Travis y Jenny
Había algo en ella que a Travis le provocaba ganas de poner su vida entera sobre la mesa como si fuera un montón de monedas; dejarla mirar y quedarse con las que ella quisiera. Si pasaba la noche allí al día siguiente le contaría lo de Engañifa, pero no en aquel momento.
—¿Te gusta viajar? —preguntó Jenny.
—Ahora me está cansando y me gustaría descansar un poco —respondió Travis.
Después de coger su copa de vino tinto y de darle un sorbo, Jenny se bajó la falda por décima vez. El sofá todavía representaba para ella una zona neutra.
—No tienes el aspecto de un vendedor de seguros, al menos de los que haya visto yo; espero que no te importe que te lo diga, pero normalmente llevan chaquetas chillonas y apestan a colonia barata. Nunca he conocido a ninguno que pareciera sincero con respecto a nada —dijo Jenny.
—Es un trabajo —comentó Travis, esperando que no le preguntara más la respecto; él no sabía nada sobre el tema. Se había decidido por aquella profesión porqu Effrom Elliot lo había confundido con un vendedor de seguros aquella tarde, así que fue lo primero que se le ocurrió.
—Cuando era pequeña, un vendedor de seguros vino a casa a venderle un seguro a mi padre. Después de colocarnos a toda la familia frente a la chimenea, nos sacó una foto con una cámara Polaroid. Era una foto bonita. Mi padre, de pie en un extremo, tenía aspecto de sentirse orgulloso. Conforme pasábamos la foto para verla, el vendedor se la arrebató a alguien de las manos y dijo: «¡Qué familia más bonita!». Después, arrancó a mi padre de la foto y añadió: «¿Y ahora qué será de ella?». Yo me eché a llorar y a mi padre le entró miedo.
—Lo siento, Jenny —dijo Travis y de repente se preguntó por qué no le había dicho que era vendedor de cepillos. ¿Tenía alguna anécdota divertida que contar sobre un cepillo?
—¿Haces esto tú, Travis? ¿Te dedicas a asustar a la gente? —preguntó Jenny.
—¿Tú qué crees?
—Ya te digo, no tienes pinta de ser vendedor de seguros.
—Jennifer, tengo que decirte una cosa.
—Eh, lo siento, tal vez me haya puesto pesada. Tú haces lo que haces. Yo nunca pensé que sería camarera a mis años —dijo Jenny.
—¿Tú qué querías ser? Me refiero a cuando eras niña, ¿qué querías ser de mayor? —preguntó Travis.
—¿Qué quería ser de verdad? —preguntó Jenny.
—Claro.
—Quería ser mamá. Quería tener una familia, un hombre que me quisiera y una bonita casa. No era muy ambiciosa, ¿verdad?
—Eso no tiene nada de malo; ¿y qué pasó? —preguntó Travis.
Ella apuró la copa y se sirvió más vino.
—Que no puedes tener una familia tú sola —apuntó Jenny.
—¿Pero? —preguntó Travis.
—Travis, no quisiera echar a perder la velada hablando sobre mi matrimonio. Estoy intentando hacer algunos cambios en mi vida.
Travis se quedó callado; ella interpretó su silencio como señal de comprensión y se reanimó enseguida.
—¿Y tú qué querías ser de mayor? —preguntó Jenny.
—¿De verdad?
—No me dirás que también querías ser ama de casa.
—Cuando era niño eso era lo único a lo que aspiraban las chicas —afirmó Travis.
—Dónde creciste, ¿en Siberia?
—En Pennsylvania; me crié en una finca —dijo Travis.
—¿Y qué quería ser el chico de campo de Pennsylvania cuando fuera mayor?
—Cura —afirmó Travis.
—Nunca había conocido a nadie que quisiera ser cura. Qué hacías cuando los otros chicos querían jugar a los soldados, ¿darles la extremaunción? —dijo Jenny riendo.
—No, no fue así. Mi madre siempre quiso que fuese cura. Cuando tuve edad suficiente fui al seminario, pero aquello no salió bien —dijo Travis.
—Así que te volviste vendedor de seguros. Supongo que es lógico; una vez leí que tanto las religiones como las compañías de seguros están fundamentadas sobre el miedo a la muerte —dijo Jenny.
—Eso suena bastante cínico —observó Travis.
—Lo siento, Travis, no puedo creer en un ser todopoderoso que permite la guerra y la violencia —afirmó Jenny.
—Pues deberías.
—¿Estás intentando convertirme? —preguntó Jenny.
—No, sólo que estoy absolutamente convencido de que Dios existe —dijo Travis.
—Nadie sabe nada con certeza. No es que no tenga fe, tengo mis propias creencias, pero también tengo mis dudas —apuntó Jenny.
—Yo también las tenía —afirmó Travis.
—¿Las tenías? Y qué pasó, ¿se te apareció el Espíritu Santo y te dijo que te pusieras a vender seguros?
—Algo parecido —dijo Travis forzando una sonrisa.
—Travis, eres un hombre muy extraño —afirmó Jenny.
—En realidad no tenía ningún interés en que habláramos de religión —apuntó Travis.
—Vale, por la mañana te contaré mis creencias, seguro que te sorprenderán —dijo Jenny.
—Lo dudo, lo dudo mucho… ¿Has dicho por la mañana?
Jenny le extendió una mano. Por dentro no estaba muy segura de lo que hacía, pero parecía sentirse bien; por lo menos no sentía que se estuviera equivocando.
—¿Me he perdido algo? Creí que te habías enojado conmigo —dijo Travis.
—No, ¿por qué iba a enojarme contigo?
—Por mis creencias —respondió Travis.
—Me hacen gracia.
—¿Gracia? ¡Gracia! ¿Te parece que la Iglesia católica tiene gracia? Jenny, en este momento debe de haber cientos de papas retorciéndose en su tumba.
—Qué bien, no están invitados. ¿Te quieres acercar, por favor?
—¿Seguro? Has bebido mucho vino —observó Travis.
No, no estaba nada segura, sin embargo le dijo que lo estaba. Era soltera, ¿no? El chico le gustaba, ¿no? Pues qué coño, aquello ya había empezado.
Él se deslizó hacia ella sobre el sofá y la tomó en sus brazos. Se besaron con poca naturalidad, pues él aún no estaba relajado y ella aún dudaba de que estuviera bien haberlo invitado a su casa. Él la cogió con más firmeza, a lo que ella respondió arqueando la espalda y empujando su cuerpo hacia el suyo; ambos habían bajado sus barreras. El mundo que los rodeaba dejó de existir. Cuando finalmente se apartaron, él hundió su cara en el pelo de Jenny para que ella no pudiera ver sus lágrimas y la abrazó con fuerza.
—Jenny, ha pasado mucho tiempo desde que…
—Todo irá bien, no te preocupes —interrumpió ella, introduciendo sus dedos por el pelo de Travis.
Tal vez porque tenían miedo o tal vez porque se conocían poco, ambos estaban representando un papel y, por lo tanto, no tenían que enfrentarse con nada más que con el momento presente. Los papeles que interpretaron a través de la noche fueron cambiando. Después de satisfacerse el uno al otro, cuando la necesidad dejó de ser lo que imperaba, cada uno continuó representando su papel por gusto. La noche evolucionó de la siguiente manera: primero, ella fue la consoladora y él el consolado; después, fue él el comprensivo confidente y ella la aturdida penitente; ella se convirtió en la enfermera y él en el paciente; él se volvió un chico sano e ingenuo y ella una duquesa seductora; él un sargento mandón y ella un recluta; ella una cruel soberana y él una sumisa esclava.
Eran las tempranas horas de la madrugada cuando desnudos sobre el suelo de la cocina, Travis hacía de Godzilla para un sorprendido Tokio, que era Jenny. Sentados en cuclillas con el tostador en medio, como verdugos que esperan la señal para dejar dar su sablazo, cada uno sostenía un cuchillo untado con mantequilla en una mano. En total, se zamparon una barra de pan, una barra de cuarto de mantequilla, un litro de helado de tofu, una caja de galletas integrales de trigo, una bolsa de frituras de maíz azul y un melón cosechado orgánicamente, al que le salían grandes cantidades de jugo rosado, que cuando reían les chorreaba por la barbilla.
Con el hambre saciada, satisfechos y pringosos de dulce, regresaron a la cama y, acurrucados, se quedaron dormidos juntos.
Tal vez no era amor lo que los unía, tal vez sólo se tratara de una necesidad de escape y olvido; pero fuese lo que fuere, lo habían encontrado.
Tres horas más tarde, sonó el despertador y Jenny se fue al café H. P. a trabajar. Travis sonreía y gemía en sueños cuando Jenny se despidió de él con un beso en la frente.
Cuando comenzaron las explosiones, Travis se despertó gritando.