Augustus Brine
Augustus Brine estaba sentado en la camioneta que había aparcado a una calle de la casa de Jenny. Con la luz del alba, apenas podía distinguir la silueta del Toyota de Jenny y de un viejo Chevy que estaba aparcado delante. El rey de los yinn estaba sentado en el asiento del pasajero, mirando atentamente el panorama con una expresión imperturbable.
Brine estaba bebiéndose una taza de su café de mezcla y tueste secretos. El termo ya estaba vacío y saboreaba su última taza. Tal vez la última taza que bebería. Intentó adquirir una calma de tipo zen pero le fue imposible y encontró que incluso resultaba contraproducente; el pensar en ella parecía alejarla aún más. «Es como intentar morderse los dientes. No sólo no hay nada que morder, sino que tampoco hay nada con qué morderlos», decía el proverbio zen. En aquel momento, lo que más le acercaría al estado de la no mente sería destruirse unos cuantos millones de neuronas con unas botellas de vino en casa; y aquello no podía ser.
—Estás preocupado, Augustus Brine —dijo el yinn después de haber permanecido en silencio durante más de una hora.
Brine se asustó tanto ante la sorpresa de oír su voz que casi se tira el café encima.
—Es el coche, ¿qué tal si el demonio está dentro? No hay manera de saberlo —se respondió a sí mismo.
—Iré a mirar —afirmó el yinn.
—¿A mirar? Dijiste que era invisible.
—Me meteré en el coche, y si está ahí, percibiré su presencia —contestó el genio.
—Y si está, ¿qué harás?
—Volveré y te lo diré, él no me puede hacer ningún daño —respondió el yinn.
—No. No quiero que sepan que estamos aquí hasta el último momento. Me arriesgaré —afirmó Brine, pasándose una mano por la barba.
—Espero que seas de movimientos rápidos, Augustus Brine. Si Engañifa te ve, estará encima tuyo enseguida —advirtió el genio.
—Sí, soy bastante ágil —respondió Brine con una confianza en sí mismo que no sentía. Él más bien se veía como un viejo gordo que se encontraba cansado y algo nervioso debido a tantas tazas de café y a las pocas horas que había dormido.
—¡La mujer! —exclamó el genio, señalando hacia la casa con un huesudo índice.
En ese momento Jenny salía de su casa vestida con su uniforme; bajó los escalones y después de cruzar el recuadro de césped, se dirigió hacia el Toyota.
«Al menos está viva», pensó Brine, preparándose. Con Jenny fuera de la casa, se resolvía una de sus dificultades. Les quedaba poco tiempo; el guardián del demonio no tardaría en salir y si no tenían la trampa preparada, todo estaría perdido.
Dos veces consecutivas, el motor del Toyota se encendió y se apagó, mientras del tubo de escape salía una nube de humo azul. Después, el motor respondió con un ruido metálico y se puso en marcha una vez más, pero enseguida tosió y se apagó; humo azul.
—Si decide volver a la casa, tendremos que detenerla —dijo Brine.
—Te descubriría, la trampa no dará resultado —afirmó el yinn.
—No puedo dejarla volver a la casa —respondió Brine.
—Es sólo una mujer, Augustus Brine, mientras que si no lo detenemos Engañifa matará a miles de personas —apuntó el genio.
—Es amiga mía —contestó Brine.
Después de repetir el ruido, pero esta vez más débilmente, el motor del Toyota soltó unos largos lloriqueos, como los de un animal, e inmediatamente después, hizo combustión. Jenny aceleró y se alejó de allí, dejando detrás una estela de humo aceitoso.
—Ya está, vamos —dijo Brine mientras encendía el motor de la camioneta para acercarse a la casa.
—Apágalo —ordenó el yinn poco después.
—Estás loco, lo dejaremos encendido —respondió Brine.
—Entonces, ¿cómo podrás oír al demonio si se acerca antes de lo que esperas? —pregutó el yinn.
A regañadientes, Brine giró la llave del motor y lo apagó.
—¡Venga! —exclamó Brine.
Brine y el yinn descendieron a la vez de la camioneta y se dirigieron hacia la parte trasera de la misma. Brine quitó la rejilla. Tenían veinte bolsas de cinco kilos de harina, de cada una de las cuales asomaba un trozo de alambre. Brine cogió una bolsa con cada mano y corrió hacia el recuadro de césped que había a la entrada de la casa, dejando por donde pasaba un largo alambre que serpenteaba. El yinn cogió una de las bolsas y la cargó con ambos brazos, como si se tratara de un crío, hacia la esquina contraria del recuadro.
Con cada trayecto que hacía de vuelta a la camioneta, Brine notaba que su miedo se acrecentaba para convertirse en pánico; el demonio podría estar en cualquier parte. Detrás suyo, el yinn pisó una rama y Brine se giró hacia él violentamente, cogiéndole del cuello.
—Sólo soy yo; si el demonio anda por aquí, se echará sobre mí primero, puede que te diera tiempo a escapar —dijo el yinn.
—Acabemos de descargar esto de una vez —respondió Brine.
Noventa segundos después, el césped estaba cubierto de bolsas de harina y de una telaraña de alambres que conducía hasta la camioneta. Brine ayudó al genio a subir a la parte trasera de ella y le pasó dos alambres de plomo. El yinn los cogió y se colocó de cuclillas al lado de una batería que Brine había adherido al suelo del camión con cinta aislante.
—Después de contar hasta diez, haz que los alambres hagan contacto con la batería y, cuando hayan explotado, enciende el motor del camión.
Dicho esto, Brine se fue corriendo hacia los escalones de la entrada. El porche era demasiado bajo como para esconderse debajo de él, así que permaneció encogido al lado, cubriéndose la cara con los brazos y contando para sí: «Siete, ocho, nueve, dieez». Brine se agazapó, preparándose para la explosión. En caso de explotar todas a la vez, las bombas para focas no eran lo suficientemente potentes como para ser peligrosas, pero con veinte se podía dar un buen susto.
«Once, doce, trece, catorce, ¡mierda!» Brine se levantó e intentó ver la parte trasera del camión.
—¡Los alambres, Gian Hen Gian! —gritó.
—¡Ya está hecho! —respondió el yinn.
Antes de que Brine pudiera decir nada más, comenzaron las explosiones, no de un solo golpe, sino una detrás de otra, como una gran hilera de petardos. Por un momento el mundo quedó emblanquecido con la harina; después se levantaron remolinos de fuego alrededor de la casa, los cuales se convirtieron enseguida en champiñones de humo que se elevaban hacia el cielo conforme iba ardiendo la harina que había dispersa en el aire. Las ramas más bajas de los pinos se encendieron y se oía cómo rechinaban sus hojas, consumidas por el fuego.
Al ver que se levantaban llamas, Brine se echó al suelo y se cubrió la cabeza. Cuando las explosiones hubieron terminado, se levantó e intentó ver a través de la nube de harina, de humo y de hollín que se extendía en el aire. De pronto oyó que detrás suyo se abría una puerta. Se giró y extendió una mano hacia ella; al sentir que había cogido la camisa de un hombre, tiró de ella fuertemente hacia atrás, esperando que no fuese el demonio a quien derribaba de los escalones.
—¡Engañifa, Engañifa! —gritó el hombre.
Ya que le era imposible ver nada a través de aquella densa niebla, Brine le lanzó un golpe ciego a la figura. Sintió que su carnoso puño pegaba contra algo macizo y después, que el hombre se desvanecía en sus brazos. Brine oyó que se encendía el motor del camión. Siguiendo el ruido, arrastró el cuerpo hasta la camioneta. En la distancia se oyó el agudo aullido de una sirena.
Al no ver nada, Brine se dio de frente contra la camioneta. Abrió la portezuela y echó al hombre sobre el asiento delantero, aplastando a Gian Hen Gian contra la otra portezuela. Brine se metió de un salto, puso la primera velocidad y apartó el vehículo de aquella enharinada conflagración hacia la prometedora luz de la mañana.
—No me dijiste que fuera a haber fuego —protestó el yinn.
—No lo sabía —respondió Brine, mientras tosía e intentaba quitarse la harina de los ojos.
—También creí que todas las explosiones serían al mismo tiempo, olvidé que los fusibles se queman a distintas velocidades; y tampoco sabía que ardiera la harina. Esta era sólo para que lo cubriera todo y así resaltara el demonio cuando se aproximara —añadió Brine.
—El demonio Engañifa no estaba allí —afirmó el genio.
Brine sintió que estaba a punto de perder el control. Cubierto de harina y de hollín, parecía el abominable hombre de las nieves enfurecido.
—¿Cómo lo sabes? Si no hubiéramos contado con el truco de la harina, yo ahora podría estar muerto. Antes no tenías ni idea de dónde estaba. ¿Cómo sabes que no estaba allí?, ¿eh? ¿Cómo lo sabes? —gritó Brine.
—El guardián del demonio ha perdido el control sobre Engañifa; si no, no hubieras podido hacerle daño —afirmó el yinn.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? ¿Por qué no me dices esas cosas a su debido tiempo? —preguntó Brine.
—Se me olvidó —respondió el genio.
—Pude haber muerto —observó Brine enfadado.
—Morir al servicio del gran Gian Hen Gian, qué honor. Me das envidia, Augustus Brine —dijo el yinn, quitándose la gorra para sacudirle la harina, llevándosela al pecho a manera de saludo. La calva era la única parte de su cuerpo que no estaba cubierta de harina.
Augustus Brine se echó a reír.
—¿Qué es lo que te causa hilaridad? —preguntó yinn.
—Pareces un lápiz marrón con la punta desgastada. Rey de los yinn, eres demasiado —dijo Brine entre ronquidos y carcajadas.
—¿De qué os reís? —preguntó un Travis somnoliento.
Manteniendo la mano izquierda sobre el volante, Brine le dio un golpe al guardián del demonio que lo volvió a dejar noqueado.