17

Billy

Billy Winston estaba por terminar de verificar las cuentas del día del hotel Rooms-R-Us. Sus dedos bailaban sobre la calculadora como un Fred Astaire espasmódico. Cuanto antes acabara, más pronto podría ponerse al ordenador como Roxanne. Aquella noche sólo estaban ocupadas treinta y siete de las cien habitaciones que tenía el hotel, así que acabaría pronto. Estaba ansioso por terminar. Después del incidente que había tenido con La Brisa la noche anterior, a su ego le iba a venir bien el empuje que tenía la personalidad de Roxanne.

Con aire triunfante, Billy oprimió el botón del «total», como si se tratara de la última nota de un concierto de piano y después apuntó la cifra en el registro de la contabilidad y lo cerró de golpe.

Billy estaba solo en el hotel. El único ruido que oía era el zumbido de las lámparas fluorescentes. Desde su escritorio, tenía una vista de 180 grados que incluía un trozo de la carretera y un parking vacíos: A esas horas de la noche sólo pasaban un coche o dos cada media hora; tanto mejor, pues le molestaban las distracciones mientras estaba caracterizando a Roxanne.

Billy acercó un taburete al mostrador, donde se encontraba el ordenador y tecleó su código de acceso.

WITKSAS: ¿CÓMO SE ENCUENTRA TU PERRO, CARIÑO? ENVIAR: PNCVCAL.

El hotel formaba parte de una red informática, que le permitía comunicarse con hoteles en todo el mundo. El oficinista de un hotel podía comunicarse con cualquiera de los doscientos hoteles que pertenecían a aquella cadena de hostelería por medio de un sencillo código de siete letras. Billy acababa de mandar un mensaje al contable nocturno en Wichita, Kansas. Se quedó mirando a la verde pantalla en espera de una respuesta.

PNCVCAL: ¡ROXANNE! MI PERRO SE ENCUENTRA SOLO. AYÚDAME, CARIÑO. WITKSAS.

Wichita estaba sobre la línea. Billy mandó su respuesta:

WITKSAS: TAL VEZ LE HAGA FALTA UN POCO DE DISCIPLINA. SI QUIERES, TE LO TRANQUILIZO UN POCO. ENVIAR: PNCVCAL.

Billy esperó unos segundos.

PNCVCAL: ¿TE GUSTARÍA TENER SU POBRE CARITA PELUDA ENTRE TUS MELONES HASTA QUE TE SUPLICARA? ¿ES ESO LO QUE QUIERES? WITKSAS.

Billy se detuvo un momento a pensar. Por eso le adoraban. Él no les contestaba como lo haría un fulano cualquiera; Roxanne era una diosa.

WITKSAS: SÍ, Y DARLE UNA SUAVE PALIZA EN LAS OREJAS. PERRO MALO, PERRO MALO. ENVIAR: PNCVCAL.

Una vez más, Billy esperó la respuesta, la cual no tardó en aparecer en la pantalla.

¿DÓNDE ESTÁS, CIELO? TE ECHO DE MENOS. TULSOKL.

Era de su amante en Tulsa. Roxanne podía tratar con dos o tres a la vez, pero en aquel momento no le apetecía, se encontraba algo malhumorada. Billy se ajustó la entrepierna, aquellas braguitas le quedaban un poco apretadas. Escribió otros dos mensajes:

WITKSAS: VETE A ACARICIAR UN POCO A TU PERRITO. LA TÍA ROXANNE TE VOLVERÁ A BUSCAR DENTRO DE UN RATO. ENVIAR: PNCVCAL.

TULSOKL: ME HE TOMADO LA NOCHE LIBRE PARA COMPRARME UN MODELITO CON ENCAJE QUE ME PONDRÉ CUANDO NOS VEAMOS. ESPERO QUE NO LO ENCUENTRES DEMASIADO ESCANDALOSO. ENVIAR: PNCVCAL.

Mientras esperaba una respuesta de Oklahoma, Billy sacó sus tacones rojos de su bolsa de deportes. Le gustaba apoyar los tacones dentro del travesaño del taburete mientras conversaba con sus amantes. De pronto, le pareció ver que algo se movía en el parking; seguramente se trataba de algún huésped que estaba sacando algo de su coche.

PNCVCAL: CARAMELITO, TÚ NUNCA PODRÁS ESCANDALIZARME. CUÉNTAME QUÉ TE HAS COMPRADO. TULSOKL.

Billy se puso, a dar una somera descripción de un negligée de encaje que había visto en un catálogo.

Para el chico de Tulsa, Roxanne era una tímida florecita; para el de Wichita, una mujerona dominante; el oficinista de Seattle la veía como una motociclista vestida de cuero negro con remaches. En cambio, el viejo de Arizona creía que era la sacrificada madre de dos críos pequeños que como oficinista apenas ganaba lo bastante para sobrevivir; éste siempre quería enviarle dinero. En total, eran diez. Roxanne le daba a cada uno lo que quería y ellos la adoraban.

Billy estaba contestando al último mensaje cuando oyó que se abrían las puertas de la entrada. Oprimió el botón de envío mientras automáticamente y sin levantar la vista preguntó:

—¿Puedo servirle en algo?

—Ya lo creo —contestó una voz mientras que dos enormes manos reptilescas se posaban sobre el mostrador a un metro de cada lado de Billy, respectivamente. Al levantar la mirada, Billy contempló la boca abierta del demonio, que se le iba acercando. De un impulso, empujó el taburete hacia atrás. Uno de sus tacones quedó enganchado en el travesaño y cayó hacia atrás, mientras que las gigantescas mandíbulas se cerraban a escasos centímetros de su cabeza. Después de soltar un largo chillido parecido al de una sirena, Billy arrancó a gatear hacia la parte trasera de la oficina. Al mirar hacia atrás, vio que el demonio se encaramaba sobre el mostrador para seguirlo.

Una vez en la oficina, Billy se puso de pie y cerró la puerta. Conforme se disponía a salir corriendo por la puerta trasera, oyó que la puerta por la que había entrado se abría y de golpe se cerraba.

La puerta trasera daba a un largo pasillo que conducía a las habitaciones, a las que Billy llamaba conforme iba pasando. Sólo se oyeron las quejas de los huéspedes y ninguna se abrió.

Al girar una esquina, Billy vio que el monstruo venía hacia él de frente, ocupando todo lo ancho del pasillo. Con la torpeza de un murciélago, corría a cuatro patas por el estrecho espacio. Billy sacó de su bolsillo la llave maestra y siguió corriendo hasta el final del pasillo, donde giró a la izquierda. Al doblar la esquina se torció un tobillo y soltó un grito de dolor; después, cojeando, se acercó a la puerta más cercana. En cuestión de segundos desfilaron por su mente vanas escenas de películas de terror en las que, después de torcerse un tobillo, las mujeres caían fláccidas en las garras del monstruo. «Malditos tacones», pensó.

Temblorosamente, metió la llave en el cerrojo mientras miraba hacia el pasillo; el monstruo dobló la esquina justo cuando se abría la puerta.

De una patada al aire, Billy se quitó el zapato del pie bueno y, cojeando, se aproximó a la puerta corrediza de vidrio. La barra de seguridad estaba puesta. Se puso de rodillas e intentó quitarla. La única luz que tenía provenía del pasillo y de pronto ésta se eclipsó. Era el monstruo, que estaba por abrir la puerta.

—¿Qué coño eres? —preguntó Billy gritando.

El monstruo se detuvo cuando ya se encontraba dentro de la habitación. Aun estando agachado, sus hombros pegaban en el techo. Tras las cortinas, Billy se agazapó contra la puerta corrediza, y siguió intentando quitar la barra. El monstruo miraba a su alrededor, girando la cabeza de un lado a otro como una linterna indagadora. Para sorpresa de Billy, alcanzó el interruptor y encendió la luz. Ahora parecía estudiar la cama.

—¿Tiene dedos mágicos? —preguntó el demonio, refiriéndose a la cama.

—¿Qué? —exclamó Billy anonadado.

—Esta cama tiene dedos mágicos, ¿verdad?

Billy logró desatrancar la barra metálica y se la tiró al monstruo. La pesada barra de acero le pegó en la cara y rebotó en el suelo. El monstruo no mostró reacción alguna. Billy alcanzó el pestillo de la puerta y comenzó a abrirla.

El monstruo se inclinó hacia él, estiró el brazo por encima de la cabeza de Billy y con un dedo tiró de la puerta hasta cerrarla. Billy volvió a intentar abrirla pero estaba bien cerrada. Se dejó caer ante los pies del monstruo con un largo y agonizante quejido.

—Déjame una moneda de veinticinco centavos —dijo el monstruo.

Billy levantó la vista hacia la enorme cara de lagarto; tenía una sonrisa que debía medir por lo menos unos ochenta centímetros.

—¡Dame una moneda de veinticinco centavos! —repitió.

Después de sacarse varias monedas del bolsillo del pantalón, Billy se las ofreció tímidamente sobre la palma de la mano al monstruo.

El monstruo seguía manteniendo la puerta cerrada con una mano, mientras que con la otra cogió una de las monedas con dos largas uñas que parecían palillos chinos.

—Gracias, me encantan los dedos mágicos —dijo el monstruo, soltando la puerta—. Ya te puedes ir —añadió.

Antes de poder pensárselo, Billy ya había abierto la puerta y había salido rápidamente; pero apenas había dado unos pasos cuando sintió que algo lo cogía de una pierna y lo arrastraba otra vez a la habitación.

—Era una broma, no puedes irte —sentenció el monstruo.

Con una mano tenía a Billy cogido boca abajo de una pierna, mientras que con la otra le echaba la moneda a la pequeña caja metálica que había sobre la mesilla de noche.

Billy meneaba el cuerpo en el aire, gritaba y le clavaba las uñas al demonio, rompiéndoselas contra sus escamas. El monstruo cogió a Billy como si fuera un osito y se echó sobre la cama. Sus pies, que quedaban colgando, casi tocaban la cómoda que estaba en la pared contraria.

A Billy le era imposible gritar, pues no tenía bastante aliento para ello. El monstruo lo soltó con uno de los brazos y le colocó una de sus garras en la oreja.

—¿No te encantan los dedos mágicos? —preguntó, y después le clavó la garra a Billy en la cabeza.