Effrom atado a la cama, Amanda se apartó de Raquel y se dirigió hacia él.
—Effrom —dijo, sentándose sobre la cama y acariciándole la calva.
—Y bien, mujer —dijo Effrom—, espero que estés contenta. Te vas por ahí, deambulando por toda la región y ¿ves lo que pasa? Me secuestran marcianos invisibles. Espero que el viaje haya sido bueno. Ya ni siento las manos, probablemente por la gangrena. Seguramente tendrán que cortármelas.
—Lo siento, Effrom. Por favor, ¿puedo desatarlo? —preguntó Amanda dirigiéndose a Raquel.
La súplica que expresaban sus ojos casi le rompió el corazón a la mujer. Nunca se había sentido tan cruel. Asintió con la cabeza.
—Ya pueden irse. Siento que haya tenido que ser así —concluyó.
—Abre esto —dijo Engañifa, mientras le daba golpecitos en el hombro a Raquel con el candelabro.
Mientras Amanda desataba las muñecas y los tobillos de Effrom y se los frotaba para estimular la circulación, Raquel examinaba uno de los candelabros. Al intentar girar los extremos, el cierre se desenroscó. Por lo que pesaba, Raquel nunca hubiera imaginado que estaba hueco por dentro. Conforme lo iba desenroscando, notó que los hilos del cierre eran de oro. Eso explicaba el exceso de peso. El que había hecho aquellos candelabros se había esmerado mucho para disimular que el interior estaba hueco.
Las piezas se separaron. Dentro había un pergamino enrollado fuertemente. Raquel colocó la base del candelabro sobre la mesa, sacó el tubo amarillo de pergamino y comenzó a desenrollarlo lentamente. Se oía el crujir del papel y sus ajadas orillas se iban desprendiendo conforme se desplegaba. Raquel sintió que el pulso se le aceleraba según aparecían las primeras letras. Sin embargo, cuando iba por la mitad del papiro, su emoción se convirtió en ansiedad.
—Creo que tenemos un problema —dijo.
—¿Por qué? —preguntó Engañifa, a pocos centímetros de la cara de Raquel.
—No entiendo nada; está en una lengua extranjera; me parece que es griego. ¿Entiendes el griego?
—Yo no sé leer —contestó Engañifa—. Abre el otro, tal vez ése contenga lo que necesitamos.
Raquel cogió el otro candelabro e intentó abrirlo.
—Éste no tiene cierre —apuntó.
—Búscalo, puede que esté oculto.
Raquel se dirigió hacia la cocina de la cabaña y buscó un cuchillo con el que pudiera raspar la plata. Amanda estaba ayudando a Effrom a ponerse en pie para irse de una vez de ahí.
Raquel encontró el cierre e introdujo la punta del cuchillo.
—Ya lo tengo —afirmó. Desenroscó los extremos y sacó otro papiro.
—¿Puedes leerlo?
—No. Éste también está en griego. Tendremos que llevarlo a traducir, pero ni siquiera conozco a alguien que hable griego.
—Travis —dijo Engañifa.
Amanda y Effrom estaban por llegar a la puerta cuando ella oyó el nombre de Travis.
—¿Aún vive? —preguntó.
—Por un tiempo —respondió Engañifa.
—¿Quién es el mentado Travis? —preguntó Raquel. Se suponía que ella era la encargada en aquel asunto y sin embargo, la anciana y Engañifa parecían entender más de lo que estaba pasando que ella.
—No pueden irse —dijo Engañifa.
—¿Por qué? Tenemos la invocación, sólo nos hace falta traducirla. Déjalos ir —dijo Raquel.
—No —respondió Engañifa—. Si advierten a Travis, él buscará una manera de proteger a la chica.
—¿A qué chica? —Raquel se sentía como si acabara de irrumpir en una película de misterio con un argumento insondable, en la que nadie quería explicarle qué estaba pasando.
—Tenemos que buscar a la chica y cogerla como rehén hasta que Travis nos traduzca la invocación.
—¿A qué chica? —repitió Raquel.
—Una camarera del café del centro. Se llama Jenny.
—¿Jenny Masterson? Es miembro del aquelarre. ¿Qué tiene que ver ella con todo esto?
—Travis la ama.
—¿Quién es Travis?
Aquí hubo una pausa. Raquel, Amanda y Effrom se quedaron mirando al vacío, esperando una respuesta.
—Es mi amo —respondió Engañifa.
—Todo esto es muy extraño —apuntó Raquel.
—Eres algo dura de mollera, ¿verdad, cariño? —le dijo Effrom.