Raquel
Raquel guardó luto por la muerte de Merle durante un tiempo, el mismo que tardó el tribunal en poner la propiedades de Merle a nombre suyo. Luego, vendió la Cessna y la caravana y con una furgoneta Volkswagen que se compró se fue a Berkeley. Le habían dicho que allí encontraría una comunidad de mujeres que podría ayudarla a luchar contra los abusos; y estaban en lo cierto.
Las mujeres de Berkeley la acogieron enseguida. La ayudaron a encontrar donde vivir, la apuntaron a cursos de gimnasia y de autoactualización, la enseñaron a defenderse con el cuerpo, a alimentarse correctamente y, lo más importante, a respetarse a sí misma. Raquel perdió peso y se fortaleció; resplandecía.
Con lo que le quedaba de la herencia alquiló un pequeño estudio que estaba cerca de la universidad de California y comenzó a dar clases de ejercicios aérobicos de alta intensidad. Pronto adquirió fama de ser una instructora fuerte y dominante. Había un lista de espera para entrar en sus clases. La que había sido una niña regordeta había florecido como una mujer hermosa que no pasaba inadvertida.
Durante las seis clases diarias que impartía solía hacer todos los ejercicios junto con sus alumnas. Continuó con aquel ritmo de vida durante unos cuantos meses, hasta que un día cayó enferma; sólo le quedaban las fuerzas suficientes como para llamar a sus alumnas, cancelar las clases y nada más. Unas horas después apareció en su casa una de sus alumnas. Era una distinguida mujer de pelo gris, de cuarenta y pico años que se llamaba Bela.
Una vez que hubo entrado, Bela comenzó a darle órdenes.
—Quítate los zapatos y vuelve a la cama; dentro de un momento te traeré un té —dijo. Su voz era firme y profunda, pero a la vez, amable.
Raquel hizo lo que le pidió.
—No sé qué habrás hecho para creer que necesitas el castigo que te estás dando, Raquel, pero esto tiene que parar —afirmó Bela.
Se sentó sobre la cama y observó a Raquel mientras se bebía el té.
—Acuéstate boca abajo y relájate —añadió.
Bela le untó la espalda con un aromático aceite y comenzó a frotársela, primero con caricias lentas para esparcir el aceite y después hundiendo los dedos poco a poco en sus músculos, hasta que Raquel creía que gritaría de dolor. Cuando el masaje hubo terminado, Raquel se sentía mucho más cansada que antes. Se quedó profundamente dormida.
Cuando despertó, Bela repitió el procedimiento, haciendo primero que bebiera un poco más del amargo té y luego masajeando sus músculos otra vez hasta que le dolieran. Al terminar, Raquel durmió otro rato.
Cuando Raquel despertó por cuarta vez, Bela volvió a darle más té, pero esta vez le pidió que se acostara boca arriba para darle el masaje. Sus manos bailaban suavemente sobre la piel de Raquel, sobre todo, alrededor de sus senos y piernas. A pesar del estado nebuloso que le provocaba aquel té, Raquel vio que la mujer se encontraba casi desnuda y que se había puesto el mismo aceite que le había untado a ella.
A Raquel no se le ocurrió resistirse; desde que Bela había entrado en su casa dándole órdenes la había obedecido sin reparo. En aquel ambiente cálidamente iluminado, Raquel y Bela comenzaron a amarse. Hacía dos años que Raquel no había estado con un hombre y ahora, intercambiando aquellas suaves caricias con Bela, no le importaba si volvía a estar con alguno.
Una vez que Raquel se encontró mejor, Bela la presentó a un grupo de mujeres, con las cuales empezó a reunirse en su casa una vez por semana para llevar a cabo ceremonias y rituales. A través de aquellas mujeres, Raquel descubrió un nuevo poder en ella misma, el poder de la diosa. Bela, por otro lado, la introdujo en la magia blanca y muy pronto fue Raquel quien dirigió los rituales, mientras que Bela los supervisaba como una madre orgullosa.
—Debes modular la voz; no importa sobre qué estés hablando, siempre debe sonar como un canto a la diosa. El aquelarre debe semejarse también a un canto. En ello reside el encantamiento, querida —explicó Bela.
Raquel dejó su piso y se mudó a la casa de Bela, una casona victoriana restaurada que quedaba cerca de la universidad. Era la primera vez que Raquel se sentía realmente feliz; pero, como suele suceder, esa felicidad no le duró mucho.
Al volver a casa una tarde, Raquel encontró a Bela en la cama con un viejo profesor de música. Furiosa, Raquel siguió al profesor con un atizador de fuego hasta echarlo, a medie vestir, a la calle. Él salió de la casa con su pantalón de pana y su chaqueta en las manos.
—¡Dijiste que me querías! —gritó Raquel, dirigiéndose a Bela.
—Y sí te quiero, querida; esto no fue por una cuestión de amor, sino de poder —le contestó Bela.
—Si no te he estado satisfaciendo, debiste habérmelo dicho —apuntó Raquel.
—Eres la mejor amante que he tenido nunca, Raquel, pero el señor Mendenhall es el responsable de nuestra hipoteca, por la cual no cobra intereses, por si no te habías enterado.
—¡Eres una puta! —exclamó Raquel.
—¿Y no lo somos todas, querida?
—Yo no lo soy.
—Lo soy yo, lo eres tú y también lo es la diosa. Todas tenemos un precio, ya sea amor, dinero o poder, Raquel, ¿por qué crees que las chicas de tu clase de ejercicio se esfuerzan tanto? —dijo Bela.
—Estás cambiando de tema —apuntó Raquel.
—Contéstame, ¿por qué crees tú que se esfuerzan tanto?
—Porque quieren tener un cuerpo fuerte, un cuerpo que corresponda con un espíritu fuerte —respondió Raquel.
—El tener un espíritu fuerte les importa un bledo. Aunque lo negaran hasta la muerte, la verdad es que lo que les interesa es tener un culo prieto que guste a los hombres. Cuanto más dispuesta estés a aceptar este hecho, más te darás cuenta del poder que tienes —dijo Bela.
—Estás enferma. Todo esto que dices va en contra de lo que tú misma me enseñaste —respondió Raquel.
—Ésta será la cosa más importante que te enseñe jamás, así que escúchame bien. Debes saber cuál es tu precio.
—No —afirmó Raquel.
—Tú crees que soy una puta barata, ¿verdad? ¿Te crees que estás por encima de venderte? ¿Cuándo has pagado alquiler por vivir aquí? —preguntó Bela.
—Te ofrecí pagarlo y me dijiste que eso no tenía importancia, que yo te quería.
—Entonces, ése es tu precio —respondió Bela.
—No, no lo es, eso es amor.
—¡Vendido! —exclamó Bela con ironía al levantarse de la cama.
Su largo pelo gris ondeaba en el aire mientras cruzaba la habitación en dirección al armario. Sacó de él una bata, se envolvió en ella y se la ató a la cintura.
—Quiéreme por lo que soy, Raquel, al igual que yo te quiero por lo que eres tú. Nada ha cambiado. El señor Mendehall volverá, lloriqueando como un perrito. La próxima vez que venga atiéndelo tú, si crees que eso te hará sentirte mejor; tal vez podamos hacerlo juntas.
—Estás enferma. ¿Cómo puedes sugerirme una cosa así? —dijo Raquel.
—Raquel, mientras sigas viendo a los hombres como seres humanos, tendremos un problema entre nosotras. Ellos son seres inferiores, incapaces de amar. ¿Por qué nos iba a afectar el tener unos minutos de fricción animal con un ser infrahumano? ¿Por qué se iba a interponer eso entre nosotras?
—Hablas como un hombre al que se le ha pillado con los pantalones bajado —respondió Raquel.
—No quiero que estés con las demás hasta que te tranquilices —dijo Bela con un suspiro—. Hay algo de dinero en mi joyero. ¿Por qué no lo coges y te vas a pasar una semana en Esalen? Piénsatelo, así te sentirás mejor cuando vuelvas —añadió.
—¿Y las otras? ¿Cómo crees que se sentirán cuando descubran que toda la magia y el espiritualismo que predicas es un pequeño montón de mierda? —preguntó Raquel.
—No las he engañado, me siguen porque admiran mi poder y esto es parte de ese poder. Yo no he traicionado a nadie —respondió Bela.
—Me has traicionado a mí —contestó Raquel.
—Si eso es lo que piensas, entonces tal vez será mejor que te vayas —dijo Bela mientras se dirigía al cuarto de baño y abría el grifo de la bañera.
Raquel la siguió.
—¿Por qué había de irme? Podría decírselo a ellas. Tengo los mismos conocimientos que tú y podría dirigirlas —dijo Raquel.
—Querida Raquel, ¿acaso no te enseñó nada el haber matado a tu marido? La destrucción es para los hombres —dijo Bela mientras, sin mirarla, le echaba aceite a la bañera.
Raquel se quedó atónita. Le había hablado a Bela sobre el accidente pero no sobre lo que lo había causado; eso no se lo había dicho a nadie.
—Puedes quedarte, si lo deseas. Yo aún te quiero —dijo Bela, esta vez mirándola a los ojos.
—No, me iré —respondió Raquel.
—Lo siento, creí que habías alcanzado un nivel de evolución más alto —dijo Bela quitándose la bata y metiéndose en la bañera.
Raquel, aún en el quicio de la puerta, la miraba.
—Te quiero —dijo.
—Lo sé, querida. Ahora vete a hacer las maletas.
Raquel no podía soportar la idea de permanecer en Berkeley; a donde quiera que iba se encontraba con cosas que le recordaban a Bela. Un día, cargó su furgoneta con todas sus pertenencias y se pasó un mes viajando por California buscando un lugar que le gustara como para vivir en él. Una mañana, mientras leía el periódico después de desayunar, leyó un artículo que se titulaba «Datos sobre California». Consistía en una sencilla lista de estadísticas sobre cosas como qué región de California produce más pistachos (Sacramento), dónde robaban más coches (al norte de Hollywood), y entre aquella se clase de datos superfluos también decía qué ciudad tenía entre su población el porcentaje más alto de mujeres divorciadas (Pine Cove). Raquel había encontrado un sitio adonde ir.
Ahora, cinco años después, Raquel ya formaba parte de aquella comunidad. Las mujeres la respetaban y los hombres la temían y la deseaban. Había procedido lenta y cautelosamente para formar su grupo, admitiendo sólo a las mujeres que la buscaban, las cuales, en su mayoría, estaban a punto de separarse de su marido y buscaban un apoyo externo. Raquel les brindaba aquel apoyo y ellas le brindaban su lealtad. Hacía tan sólo seis meses que había admitido e iniciado a la decimotercera integrante, la última que admitiría.
Por fin estaba poniendo en práctica los rituales que Bela le había enseñado, los cuales hasta ese momento no habían surtido ningún efecto, según Raquel, porque no tenía en su grupo al número adecuado de personas. Ahora, comenzaba a sospechar que la magia de la Tierra que intentaban practicar sencillamente no era real, que en realidad no existía ningún poder.
Tenía la capacidad de inducir al grupo de mujeres a hacer prácticamente cualquier cosa, lo que no estaba mal, en cuanto a poderes se refiere; y una mirada seductora bastaba para que los hombres le hicieran un favor. Si embargo, esto no le bastaba; deseaba que la magia surtiera efecto y controlarla.
Aquella tarde, en La Cabeza de la Babosa, Engañifa había reconocido en ella aquel ansia de poder, el mismo que habían tenido los amos que habían precedido a Travis. Esa misma noche, mientras que en la oscuridad de su casa, Raquel contemplaba su impotencia, el demonio le hizo una visita.
Más por costumbre que por necesidad, pues en Pine Cove había poco vandalismo, Raquel había cerrado la puerta con el pestillo. Eran cerca de las nueve, cuando, al oír que alguien giraba el picaporte de la entrada, Raquel se incorporó rápidamente sobre la cama.
—¿Quién hay? —preguntó Raquel asustada.
A manera de respuesta, la puerta se dobló ligeramente hacia dentro, primero venciendo el pestillo y luego desprendiéndolo por completo. La puerta se abrió, pero no había nadie tras ella. Raquel se subió la manta hasta la barbilla y se agazapó contra la pared.
—¿Quién es? —preguntó otra vez.
—No temas, no te haré daño —respondió una voz ronca que provenía de la oscuridad.
Raquel miró detenidamente hacia la puerta, pues con la luz de la luna llena debía poder distinguir la silueta de quien estuviera ahí; pero no había nadie.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres? —preguntó.
—No, ¿qué quieres tú? —respondió la voz.
Raquel tenía mucho miedo; aquella voz provenía de una zona vacía, a menos de un metro de donde estaba su cama.
—Yo te lo pregunté primero. ¿Quién eres? —repitió Raquel.
—Uuuuuuuu, soy el fantasma de la Navidad —respondió la voz.
Raquel se hundió la uña del pulgar en el muslo para asegurarse de que no se trataba de un sueño; pero no, a pesar de sí misma, se encontraba hablando con una voz desprovista de entidad.
—Aún falta mucho para la Navidad —observó Raquel.
—Lo sé, he mentido. No soy el fantasma de la Navidad, lo saqué de una película que vi —respondió la voz.
—¿Quién eres? —repitió Raquel casi histéricamente.
—Soy la realización de tus sueños.
Raquel pensó que alguien le había colocado un altavoz en su casa. Su miedo se convirtió en furia. Saltó de la cama y se puso a buscar el aparato; pero sólo había avanzado dos pasos cuando tropezó con algo y se cayó. Sintió que una cosa puntiaguda se le envolvía en la cintura y la elevaba, depositándola sobre su cama. Invadida por el pánico, Raquel comenzó a gritar y a orinarse al mismo tiempo.
—¡Quieta! No tengo tiempo para estas cosas —exclamó la voz, ahogando los gritos de la mujer y haciendo reverberar las ventanas.
Raquel, acobardada sobre la cama, jadeaba, cuando de pronto sintió que comenzaba a desvanecerse. Volvió a recobrar la conciencia al sentir que algo la cogía por el pelo y tiraba de su cabeza hacia atrás. Su mente buscó alguna referencia a la realidad. Un fantasma, sí, era un fantasma. ¿Creía ella en los fantasmas? Pues era un buen momento para empezar a creer. Tal vez se tratara de él, que volvía para vengarse.
—Merle, ¿eres tú?
—¿Quién? —respondió la voz.
—Lo siento, Merle, tuve…
—¿Quién es Merle?
—¿Tú no eres Merle? —preguntó Raquel.
—Nunca he oído hablar de él —respondió el demonio.
—Entonces, ¿quién coño eres?
—Yo soy la ruina de tus enemigos. Soy el poder que deseas tener. Soy, en directo desde el infierno y a todo color, el demonio. ¡Engañifa! ¡Chan, Chan! —exclamó. Inmediatamente después, se oyó el ruido de unos zapatos bailando frenéticamente tap.
—¿Eres un espíritu de la Tierra? —le preguntó confusa Raquel.
—Eeemm, pues sí, eso, un espíritu de la Tierra. Ése soy yo, Engañifa, el espíritu de la Tierra —contestó el demonio.
—Y yo que creía que el ritual no funcionaba —manifestó Raquel.
—¿El ritual?
—Intentamos invocarte en la reunión del otro día, pero pensé que no había dado resultado porque no dibujé el círculo del poder con una navaja virgen bañada en sangre —explicó Raquel.
—No te preocupes —apuntó Engañifa.
—De haberlo sabido hubiera…
—No, de veras, no te preocupes —insistió el demonio.
«Estoy a punto de conceder el poder más grandioso que haya en el mundo a una mujer que dibuja círculos sobre la Tierra con una lima de uñas. No sé, déjame pensármelo un momento», dijo Engañifa para sí.
—¿Es que vas a conceder armonía a los corazones de las mujeres de mi grupo? —preguntó Raquel.
—Ah, sí, la armonía… pero con una condición —apuntó el demonio.
—Dime qué quieres de mí, oh, espíritu.
—Ahora me iré, bruja, pero volveré más tarde; si encuentro lo que busco, tendrás que renunciar al Creador y llevar a cabo un ritual. A cambio, se te concederá un poder que te permitirá reinar sobre la Tierra. ¿Lo harás?
Raquel no podía creer lo que oía. Creer que su magia funcionaba era una cosa, pero ahora se encontraba ante la evidencia de ello. Pero ¿poder para reinar sobre la Tierra? No estaba segura de que su preparación como profesora de gimnasia le bastara como para hacerse cargo de algo así.
—¡Habla, mujer! ¿O prefieres pasar el resto de tu vida recogiendo mechones de cabellos de los desagües de las duchas y recortes de uñas de los ceniceros?
—¿Cómo sabes tú eso? —preguntó Raquel.
—Yo estaba matando paganos cuando vivía Carlomagno. Ahora, contesta, que me está entrando mucha hambre y debo irme —dijo el demonio.
—¿Matando paganos? Pero yo creía que los espíritus de la Tierra eran buenos —dijo Raquel.
—Tenemos nuestras rachas. Ahora dime, ¿renunciarías al Creador?
—¿Renunciar a la diosa? No sé…
—¡No renunciar a la diosa, sino al Creador! —exclamó el demonio.
—Pero la diosa…
—Incorrecto. El Creador, el Todopoderoso; aquí me tendrás que echar una mano, tengo prohibido pronunciar su nombre —dijo el demonio.
—¿Te refieres al Dios cristiano?
—¡Bingo! ¿Renunciarás a él?
—Eso hace tiempo que lo hice.
—Perfecto. Quédate aquí, ahora vuelvo —le dijo el demonio.
Raquel esperó a que hubiera alguna otra palabra pero no hubo ninguna. Después de oír un ruido fuera, entre las hojas, se levantó a asomarse por la puerta. Bajo la luz de la luna vio la silueta de unas vacas que pastaban ahí cerca y una sombra que se movía entre ellas; una sombra que iba creciendo mientras se alejaba hacia el pueblo.