20

Effrom

Era soldado y, como cualquier soldado, en sus momentos de descanso pensaba en su terruño y en la chica que ahí le esperaba. Se sentó en la cima de una colina para contemplar el ondulante paisaje inglés. Estaba oscuro pero sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad durante el largo turno de guardia que había hecho. Se fumó un cigarro mientras observaba los diseños que la luz de la luna dibujaba sobre las colinas cada vez que había un claro en las nubes.

Aún era sólo un chico, tenía diecisiete años. Estaba enamorado de una chica de pelo marrón y ojos azules que se llamaba Amanda. Sus muslos estaban cubiertos de una suave pelusa que solía hacerle cosquillas sobre la palma de las manos cuando le levantaba las faldas sobre las caderas. Veía sobre ellos los reflejos del sol otoñal, aunque en aquel momento él en realidad estuviera mirando las reverdecidas colinas de Inglaterra en primavera.

Las nubes se despejaron, dejando que la luna alumbrara todo el paisaje.

La chica le bajó los pantalones hasta las rodillas.

Las trincheras se encontraban sólo a cuatro días de distancia. Después de darle una fuerte calada al cigarrillo, lo apagó en la hierba. Exhaló el humo con un suspiro.

La chica le plantó un beso mojado y apretado y tiró de él hacia abajo, sobre ella.

En la distancia, apareció sobre una colina una mancha negra y definida que, ondulándose, sobrevolaba los montes. «No puede ser, nunca vuelan cuando hay luna llena», pensó. ¿Y qué había sido de la capa de nubes que cubría el cielo hacía unos instantes?

Giró la mirada hacia el cielo, buscando la nave, pero no se veía. Todo, salvo los grillos, que cantaban canciones de sexo, estaba en silencio. Todo el campo estaba quieto, salvo la sombra aquella. La imagen de la chica se desvaneció. De pronto, le pareció que en aquella sombra con forma de puro que se aproximaba hacia él, tan silenciosamente como la muerte, lo representaba todo.

A pesar de saber que debía ir corriendo a dar la alarma y avisar a sus compañeros, se quedó quieto, mirando. Cuando la luz de la luna fue eclipsada por la sombra, la nave volaba sobre él; comenzó a temblar. Mientras pasaba, lo único que se oía eran los motores. Unos segundos después, la luz de la luna reapareció; había sobrevivido; la nave no había descargado su mortal barriga. Después oyó que comenzaban las explosiones. Se giró y observó el fuego en la distancia, mientras oía los gritos de sus compañeros en la base, que despertaban con el bombardeo. Se colocó en posición fetal, gimiendo y respingando cada vez que explotaba otra bomba.

Después se despertó.

No había justicia, de eso estaba seguro Effrom. No había un ápice, una milésima, ni una molécula de justicia en el mundo. Si la hubiese, no se sentiría asediado por pesadillas sobre la guerra. Si hubiese alguna justicia, ¿le quitaría el sueño algo que había sucedido hacía más de setenta años? No, la justicia era un mito, que como todos los mitos había quedado aniquilado entre el contundente sentido de la realidad que nos brinda la experiencia.

Pero Effrom se encontraba demasiado inquieto como para lamentarse por la injusticia. La esposa le había puesto las sábanas de franela para que estuviera calentito y a gusto durante su ausencia. (Después de todos esos años, aún dormían juntos; era un hábito que hasta entonces nunca se les había ocurrido alterar). Ahora encontraba que las sábanas estaban frías y mojadas de sudor; el pijama se le pegaba al cuerpo como si le hubiera llovido encima.

Ya que no había podido dormir su siesta, Effrom había intentado irse temprano a la cama con la esperanza de recuperar los sueños de las chicas vestidas de spandex; sin embargo, el subconsciente y el estómago habían conspirado en su contra, enviándole en su lugar una pesadilla. Sentado en el borde de la cama, sentía que su estómago intentaba digerirlo desde dentro hacia fuera, lo escuchaba burbujear como la caldera de un caníbal.

Decir, sencillamente, que el fuerte de Effrom no era la cocina sería como afirmar que el genocidio no es una estrategia aconsejable en el mundo de las relaciones públicas. Para él, unas hamburguesas congeladas cumplían con los requisitos de una comida sin tener que poner en entredicho sus habilidades culinarias. Leyó las instrucciones cuidadosamente y después hizo unos sencillos cálculos matemáticos para acabar más pronto: veinte minutos de horno a 190 grados equivalían a diez minutos a 300 grados. El resultado de sus cálculos parecían pequeños ladrillos de carbón con su centro congelado, pero como tenía prisa por meterse en la cama, ahogó las insufribles hamburguesas en ketchup y se las comió. Nunca hubiera imaginado que sus espíritus regresarían en forma de una pesadilla sobre el ataque del zepelín. Jamás había pasado tanto miedo, ni siquiera en las trincheras cuando las balas le pasaban rozando la cabeza y el aire estaba cargado de gas mostaza. Aquella nube que se movía silenciosamente por los aires había sido lo peor.

Pero ahora, sentado en la cama, se sentía paralizado por el mismo tipo de miedo. Aunque las imágenes del sueño se iban desvaneciendo, no se sentía aliviado de encontrarse sano y salvo en la cama, en su propia casa, sino que era como si hubiera despertado a una situación peor que la del sueño. Alguien deambulaba por su casa. Alguien se movía por ahí como un niño de dos años que compite con otros por ser el más escandaloso.

Fuera quien fuere, ahora se encontraba en la sala. El piso de la casa era de madera, y Effrom conocía cada una de sus rajas y dónde rechinaban. Los ruidos subían por el pasillo. El intruso abrió la puerta del baño, que estaba a dos puertas de la habitación de Effrom.

Se acordó de la pistola que tenía en el cajón de los calcetines. ¿Tenía tiempo? Se envalentonó y se dirigió hacia la cómoda. Tenía las piernas rígidas y temblequeantes, y poco faltó para que se cayera.

Ahora rechinaba el suelo del cuarto de los huéspedes; oyó que la puerta se abría. ¡De prisa!

Abrió el cajón y buscó entre sus calcetines hasta encontrar la pistola. Era un revólver inglés, un Webley automático con cartuchos del 45, que se había traído de la guerra. Abrió el arma como si fuera una metralleta y miró los cilindros; estaban vacíos. Con la pistola abierta, buscó las balas entre los calcetines. Había tres cartuchos en una lámina de acero que tenía forma de media luna, de manera que los seis cilindros que tenía la pistola podían cargarse en dos rápidos movimientos. Los ingleses habían ideado aquel sistema para poder utilizar los mismos cartuchos lisos que utilizaban los americanos en sus cok automáticas.

Effrom cogió una de las láminas de media luna y la dejó caer en el tambor. Después, se dispuso a localizar el ruido.

El picaporte de la puerta de su habitación comenzó a girar. No había tiempo. Impulsó el revólver ligeramente arriba y éste se cerró, quedando cargado a medias. La puerta comenzó a abrirse lentamente. Effrom apuntó la Webley hacia el centro y disparó.

El martillo de la pistola cayó sobre una cámara vacía con un ruido. Effrom volvió a tirar del gatillo y la pistola disparó. Dentro de la pequeña habitación el estruendo sonó como si hubiera llegado el fin del mundo. En el centro de la puerta había ahora un gran agujero desvencijado. Desde el pasillo se oyó el grito agudo de una mujer. Effrom dejó caer el arma.

Durante un momento, se quedó ahí parado, escuchando los ecos del disparo y del grito. Luego pensó en su mujer.

—¡Dios mío! ¡Amanda! —exclamó, acercándose a la puerta.

—¡Dios mío! ¡Amanda! Dios… —repitió al abrir la puerta, pero de pronto dio un salto hacia atrás, llevándose una mano al pecho.

El monstruo estaba a gatas sobre el suelo, riéndose. Sus extremidades ocupaban todo el marco de la puerta.

—Caíste, caíste —dijo riendo aún.

Effrom siguió retrocediendo hasta que tropezó contra la cama y cayó sobre ella. Su boca se abría y se cerraba como si fuese una dentadura a la que se le da cuerda, que se mueve, pero que no emite sonido alguno.

—Buen disparo, amigo —dijo el demonio.

Effrom observó que el monstruo aún tenía un trozo de la bala 45 encajada en el labio superior, como un obsceno lunar. El monstruo se lo quitó enseguida con una uña y se la oyó rebotar sobre la alfombra con un ruido sordo.

Effrom no respiraba bien, con cada bocanada de oxígeno se le iba apretando más el pecho. Se deslizó de la cama sobre el suelo.

—Viejo, no te mueras ahora; tengo unas preguntas que hacerte. No sabes cuánto me cabrearía que te murieras precisamente ahora —apuntó el demonio.

La mente de Effrom era una nube blanca. El pecho le ardía. Sabía que alguien le hablaba pero no entendía qué le decía. Intentó hablar pero no pudo. Finalmente, recobró un poco de aliento y jadeando, dijo:

—Lo siento, Amanda, lo siento.

El monstruo se introdujo a gatas en la habitación y le puso a Effrom sobre el pecho una mano que sintió a través de la tela del pijama como algo duro y escamoso. De pronto, Effrom abandonó.

—¡No! ¡No morirás! —exclamó el monstruo.

Effrom ya no estaba en aquella habitación, sino sentado sobre una colina en Inglaterra, mientras observaba la sombra de la muerte flotando hacia él sobre los campos. Esta vez, el zepelín no iba hacia la base, sino hacia él. Permaneció ahí sentado, esperando morir. «Lo siento, Amanda», pensó.

—No, esta noche no.

¿Quién había dicho eso? Estaba solo en aquella colina. De pronto se dio cuenta de que tenía un punzante dolor en el pecho. La sombra de la nave comenzó a desvanecerse y después desapareció todo el paisaje. Escuchaba su propia respiración. Se encontraba otra vez en su habitación.

Sintió que un calorcito le llenaba el pecho. Miró hacia arriba y vio que el monstruo lo observaba. El dolor le desapareció. Cogió la mano del monstruo e intentó retirarla de su pecho pero estaba fija, aunque sus garras no se clavaban en su piel, sino que sólo descansaban sobre ella.

El monstruo le dijo:

—Lo estabas haciendo tan bien con el revolver y todo que pensé: «Vaya, esta carroza sí que tiene garra»; luego vas y empiezas a desmoronarte y te desmayas, arruinando así una magnífica primera impresión. ¿Dónde está tu amor propio?

Effrom sintió que aquel calorcillo se le extendía hacia las extremidades. Su mente hubiera preferido desconectar, ocultarse bajo las profundidades del inconsciente hasta que amaneciera, pero algo no se lo permitía.

—¿Estás mejor? —preguntó el demonio al retirar su mano y apartarse hacia una esquina de la habitación, donde se sentó con las piernas cruzadas, como si fuera el Buda de los lagartos. Cada vez que giraba la cabeza, sus puntiagudas orejas raspaban contra el techo.

Effrom miró hacia la puerta. El monstruo se encontraba a unos siete metros de ella. Si pudiera salir por ahí, tal vez… Una bestia de aquel tamaño no podría moverse fácilmente por los confines de la casa.

—Tu pijama está empapado, si no te cambias de ropa morirás de pulmonía —advirtió el monstruo.

Effrom estaba maravillado ante la rapidez con la que su mente se había adaptado a aquella situación y aceptaba aquellos extraños sucesos. Se encontraba en su casa hablando con un monstruo, como la cosa más natural. No, aquello no podía ser real.

—Tú no existes —afirmó Effrom.

—Tú tampoco —contestó Engañifa.

—Claro que sí —insistió Effrom, sintiéndose como un estúpido.

—Demuéstramelo —exigió el demonio.

Effrom se quedó pensativo. En lugar de miedo, lo que más sentía ahora era una enorme y algo macabra curiosidad.

—No tengo por qué demostrarlo, estoy aquí —dijo.

—Claro —apuntó incrédulo el monstruo.

Effrom se levantó de la cama. Al ponerse de pie, se dio cuenta de que la fragilidad de sus rodillas y la rigidez de su espalda habían desaparecido después de cuarenta años de padecimientos. A pesar de lo extraño que era todo aquello, se sentía estupendamente.

—¿Qué me has hecho? —preguntó.

—Quién ¿yo? Yo no existo, ¿cómo podía hacerte algo?

Effrom se dio cuenta de que se había metido en un callejón metafísico sin otra salida que no fuera aceptar los hechos.

—Bueno, vale, sí, existes. Ahora dime, ¿qué me has hecho?

—Evité que la palmaras.

Por fin, Effrom relacionó las cosas. Había visto una película sobre unos aliens: ellos venían a la Tierra a curar, pues tenían ese poder. De acuerdo, éste no era aquella monada con una cabeza de cuero redondita, pero no era un monstruo. Era una persona perfectamente normal, sólo que de otro planeta.

—Y bien, ¿quieres usar el teléfono o algo así? —preguntó Effrom.

—¿Para qué?

—Pues para llamar a casa. ¿No quieres llamar a tu casa? —preguntó Effrom extrañado.

—No juegues conmigo, viejo. Quiero saber a qué vino Travis esta tarde —respondió el demonio.

—No conozco a nadie con ese nombre.

—Estuvo aquí esta tarde y tú hablaste con él, yo os vi —apuntó el demonio.

—¿Te refieres al de los seguros? Quería hablar con mi esposa.

El monstruo se dirigió al otro lado de la habitación con tal rapidez que Effrom casi cayó sobre la cama para evitarlo. Sus esperanzas de escapar por la puerta se desvanecieron en un segundo. El monstruo lo miró desde encima suyo y Effrom pudo oler su fétido aliento.

—Vino aquí por la magia, viejo, y yo la quiero ahora o te colgaré de las entrañas a la barra de las cortinas —respondió el demonio.

—Quería hablar con mi esposa. Yo no sé nada sobre ninguna magia. Tal vez debiste haber aterrizado en Washington, desde ahí se dirige todo lo que sucede en este país.

El monstruo cogió a Effrom y lo zarandeó como si fuera una muñeca de trapo.

—¿Dónde está tu esposa, viejo? —preguntó.

A Effrom le parecía escuchar a su cerebro moverse dentro de su cabeza. La mano del monstruo le estaba sacando todo el aire. Intentó contestar pero lo único que le salió fue un patético carraspido.

—¿Dónde? —repitió el monstruo al tirarlo sobre la cama.

Effrom sintió que el oxígeno le quemaba al penetrarle en los pulmones.

—Está en Monterrey, visitando a nuestra hija —respondió Effrom.

—¿Cuándo volverá? No mientas, me daré cuenta si lo haces.

—¿Cómo lo sabrás? —preguntó Effrom.

—Inténtalo. Tus tripas quedarán bien con la decoración —apuntó Engañifa.

—Volverá mañana por la mañana —respondió Effrom.

—Basta —dijo el monstruo. Cogió a Effrom de un hombro y lo sacó de la habitación a rastras. Effrom sintió cómo se le desprendía el hombro de la coyuntura y después que un punzante dolor le cruzaba la espalda y el pecho. Su último pensamiento antes de desmayarse fue: «Que Dios me ayude, he matado a mi esposa».