26

La historia de Travis

Augustus Brine se encontraba sentado en una de sus sillas de cuero delante de la chimenea, mientras bebía vino tinto de una bota de piel y fumaba su tabaco meerschaum. Se había prometido a sí mismo que bebería un solo vaso de vino, para deshacerse de la adrenalina y el exceso de cafeína que le habían acompañado durante el secuestro. Ahora le invadía la sensación cálida y somnolienta de su tercer vaso: dejó que su mente divagara libremente hacia un ligero vértigo antes de coger al toro por los cuernos: interrogar al guardián del demonio.

Sentado y atado a otra silla, el muchacho tenía un aspecto bastante inofensivo. Sin embargo, si uno había de creer a Gian Hen Gian, aquel joven moreno era la persona más peligrosa de la Tierra.

Brine pensó lavarse un poco antes de despertar al guardián, pero después de mirarse de reojo en un espejo, decidió que con la barba, la ropa llena de harina y de hollín y con la piel cubierta de barro sudoroso daría una impresión más intimidatoria. Había encontrado unas sales de baño en el botiquín y había mandado a Gian Hen Gian a la bañera mientras él descansaba un poco. En el fondo, prefería que el yinn no estuviera presente cuando interrogara al guardián del demonio, pues sus palabrotas y exabruptos sólo complicarían una tarea que en sí ya era difícil.

Brine posó el vaso y la pipa sobre la mesa y cogió una cápsula con olor a sal que estaba envuelta en algodón. Se inclinó hacia el guardián y se la colocó debajo de la nariz. Durante varios minutos no hubo reacción alguna y Brine llegó a pensar que tal vez el golpe había sido demasiado fuerte; pero luego, el guardián comenzó a toser y, al ver a Brine, a gritar.

—Tranquilízate, estás bien —le dijo Brine.

—¡Engañifa, ayúdame! —gritó el guardián mientras intentaba luchar contra las cuerdas que lo ataban.

Brine cogió su pipa y la encendió con tranquilidad afectada; el guardián acabó por calmarse.

Brine exhaló un hilo de humo azul que flotaba entre ellos.

—Engañifa no está aquí, te encuentras sólo —afirmó Brine.

Travis parecía haber olvidado los golpes que había recibido, el secuestro y que lo habían atado, pues toda su atención estaba sobre la última frase de Brine con respecto a Engañifa.

—¿Qué significa que Engañifa no se encuentra aquí? ¿Cómo sabes tú sobre su existencia?

Por un momento Brine pensó en responderle con una frase como «aquí soy yo quien hace las preguntas», que había visto tantas veces en las películas sobre detectives, pero después le pareció que seria una tontería. Él no era un déspota; ¿por qué actuar como tal?

—Sí, sé lo de Engañifa; sé que se come a la gente y sé que tú eres su amo —dijo Brine.

—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Travis.

—Eso no tiene importancia. También sé que has perdido el control sobre Engañifa.

—¿Ah, sí? —respondió Travis asombrado—. Mira no sé quién eres, pero no puedes retenerme aquí. Si Engañifa está otra vez fuera de control, soy el único que puede pararlo. Me encuentro cerca de acabar con todo esto; no pueden detenerme ahora —añadió.

—¿Por qué habría de importarte a ti que esto suceda? —preguntó Brine.

—¿Como que por qué habría de importarme? Puede que sepas sobre su existencia, pero no sabes cómo se pone Engañifa cuando se encuentra fuera de control —apuntó Travis.

—Lo que quiero decir es que por qué habría de importarte el mal que cause; tú lo invocaste ¿no?; tú le ordenabas que matara, ¿no? —preguntó Brine.

Travis negó esto con la cabeza rotundamente.

—No lo entiendes, no soy lo que tú crees; yo nunca deseé todo esto y ahora tengo una oportunidad para acabar con ello. Déjame ir, yo puedo ponerle un fin —dijo Travis.

—¿Por qué habría de fiarme de ti? Eres un asesino.

—No, lo es Engañifa.

—¿Y cuál es la diferencia? Si te dejo ir, será porque me habrás dicho lo que quiero saber y cómo puedo utilizar esa información. Ahora, habla tú y yo te escucharé —dijo Brine.

—Yo no puedo decirte nada, y te aseguro que además preferirás no enterarte —contestó Travis.

—Quiero saber dónde está el sello de Salomón y también cuál es el encanto que puede devolver a Engañifa de donde vino. Por ahora, tú no irás a ninguna parte —dijo Brine.

—¿El sello de Salomón? No sé de qué me estás hablando —respondió Travis.

—Oye, ¿cómo te llamas, a todo esto?

—Travis.

—Pues mira, Travis, mi socio prefiere emplear la tortura. A mí no me gusta la idea, pero si juegas conmigo puede que la tortura sea el único camino.

—¿Acaso no hacen falta dos tíos para jugar al policía bueno y al malo? —apuntó Travis.

—Mi socio está en la bañera. Yo quería ver si podía llegar a un acuerdo contigo antes de que él se te acercara. La verdad es que no sé qué es capaz de hacer… ni siquiera sé qué es a ciencia cierta, así que lo mejor para ambos sería que pudiésemos acabar pronto con esto —dijo Brine.

—¿Dónde está Jenny? —preguntó Travis.

—Se encuentra bien, está trabajando —respondió Brine.

—¿Y no le haréis daño?

—No soy ningún terrorista, Travis. Yo no escogí verme involucrado en todo esto, pero lo estoy; ella es amiga mía.

—Entonces si te digo lo que sé, ¿me dejarás ir?

—De eso se trata, pero tendré que estar seguro de que lo que me dices es verdad.

Brine se relajó. Aquel chico no parecía tener los rasgos de un asesino, sino que, en todo caso, parecía ser un poco ingenuo.

—Vale, te diré todo lo que sé sobre Engañifa y los encantamientos, pero te juro que no sé nada sobre ningún sello de Salomón. Es una historia bastante extraña —dijo Travis.

—Supuse que lo sería; dispara —respondió Brine; después de servirse otro vaso de vino, reencendió su pipa y colocó los pies sobre el hogar.

—Como dije antes, es una historia algo rara.

—Tranquilo, que la rareza es mi segunda naturaleza —le apuntó Brine.

—Eso debe haber sido difícil para ti en tu infancia —dijo Travis.

—¿Quieres comenzar de una vez? —respondió Brine impacientándose.

Travis inhaló profundamente y dijo:

—Bueno, ya que insistes, nací en Clarión, Pennsylvania, en el año 1900.

—Mentira, tu no tienes más que veinticinco años —interrumpió Brine.

—Esto va a tomarme mucho más tiempo si tengo que ir parando continuamente. Pon atención y verás cómo todo se va hilando —dijo Travis.

Brine dio un pequeño gruñido y asintió con la cabeza.

—Nací en una finca. Mis padres eran inmigrantes irlandeses, irlandeses morenos. Yo fui el mayor de sus seis hijos, dos niños y cuatro niñas. Mis padres eran fervientes católicos. Mi madre quería que yo fuera cura. Me animó para que estudiara y así poder ingresar en el seminario. Ella trabajó en la diócesis de aquella zona cuando yo aún me estaba gestando. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, ella le rogó al obispo que me dejara ingresar antes de tiempo en el seminario, pues todo el mundo sabía que el que Estados Unidos entrara en la guerra era sólo una cuestión de tiempo y mi madre quería que estuviera en el seminario antes de que pudieran reclutarme. Algunos de los chicos que seguían estudios laicos y que ya se encontraban en Europa conduciendo ambulancias, habían muerto. Mi madre no estaba dispuesta a sacrificar un hijo en la guerra si éste podía llegar a ser cura. Mi hermano pequeño era un poco lento, mentalmente, quiero decir, así que yo representaba su única oportunidad.

—Así que ingresaste en el seminario —interrumpió Brine, exasperado por la lentitud de la narración.

—Ingresé a los dieciséis años, así que era lo menos cuatro años menor que los demás chicos. Mi madre me preparó unos bocadillos, me puse un traje negro raído que me quedaba tres tallas pequeño y me metí en un tren hacia Illinois.

»Debes creerme cuando te digo que yo no quería tener nada que ver con el demonio; yo quería ser cura. De toda la gente a la que había conocido de pequeño, el cura era el único que me parecía tener algún control sobre las cosas. Podían perderse las cosechas, cerrar los bancos, la gente podía enfermarse y morir, pero el cura y la iglesia siempre se mantenían imperturbables y estables. Además, me gustaba todo aquel misticismo.

—¿Y las mujeres? —preguntó Brine, el cual se había hecho a la idea de escuchar una epopeya que, al parecer, Travis tenía necesidad de contar. Encontraba, a pesar suyo, que aquel extraño muchacho le caía bien.

—Uno no echa a faltar lo que no conoce. Quiero decir que los impulsos sexuales que sentía eran pecaminosos, así que no me quedaba otro remedio que pensar. «Atrás, Satanás» y seguir adelante.

—Eso es lo más increíble que me has contado hasta ahora. A los dieciséis años el sexo me parecía la única razón para seguir viviendo —dijo Brine.

—Eso mismo pensaban en el seminario. Por ser yo el más pequeño de todos, el padre Jasper, el prefecto de disciplina, me tomó como su proyecto especial. Me hacía trabajar constantemente con el fin de mantenerme alejado de los pensamientos impuros y por las noches, cuando los demás estaban rezando y meditando, me mandaba a la capilla a pulir la plata. Mientras los otros comían, yo trabajaba en la cocina sirviendo y lavando platos. Durante dos años el único descanso que tuve desde que amanecía hasta que anochecía era durante la hora de misa y las horas de clases. Si me retrasaba en los estudios, el padre Jasper me exigía aún más.

»El Vaticano había regalado al seminario un par de candelabros para el altar, los cuales supuestamente habían sido encargados por un papa hacía seiscientos años. Aquellos candelabros eran la posesión más preciada que había en el seminario, y pulirlos era mi tarea. El padre Jasper me vigilaba noche tras noche, sermoneando y regañándome por tener pensamientos pecaminosos. Pulí aquella plata hasta tener las manos negras y aun así el padre Jasper me seguía encontrando impuro. Si yo tenía pensamientos pecaminosos era, naturalmente, porque él no dejaba de recordármelos.

»No tenía amigos en el seminario. El padre Jasper me mantenía apartado y los otros chicos me evitaban por miedo a provocar el enfado del prefecto de disciplina. Escribía a casa siempre que podía, pero al no recibir nunca una respuesta a mis cartas, comencé a sospechar que el padre Jasper me las ocultaba.

»Una noche, mientras estaba puliendo la plata en el altar, el padre Jasper entró en la capilla y comenzó a darme un largo sermón sobre mi maliciosa naturaleza.

»—Eres impuro en pensamiento y en obra, y sin embargo no lo confiesas. Eres cruel, Travis, y mi responsabilidad es limpiarte de esa crueldad —exclamó el padre.

»—¿Dónde están mis cartas? Me mantiene usted incomunicado de mi familia —interrumpí, sin poder aguantar más aquella situación.

»El padre Jasper se enfureció.

»—Sí, yo guardo tus cartas. Fuiste engendrado en el seno de la maldad; si no, no hubieras llegado aquí tan joven. Yo, en cambio, tuve que esperar ocho años para ingresar en Saint Anthony; esperé en el frío mundo mientras otros eran aceptados en el cálido seno de Cristo —me contestó.

»Por fin me enteré de por qué se me castigaba. No tenía nada que ver con la impureza de mi espíritu, sino que era por envidia.

»—Y usted, padre Jasper, ¿ha confesado su envidia y su orgullo? ¿Ha confesado usted su crueldad? —me atreví a preguntar.

»—¿Cruel yo? —retrucó con risa burlona; por primera vez tuve auténtico miedo de él—. En el seno de Cristo no hay crueldad, sino pruebas de fe, y la tuya no es suficiente, Travis, te lo demostraré.

»Luego me pidió que me recostara con los brazos extendidos sobre los escalones del altar y rezara por mi resistencia. Dejó la capilla durante unos minutos y cuando volvió oí que algo silbaba por el aire. Miré hacia arriba y vi que llevaba un fino azote de rama de sauce.

»—¿Acaso no tienes humildad, Travis? Agacha la cabeza ante el Señor —dijo.

»Le oía moverse detrás mío, pero no lo podía ver. El porqué no me fui en ese momento, no lo sé. Tal vez creí que el padre Jasper realmente estaba poniendo a prueba mi fe, que él era la cruz que yo debía sobrellevar.

»Rasgó mi hábito por detrás, dejando expuestas la espalda y las piernas.

»—No gritarás, Travis. Después de cada golpe rezarás un Ave María; comienza —dijo y en ese momento sentí el primer latigazo sobre la espalda. Creí que gritaría del dolor, pero no lo hice y recé un Ave María. Echó delante de mí un rosario y me dijo que lo cogiera. Lo sostuve detrás de la cabeza, y con cada latigazo sentía mis dedos sobre cada una de sus cuentas.

»—Eres un cobarde. No mereces servir a nuestro Señor. Estás aquí para escaquearte de la guerra, ¿verdad Travis?

»No le contesté y el látigo volvió a golpear.

»Al cabo de un rato comencé a oír que se reía cada vez que me golpeaba. No me volví a mirarle por miedo a que me diera en los ojos. Antes de que pudiera acabar el rosario, le oí resollar y caer sobre el suelo detrás mío. Pensé, o mejor dicho, deseé que le hubiera dado un ataque cardíaco pero cuando me giré hacia él, le vi arrodillado, resollando de cansancio, pero sonriendo.

»—¡Agacha la cabeza, pecador! —gritó.

Echó el látigo hacia atrás, como para coger impulso para golpearme en la cara y yo me cubrí la cabeza.

»—No dirás nada a nadie sobre esto —dijo en voz baja y seria, lo cual por alguna extraña razón me dio más miedo que su ira.

»—Pasarás aquí la noche. Pulirás la plata y rezarás pidiendo perdón. Por la mañana te traeré un hábito nuevo. Si hablas de esto con alguien, me aseguraré de que te expulsen de Saint Anthony y, si puedo, también de que te excomulguen.

»Yo nunca había oído hablar de la excomunión como forma de amenaza, siempre había sido algo que estudiábamos en clase. Los papas la habían utilizado antiguamente como forma de controlar el mundo político, pero nunca se me había ocurrido que otra persona pudiera excluir a uno de la salvación. En el fondo no creía que el padre Jasper tuviera la capacidad de excomulgarme, pero no estaba dispuesto a esperar para comprobarlo.

«Mientras el padre Jasper me observaba, me puse a pulir los candelabros enérgicamente para distraer mis pensamientos del dolor que tenía en las piernas y la espalda y para olvidarme de su presencia. Cuando por fin dejó la capilla y oí que la puerta se había cerrado, tiré el candelabro que tenía en la mano hacia la puerta.

»El padre había puesto a prueba mi fe y había fracasado. Maldije a la Trinidad, a la Virgen y a todos los Santos que era capaz de recordar en ese momento. Al cabo de un rato, cuando se me había pasado la rabia, comencé a temer que el padre Jasper volviera y se diera cuenta de lo que había hecho.

»Recogí el candelabro y lo revisé para ver si le había pasado algo, pues el padre lo repasaría por la mañana, como solía hacer, y yo estaría perdido.

»El cuello del candelabro tenía una profunda rozadura. Me puse a frotarla, cada vez con más fuerza, pero su aspecto sólo pareció empeorar. De pronto me di cuenta de que no se trataba de una raspadura, sino de un empalme que el orfebre había ocultado; aquel valioso objeto del Vaticano era falso. Se suponía que era de plata maciza, pero aquélla era la evidencia de que estaba hueco. Lo cogí por ambos extremos e intenté abrirlo. Tal y como sospechaba, se podía desenroscar. Después de haber hecho esto, tuve una sensación de triunfo. Pensé que me gustaría estar sosteniendo ambas partes por separado cuando volviera el padre Jasper y agitarlas ante su cara: “Aquí tiene, están tan huecos y son tan falsos como usted”, le diría. Le ridiculizaría y le llevaría a la ruina y si por ello me excomulgaban y maldecían, no me importaría. Sin embargo, nunca tuve la oportunidad de enfrentarme a él. Cuando desmonté el candelabro cayó de él un pergamino enrollado con fuerza.

—La invocación —irrumpió Brine.

—Sí, pero en ese momento yo no sabía lo que era. Lo desenrollé y lo leí. Empezaba con un trozo en latín, el cual no tuve dificultad en traducir. Decía algo sobre pedirle ayuda a Dios para lidiar con los enemigos de la Iglesia y estaba firmado por Su Santidad, el papa León III.

»La segunda parte estaba escrita en griego. Como he dicho antes, me había retrasado en mis estudios, así que el griego me resultaba difícil de traducir. Comencé a leerlo en voz alta, intentando descifrar palabra por palabra conforme lo iba leyendo. Cuando había terminado de leer el primer pasaje, comenzaba a hacer frío en la capilla. No estaba seguro del significado de lo que leía y algunas palabras me eran completamente extrañas. Simplemente, me limité a leerlas y ver qué significado podía extraer de ellas en su contexto. Después, me pareció que algo extraño se apoderaba de mi mente.

»Comencé a leer el griego como si fuera mi propia lengua, pronunciando cada palabra perfectamente, pero aún sin tener la menor idea de lo que estaba diciendo.

»Una ráfaga de viento irrumpió en la capilla y apagó todas las velas. Salvo por un poco de luz de luna que entraba, me encontraba a oscuras; pero las palabras del pergamino comenzaron a relucir y continué leyendo. Me encontraba absorto en aquel texto, como si hubiese cogido un alambre eléctrico de cuya corriente no me podía apartar.

»Cuando estaba leyendo la última frase, me di cuenta de que había estado pronunciando las palabras a gritos. Cuando acabé, unos rayos cayeron sobre el candelabro abierto, que estaba sobre el suelo delante mío, el viento dejó de soplar e inmediatamente la capilla se llenó de humo.

»No hay forma de prepararse para un acontecimiento como ése. Puedes pasarte la vida preparándote para ser un siervo de Dios; puedes leer sobre casos de encantamientos y exorcismos e intentar imaginarte en aquella situación, pero cuando te sucede, simplemente callas. Por lo menos, así me ocurrió a mí. Permanecí allí, intentando comprender qué había sucedido, pero mi mente no me respondía.

»El humo comenzó a elevarse y pude vislumbrar una inmensa figura que estaba de pie sobre el altar. Se trataba de Engañifa, que tenía el aspecto que adopta cuando va a comer.

—¿Qué aspecto es ése? —preguntó Brine.

—Supongo, por el asunto con la harina, que sabes que Engañifa sólo es visible a los demás cuando va a comer. La mayor parte del tiempo lo veo como un injerto cubierto de escamas, de un metro de alto, pero cuando se alimenta o cuando pierde el control, se convierte en un gigante. Lo he visto cortar a un hombre por la mitad con un solo golpe de garras. No sé por qué le sucede esto. Lo que sé es que nunca había pasado tanto miedo como la primera vez que le vi.

»La figura miró a su alrededor, luego hacia mí; después miró la capilla. Yo rezaba, para mis adentros, rogándole a Dios que me protegiera.

»—¡Detente! Yo me encargaré de todo —me dijo aquel monstruo.

»Después de descender, se fue por el pasillo e irrumpió por las puertas de la capilla, sacándolas de sus bisagras. De pronto, paró y se giró hacia mí.

»—Estas cosas hay que abrirlas primero, ¿verdad? Lo había olvidado, ha pasado mucho tiempo —me dijo.

»En cuanto desapareció, cogí los candelabros y eché a correr, pero al llegar a la verja principal recordé que aún llevaba el hábito rasgado.

»Quería irme, esconderme, olvidar lo que había visto, pero tenía que volver por mi ropa. Corrí hacia mi habitación. Como me encontraba en mi tercer año en el seminario, me habían dado una pequeña habitación privada, así que, afortunadamente, no tenía que pasar por los dormitorios, donde dormían los alumnos más nuevos. La única ropa que tenía era el traje que llevaba cuando llegué y un pantalón de peto que me ponía para trabajar en los campos del seminario. Intenté ponerme el traje, pero los pantalones me quedaban pequeños, así que me puse el pantalón de peto y la chaqueta del traje para cubrirme los hombros. Envolví los candelabros con una manta y me dirigí hacia la verja.

»Justo cuando me encontraba al otro lado de ella, oí un horrible grito que provenía de la rectoría. No había ninguna duda, era el padre Jasper.

»Corrí sin parar los ocho kilómetros que había para llegar al pueblo. El sol estaba comenzando a salir cuando llegué a la estación de tren y vi que uno comenzaba a alejarse del andén. No sabía hacia dónde se dirigía, pero eché a correr y logré subirme de un salto antes de caer derrengado.

»Me gustaría poder decir que contaba con algún plan pero no era así. El único pensamiento que tenía era alejarme cuanto pudiera de Saint Anthony. No sé por qué llevé los candelabros, pues su valor no me interesaba. Supongo que no quería dejar ninguna evidencia de lo que había hecho, o tal vez me encontraba bajo la influencia del poder sobrenatural.

»Una vez recuperado el resuello, me dirigí hacia el vagón de pasajeros a buscar un asiento. El tren estaba casi lleno, de soldados y de algún que otro paisano. Di algunos traspiés por el pasillo y me dejé caer sobre el primer asiento vacío que encontré. A mi lado había una mujer joven leyendo un libro.

»—Este asiento está ocupado —dijo la mujer.

»—Por favor, déjeme sólo descansar aquí unos minutos. Me levantaré cuando vuelva su compañero —le respondí.

»Ella alzó la vista y me encontré mirando los ojos más grandes y más azules que jamás había visto. Nunca los olvidaré. Era una mujer joven, como de mi edad, y llevaba su pelo oscuro recogido bajo un sombrero, como era la moda en aquellos tiempos. Parecía tener miedo de mí. Supongo que yo llevaba mi propio miedo escrito en la cara.

»—¿Se encuentra usted bien? ¿Quiere que llame al revisor? —me preguntó.

»Se lo agradecí y le expliqué que sólo me hacía falta descansar un poco. Intentaba no ser grosera, pero por la manera en que miraba mi extraña vestimenta era evidente que ésta le sorprendía. Después, alcé la vista y me di cuenta de que todos los pasajeros del coche me miraban. Me pregunté si acaso podrían saber lo que había hecho, pero finalmente me di cuenta de por qué me miraban. Estábamos en guerra, yo tenía edad para estar en el ejército y, sin embargo, iba vestido de civil.

»—Estoy estudiando en el seminario —dije abruptamente, dirigiéndome a todos en general, lo cual ocasionó cuchicheos y el rubor de la chica que tenía a mi lado—. Lo siento, buscaré lugar en otro coche —le dije a ella.

»Pero cuando comencé a levantarme, puso una mano sobre mi hombro herido, lo cual me provocó un quejido, y tiró de mí, impidiendo que me levantara.

»—No, viajo sola. He estado guardando este sitio para que no se sentara algún soldado. Ya sabe usted cómo son a veces, padre.

»—Aún no soy cura —respondí.

»—Entonces, no se cómo llamarle.

»—Llámeme Travis —le contesté.

»—Yo me llamo Amanda —apuntó.

Sonrió y por un momento me olvidé por completo de mi huida. Era una chica atractiva, pero cuando sonreía era preciosa. Ahora me tocaba a mí ruborizarme.

»—Voy rumbo a Nueva York a visitar a la familia de mi prometido. El ahora está en Europa.

»—¿Así que este tren va hacia el este? —pregunté.

»—¿Ni siquiera sabes adónde va el tren? —contestó sorprendida.

»—He pasado una mala noche —expliqué y enseguida me eché a reír, no se muy bien por qué. Me parecía increíble lo que me había pasado y el intentar explicárselo me hacía mucha gracia.

»Ella giró la vista hacia otro sitio y comenzó a buscar en su bolso.

»—Lo siento, no quise ofenderte —le dije.

»—No me has ofendido, es que necesito tener listo el billete para el revisor —aclaró.

»Me había olvidado por completo del problema del billete. Alcé la vista y vi que el revisor se acercaba por el pasillo. Pegué un salto intentando levantarme, pero una ola de fatiga me devolvió de golpe al asiento, casi haciéndome caer encima de ella.

»—¿Te pasa algo? —me preguntó.

»—Amanda, has sido muy amable pero creo que me buscaré otro asiento y te dejaré viajar en paz.

»—No tienes billete, ¿verdad?

»Yo negué con la cabeza.

»—He estado en el seminario y se me olvidó… allí no utilizamos el dinero y…

»—Yo llevo algo de dinero —aseguró.

»—No, no podría aceptarlo. Pero mira, puedes quedarte con estos candelabros, valen mucho. Cuando llegue a casa te mandaré el dinero del billete —le dije. Saqué de la manta los candelabros y se los puse sobre su regazo.

»—No hace falta, te prestaré el dinero —dijo.

»—No, insisto, llévatelos —le respondí, intentando pasar por un caballero. Menuda estampa debía de tener yo con aquellos pantalones de peto y aquella chaqueta que me quedaba pequeña.

»—Bueno, si insistes. Mi prometido también es un hombre orgulloso.

»Me dio el dinero que me hacía falta y compré un billete para Clarion, que quedaba como a quince kilómetros de la finca de mis padres.

»El tren se estropeó en alguna parte de Indiana y tuvimos que esperar en la estación mientras cambiaban de máquina. Estábamos en pleno verano y hacía muchísimo calor. Sin pensarlo, me quité la chaqueta. Amanda se quedó boquiabierta cuando me vio la espalda. Insistió en que debía ir a un médico, pero me negué, pues eso implicaría pedirle más dinero prestado. Permanecimos sentados en un banco de la estación mientras ella me limpiaba las heridas con servilletas mojadas del coche comedor, que nos habían dejado.

»En aquellos días ver a una señora lavando a un hombre semidesnudo hubiera provocado un escándalo, pero la mayoría de los pasajeros eran soldados y estaban mucho más interesados o bien en que los declararan no aptos o en hablar de Europa, su destino final, así que casi todos nos ignoraban.

»Amanda desapareció durante unos minutos y volvió justo cuando el tren estaba por irse.

»—He reservado una litera para nosotros —dijo al volver.

»Yo me quedé anonadado. Comencé a protestar pero ella me detuvo.

»—Tu dormirás y yo te cuidaré. Eres cura y yo estoy comprometida, así que no hay nada de malo en ello. Además, no estás en condiciones de pasar la noche sentado en un tren.

»Creo que fue entonces cuando me di cuenta de que me había enamorado de ella. No es que tuviera ninguna importancia, pero después de vivir tanto tiempo bajo los abusos del padre Jasper yo no estaba preparado para la amabilidad que ella me brindaba. Ni por un momento se me pasó por la cabeza que podría estar poniéndola en peligro.

«Conforme arrancaba el tren, miré hacia el andén y fue cuando vi a Engañifa por primera vez en su forma más pequeña. Por qué ocurrió en aquel momento y no antes, no lo sé. Tal vez no me quedara mucha fuerza y cuando le vi sobre el andén con su refulgente sonrisa de dientes como navajas, me desmayé.

»Cuando recobré la consciencia, la espalda me ardía como si estuviese encendida. Me encontraba echado boca abajo sobre la litera y Amanda me estaba limpiando las heridas con alcohol.

»—Les dije que te habían herido en Francia. El revisor me ayudó a meterte aquí dentro. Creo que es hora de que me cuentes quién te ha hecho esto —dijo.

»Le conté lo que había hecho el padre Jasper, omitiendo la parte sobre el demonio. Cuando acabé, yo estaba llorando y ella me mecía entre sus brazos.

»No estoy seguro de cómo ocurrió, supongo que fue la pasión del momento y esas cosas, pero de pronto me di cuenta de que nos estábamos besando y yo la comenzaba a desvestir, íbamos a hacer el amor cuando ella me detuvo.

»—Tengo que quitarme esto —me dijo. Se refería a una pulsera de madera que tenía grabadas las iniciales E + A.

»Yo le dije que no teníamos que hacer nada si no quería.

—¿Alguna vez ha dicho usted algo, señor Brine, sabiendo de antemano que siempre se arrepentirá de haberlo dicho? Pues yo sí y fue: «No tenemos que hacer nada si no quieres».

»—Ah, entonces no lo hagamos —fue lo que respondió ella.

»Se quedó dormida entre mis brazos y yo permanecí despierto, pensando en el sexo y en la condenación, lo cual no difería mucho de lo que solía pensar en el seminario, aunque supongo que ahora pensaba en ello de una forma más concreta.

»Me estaba quedando dormido cuando oí que había mucho barullo en el otro extremo de nuestro coche. Me asomé al pasillo para ver qué sucedía. Engañifa venía hacia nosotros, abriendo y mirando en cada compartimento. Entonces yo no sabía que Engañifa fuera invisible para los demás y no entendía por qué la gente no gritaba al verlo. Asustados, los pasajeros gritaban y se asomaban buscando a alguien, pero no veían a nadie.

»Cogí mi pantalón y de un salto salí al pasillo, dejando la chaqueta y los candelabros en el compartimento, junto a Amanda; ni siquiera le di las gracias. Corrí hacia la parte trasera del coche, huyendo de Engañifa. Conforme me alejaba le oía gritarme:

»—¿Por qué corres? ¿Acaso no conoces las reglas?

»Pasé por la puerta que dividía los coches y la dejé bien cerrada. En aquel momento la gente no gritaba por miedo, sino porque había un hombre desnudo corriendo por el pasillo.

»Me asomé al coche siguiente y vi que el revisor venía hacia mí. Engañifa estaba por llegar por la otra puerta, así que sin pensarlo ni mirar abrí la puerta que daba al exterior y desnudo, con el pantalón aún en la mano, salté del tren.

»En aquel momento el tren estaba pasando por un puente, así que el salto fue desde una distancia considerable, unos quince o veinte metros. De acuerdo con toda lógica, debía haberme matado. Al caer, me quedé sin aire y recuerdo que pensé que tenía la espalda rota, pero en cuestión de segundos me encontraba otra vez de pie y corriendo a través de un valle arbolado. No me di cuenta hasta después de que me protegía el pacto con el demonio, aunque en aquel momento no estuviera aún bajo mi control. Realmente no sé hasta donde llegaba su protección, pero desde entonces he estado en cientos de accidentes a los que no debía haber sobrevivido y he salido de todos ellos sin un rasguño.

»Corrí por el bosque hasta llegar a una brecha de tierra. No tenía idea de dónde estaba, simplemente anduve hasta que ya no pude más y luego me senté a la vera de aquel camino. Poco después de que saliera el sol, una carreta desvencijada se detuvo a mi lado y su conductor me preguntó si me encontraba bien. En aquellos días no era raro encontrarse con un chico descalzo con pantalón de peto al lado de un camino.

»Aquel granjero me informó que me encontraba a unos treinta kilómetros de casa. Al explicarle que era un estudiante que estaba de vacaciones y que quería volver a casa a dedo, se ofreció a llevarme. Me quedé dormido en la carreta. Cuando el granjero me despertó, estábamos ante la verja de la finca de mis padres. Le di las gracias y me dirigí hacia casa por la vereda.

»Supongo que debí notar enseguida que algo andaba mal. Para la hora que era, todos tenían que estar trabajando y sin embargo, salvo algunos pollos, la finca parecía estar desierta. Oía el mugir de las dos vacas lecheras que estaban en el establo, cuando ya debían haber sido ordeñadas y estar pastando.

»No tenía idea de qué decirles a mis padres. No había pensado sobre lo que haría al llegar a casa, sólo sabía que deseaba estar allí.

»Entré corriendo en la casa por la puerta trasera, esperando encontrarme con mi madre en la cocina, pero no estaba ahí. Mi familia dejaba la granja en contadas ocasiones, y nunca lo hacía sin haberse ocupado primero de los animales. Lo primero que pensé fue que había habido algún accidente. Tal vez mi padre se había caído del tractor y lo habían llevado a Clarion. Corrí hacia la parte delantera de la casa. La carreta de mi padre estaba atada a la entrada.

»Me apresuré a recorrer toda la casa gritando en cada habitación, pero no había nadie. Estaba de pie en el porche de la entrada, preguntándome qué hacer, cuando por detrás oí su voz.

»—No puedes huir de mí —me dijo.

»Me giré y lo vi sentado en el columpio, moviendo los pies en el aire. Sentí miedo pero también rabia.

»—¿Dónde está mi familia? —le pregunté indignado.

»—Ha desaparecido —respondió, dándose unas palmaditas en la barriga.

»—¿Qué has hecho con ellos? —le pregunté.

»—Han desaparecido para siempre, me los he comido.

«Enfurecido, cogí el columpio y lo empujé con todas mis fuerzas; pegó contra la barandilla del porche y Engañifa salió volando y cayó sobre la tierra.

»Mi padre solía tener un tronco y un hacha cerca de la entrada de la casa para cortar leña. De un salto bajé del porche y cogí el hacha. Cuando Engañifa estaba levantándose le di un hachazo en la frente, de la que salieron chispas, y la hoja rebotó de su cabeza como si hubiera pegado a un bloque de acero. En cuestión de segundos, Engañifa estaba sentado sobre mi pecho con una sonrisa como la del demonio en el cuadro de Fussli, La pesadilla. No parecía en absoluto estar enfadado. Yo me debatía intentando derribarlo, pero era inútil, no podía.

»—Mira, esto, es absurdo. Tú me invocaste para que te hiciera un trabajo y lo hice, ¿ahora por qué tanta queja? Por cierto, te hubiera encantado, al cura le corté los tendones de las corvas y después disfruté viendo cómo se arrastraba por ahí implorando perdón durante un rato. Me encanta comerme a los curas, porque suelen creer que se trata de una prueba que les ha enviado el Creador —dijo Engañifa.

»—Pero yo no te invoqué —protesté.

Y enseguida recordé mis maldiciones en la capilla; era verdad, había renunciado a Dios.

»—No sabía lo que hacía —añadí.

»—Bueno, veo que tendré que explicarte las reglas. Primero, no podrás huir de mí; tú me llamaste y yo seré una especie de sirviente tuyo para siempre y cuando digo para siempre, quiero decir para siempre. No envejecerás y nunca te pondrás enfermo. La segunda cosa que debes saber es que soy inmortal. Podrás darme todos los hachazos que quieras, lo único que sacarás de ello es un hacha sin filo y dolor de espalda, así que no desperdicies tu energía. Y tercero, mi nombre es Engañifa. Me llaman «el destructor», y eso es lo que hago, destruir. Con mi ayuda podrás reinar sobre el mundo y hacer otras cosas bonitas. Hasta ahora mis amos no me han empleado al máximo de mi potencial, pero puede que tú seas la excepción, aunque lo dudo. Cuarto, cuando me encuentre en este estado, serás el único que podrá verme, pero cuando me convierta en el destructor seré visible para cualquiera. Esto es una tontería y por qué son así las cosas es una larga historia; el caso es que son así. Hace tiempo decidieron mantener mi existencia en secreto, pero a este respecto, no existe ninguna regla.

»Dicho esto, hizo una pausa y bajó de mi pecho. Me puse de pie y me sacudí la ropa. Sentía que todo lo que Engañifa acababa de decirme me daba vueltas en la cabeza. No tenía forma de comprobar si lo que me había contado era verdad; sin embargo, no me quedaba más remedio que creérmelo. Cuando uno se encuentra con lo sobrenatural, la mente busca una explicación. A mí me la acababan de dar, pero me resistía a creerla.

»—¿Así que vienes del infierno? —pregunté sabiendo de antemano que era una pregunta estúpida; ni una educación de seminario te prepara para poder conversar con un demonio.

»—No, vengo de Paraíso —me respondió.

»—Estás mintiendo —objeté. Era el comienzo de una sarta de mentiras y artificios que se prolongarían durante setenta años.

»—No, de verdad, soy de Paraíso. Es un pequeño pueblo que está como a cuarenta kilómetros de Newark —dijo, y segundos después se estaba desternillando de risa mientras se revolcaba por el suelo.

»—¿Cómo puedo deshacerme de ti? —le pregunté.

»—Lo siento, te he dicho todo lo que era mi obligación decirte.

»En aquella época yo aún no sabía lo peligroso que era Engañifa. Mi intuición me dijo que no me encontraba ante ningún peligro inmediato, así que intenté idear un plan para deshacerme de él. No quería quedarme en la finca, pero tampoco tenía dónde ir.

»Mi primer impulso fue refugiarme en la iglesia. Si encontraba a un cura, tal vez él podía exorcizarme al demonio.

»Me dirigí hacia el pueblo acompañado de Engañifa y allí le pedí al párroco que me hiciera un exorcismo. Pero no había acabado de convencerle de que existía el demonio cuando Engañifa se hizo visible y se comió al párroco a bocados delante mío. Fue entonces cuando me di cuenta de que su poder estaba más allá de la comprensión de cualquier cura normal, incluso tal vez más allá de la comprensión de la Iglesia entera.

»Se supone que los cristianos ven la maldad como una fuerza activa, pues si negaran la existencia del mal negarían también el bien y por lo tanto, a Dios. O sea, que creer en el mal representa un acto de fe tanto como creer en Dios; pero yo me había enfrentado al mal como una realidad y no como una abstracción. Mi fe desapareció, ya no la necesitaba. Para mí, en el mundo existía el mal, y yo lo representaba. Según mis razonamientos, era responsabilidad mía el salvaguardar la fe de otra gente, no permitiendo que el mal se manifestara ante ellos. Tenía que mantener en secreto la existencia de Engañifa. Si no podía evitar que se llevara algunas vidas, por lo menos evitaría que se llevara otras almas.

»Decidí llevármelo a un lugar seguro, donde no hubiera gente a la que se pudiera comer. Nos subimos en un tren de carga que nos llevó a Colorado. Una vez allí, llevé a Engañifa hacia las montañas. Encontré una cabaña perdida, donde pensé que no habría posibles víctimas. Después de unas semanas, comprobé que tenía algún control sobre el demonio. A veces podía hacer que fuera en busca de agua y madera, pero otras, me desafiaba. Jamás he comprendido la inconsistencia de su obediencia.

»Una vez que acepté el hecho de que no podría alejarme de Engañifa, comencé a interrogarle constantemente, buscando alguna pista de cómo devolverlo al infierno. Sus respuestas eran vagas, por no decir nulas, ya que lo poco que soltaba era que había estado antes en la Tierra y que alguien lo había hecho volver.

»Después de dos semanas en las montañas, llegó a la cabaña un equipo de rescate. Entonces me enteré de que había estado desapareciendo gente en aquella zona, algunos cazadores y otros, habitantes de pueblos que quedaban hasta a treinta kilómetros de ahí. Por las noches, mientras yo dormía, Engañifa había estado saliendo en busca de nuevas víctimas. Era evidente que el aislamiento no iba a impedir que el demonio continuara matando. Cuando se fue el equipo de rescate, me dispuse a pensar en un plan. Sabía que si no nos íbamos de aquel lugar la gente acabaría por descubrir a Engañifa.

»Sabía que su presencia en la Tierra tenía que obedecer a alguna lógica. Luego, mientras descendíamos de las montañas, pensé que la clave para devolver al demonio al infierno debía encontrarse oculta en el otro candelabro; y yo los había dejado con aquella chica del tren. El saltar de aquel tren para escapar de Engañifa podía haberme costado la única oportunidad que tenía de deshacerme de él. Busqué en mi memoria alguna pista que pudiera conducirme hasta la chica. No le había preguntado adonde iba ni cuál era su apellido. Cada vez que intentaba recordar los detalles de nuestro encuentro, se aparecía ante mí la imagen de aquellos llamativos ojos azules que parecían estar grabados en mi memoria, mientras que todo lo demás se desvanecía. ¿Acaso iba a recorrerme el este de Estados Unidos preguntando a la gente si había visto a una chica joven de hermosos ojos azules?

»Algo me reconcomía. Debía haber algo que me pudiera llevar hacia la chica; sólo tenía que recordar qué era. De pronto, caí, la pulsera de madera que llevaba puesta. Las iniciales que tenía el corazón grabadas por detrás eran E + A. ¿Sería difícil buscar a un soldado con la inicial E en los archivos del servicio militar? En su archivo tenían que aparecer sus parientes más cercanos y ella estaba viviendo con ellos. Tenía un plan.

»Me llevé a Engañifa hacia el este y ahí comencé a buscar en las listas locales de reclutamiento. Decía que había estado en Europa, que un hombre cuya inicial era E me había salvado la vida y que quería encontrarlo. Siempre me pedían una división, un cuartel general o el lugar donde había tenido lugar la batalla. Yo les contestaba que me habían herido en la cabeza y que no podía recordar nada más que su inicial. Por supuesto, nadie me creía, pero me daban los datos que pedía, yo creo que por lástima.

»Mientras tanto, Engañifa aumentaba su número de víctimas. Cuando podía, intentaba dirigirlo hacia ladrones y maleantes, pensando que si debía matar, al menos yo podía proteger a gente inocente.

»Recorrí bibliotecas enteras buscando los libros de magia y demonología más antiguos que pudiera encontrar. Tal vez en alguno de ellos podría dar con un encantamiento que regresara el demonio al infierno. Practiqué cientos de rituales, dibujé pentagramas, junté extraños talismanes y me sometí a todo tipo de regímenes y rigores físicos pensados para purificar al hechicero con el fin de que la magia surtiera efecto. Sin embargo, después de repetidos fracasos, concluí que los autores de aquellos libros no habían sido más que unos vendedores medievales de aceite de serpiente. Siempre ponían la pureza del hechicero como un requisito para después tener una excusa que ofrecer a sus clientes cuando la magia no surtía efecto.

»Por aquel entonces aún buscaba a un cura que pudiera hacerme un exorcismo. Por fin, en Baltimore, encontré a uno que creía mi historia y accedía a ejecutar el exorcismo. Con el fin de protegerlo, acordamos que él estaría de pie en un balcón mientras que Engañifa y yo permanecíamos en la calle. Engañifa no paró de reír durante todo el ritual y cuando terminó, irrumpió cual bólido en el edificio y se comió al cura. En ese momento supe que mi única esperanza era dar con la chica.

»Engañifa y yo no dejábamos de ir de un lugar a otro, sin permanecer en ninguno más de tres días. Afortunadamente, en aquel tiempo no había ordenadores que rastrearan las desapariciones de sus víctimas. En cada pueblo solía hacer una lista de los veteranos de guerra y después me dedicaba a buscarlos tocando las puertas e interrogando a sus parientes. Lo he estado haciendo durante más de setenta años. Me parece que ayer encontré al hombre que busco. Resulta que la E era la inicial de su segundo nombre. Se llama J. Effrom Elliot. Y yo que pensaba que la suerte jamás me favorecería; el solo hecho de que el señor aún viva es en sí bastante afortunado. Creí que iba a tener que rastrear los candelabros por medio de los parientes que lo sobrevivieran, con la esperanza de que alguno de ellos los hubiera guardado como reliquia y los recordara.

»Pensé que todo había terminado, pero ahora Engañifa se encuentra fuera de control y usted me impide que lo detenga de una vez por todas.