15

Raquel

Raquel Henderson vivía sola en una pequeña casa que estaba en medio de una arboleda de eucaliptos, al borde del rancho de ganado Beer Bar. El dueño de la casa era Jim Beer, un vaquero delgaducho de cuarenta y cinco años que vivía con su mujer y dos hijos en una casa de catorce habitaciones, la cual había construido su abuelo en un extremo del rancho. En los cinco años que llevaba Raquel viviendo en el rancho, nunca había pagado alquiler.

Raquel había conocido a Jim Beer en La Cabeza de la Babosa al llegar a Pine Cove. Él había estado bebiendo durante toda la tarde y sentía que en aquella ocasión reflejaba en todo su esplendor su carisma de vaquero basto. De pronto, se dio cuenta de que Raquel se había sentado en el taburete de al lado, poniendo su periódico sobre la barra.

—Vaya, cariño, tú sí que eres un soplo de aire fresco sobre un pasto seco. ¿Me permites invitarte a una copa? —preguntó Jim, dirigiéndose a la chica. La cadencia de banjo que tenía el acento de Jim era Oklahoma puro, el cual descendía de las manos que habían trabajado el rancho cuando Jim era un crío. Pertenecía a la tercera generación, y seguramente la última, de la familia Beer que había trabajado aquellas tierras. Su hijo, Zane Grey Beer, aún adolescente, había decidido anticipadamente que prefería montar sobre una tabla de surfing que a caballo. Ésa era una de las razones por las que Jim se emborrachaba aquella tarde en el bar. Otra era que su mujer acababa de comprarse una camioneta Mercedes turbodiesel, que le había costado el ingreso bruto de un año de trabajo en el rancho.

Raquel desdobló la sección de anuncios clasificados de la Gaceta de Pine Cove sobre la barra.

—Sólo un zumo de naranja, gracias. Estoy buscando una casa —respondió, mientras enrollaba una pierna en la pata del taburete—. No sabrás de alguien que alquile una casa, ¿verdad? —añadió Raquel.

Años más tarde, Jim Beer iba a recordar aquella escena varias veces pero nunca lograría recordar qué había sucedido después. Lo que sí recordaba era ir conduciendo su camioneta pick-up por el camino trasero del rancho, mientras Raquel le seguía en su vieja furgoneta. Desde ahí en adelante, su recuerdo se reducía a un montaje de imágenes aisladas: Raquel desnuda sobre la pequeña litera, la hebilla de turquesa de su cinturón pegando sobre el piso de madera, el tener pañuelos de seda atados en las muñecas, Raquel botando sobre él, montándolo como si fuera un caballo bronco, el volver a su camioneta después del atardecer, y, sudoroso y dolorido, apoyar la frente sobre el volante y pensar en su mujer y sus hijos.

Después de aquel día, en los cinco años siguientes, Jim no había vuelto a acercarse a la casita del rancho. Cada mes, apuntaba el alquiler pagado en un libro de administración y después, de lo que había ganado en el poker, depositaba en el banco la cantidad correspondiente.

Algunos de sus amigos lo habían visto salir de La Cabeza de la Babosa con Raquel aquella tarde; y cuando lo habían vuelto a ver, le habían hecho bromas repugnantes y preguntas indiscretas. Jim contestó a sus burlas después de colocarse su Stetson de verano en la cabeza, diciéndoles:

—Chicos, lo único que puedo decirles es que la menopausia masculina es un potro duro de montar.

Hank Williams no lo podía haber expresado más melancólicamente en una de sus canciones.

Cuando Jim se fue, Raquel recogió de la almohada varios de sus grisáceos cabellos y los ató con un hilo rojo al que le hizo dos nudos; dos nudos bastaban para la relación que quería mantener con Jim Beer. Colocó el pequeño mechón en un frasquito de comida de bebé vacío, lo etiquetó y lo guardó en la estantería de la cocina que estaba encima del fregadero.

Aquel mueble ya estaba repleto de pequeños frascos, cada uno con un mechón similar y atado también con hilo rojo. El número de nudos de cada mechón variaba. Tres de ellos, los que contenían el pelo de los hombres a los que había amado, tenían cuatro nudos; hombres que hacía tiempo que habían desaparecido de su vida.

El resto de su casa estaba decorada con objetos que simbolizaban poder: plumas de águila, cristales, pentagramas y tapices bordados que ilustraban símbolos mágicos. No había evidencia de un pasado en casa de Raquel. Las fotografías que tenía de sí misma se las habían quitado al llegar a Pine Cove.

La gente que la conocía no sabía nada sobre dónde había estado ni qué había hecho antes de llegar al pueblo. Era considerada una hermosa y misteriosa mujer que, para mantenerse, daba clases de ejercicios aeróbicos y era bruja. Su pasado era un enigma, y ella quería que así siguiera siendo.

Nadie sabía que Raquel había crecido en Bakersfield y que era la hija de un obrero analfabeto que trabajaba en un pozo de petróleo. Tampoco sabían que había sido una niña fea y regordeta; y que había pasado la mayor parte de su vida prostituyéndose con hombres repugnantes a cambio de un poco de reconocimiento. Las mariposas no suelen ponerse nostálgicas por la época en que fueron orugas.

Se había casado con un piloto de avionetas fumigadores que le llevaba veinte años cuando ella tenía dieciocho.

Sucedió en el asiento delantero de un camión pickup que estaba estacionado en el parking de un parador en las afueras de Visalia, California. El piloto, Merle Henderson, todavía jadeaba cuando Raquel se enjuagaba aquel desagradable sabor de la boca con una cerveza tibia y él dijo:

—Si haces eso otra vez me caso contigo.

Una hora después sobrevolaban el desierto de Mojave hacia Las Vegas en el Cessna 152 de Merle, llegando a alcanzar alturas hasta de mil y pico metros. Se casaron bajo el arco de neón de una desvencijada iglesia de cemento que estaba al lado de la pista de aterrizaje. Se habían conocido exactamente seis horas antes.

Raquel consideraba los ocho años de aquel matrimonio como el tiempo que había pasado en la cámara de tortura. Después de la boda, Merle la había depositado en la caravana en la que vivía, que se encontraba cerca de la pista de aterrizaje, y ahí la mantuvo encerrada. La dejaba ir al pueblo una vez a la semana para ir a la lavandería y al mercado; el resto del tiempo lo pasaba sirviendo a Merle, ayudándole en el mantenimiento de los aviones o esperando a que volviera.

Cada mañana, Merle se iba en su avioneta llevándose las llaves de la caravana. Raquel se pasaba los días limpiando, comiendo y viendo la televisión. Conforme fue engordando, Merle empezó a referirse a ella como su pequeña y gorda vaquita; y así, el poco amor propio que le quedaba a Raquel fue devorado poco a poco por el insaciable ego machista de Merle.

Él se refería con frecuencia a la época más feliz de su vida, cuando había estado en Vietnam como piloto de un helicóptero de combate. Cuando abría los tanques de insecticida sobre los plantíos de lechugas, por ejemplo, solía imaginarse que eran misiles de corto alcance que estaba lanzando sobre alguna aldea vietnamita. La vena destructiva que poseía Merle, que no podía haber pasado inadvertida a sus superiores en Vietnam, había sido esmerilada hasta alcanzar el filo de una navaja que no se había desafilado por haber vuelto a casa. Antes de casarse con Raquel, solía desfogar su agresividad provocando peleas en los bares y volando en su avioneta con peligroso abandono. Ahora que Raquel lo esperaba en casa, frecuentaba menos los bares y desahogaba sus violentos impulsos en Raquel, por medio de una crítica constante, del abuso verbal y, más tarde, también con palizas.

Raquel soportaba aquellos abusos como si fueran una penitencia de Dios por el pecado de ser mujer. Su madre había soportado el mismo tipo de abusos de su padre con la misma resignación. Las cosas, sencillamente, eran así.

Un buen día, mientras Raquel esperaba a que secaran las camisas de Merle en la lavandería, una mujer se le acercó. El día antes Raquel había recibido una paliza especialmente violenta que se reflejaba en su hinchada y amoratada cara.

—No es asunto mío, pero cuando tenga usted tiempo lea esto —le había dicho aquella mujer al darle un folleto que se titulaba La cámara de tortura.

Era alta, como de cuarenta y pico años y tenía una presencia majestuosa. Dicha presencia intimidó un poco a Raquel; sin embargo, su voz era dulce y firme.

—Detrás hay unos números de teléfono a los que puede llamar. Todo saldrá bien —añadió la mujer.

A Raquel le extrañó aquella última frase, pues para ella las cosas no estaban mal, pero ya que la mujer le había impresionado, decidió leer aquel folleto.

Trataba sobre los derechos humanos, la dignidad y el poder personal; a Raquel le permitió ver su vida a través de un prisma completamente nuevo para ella. La cámara de la tortura resumía la historia de su vida. ¿Cómo lo sabían?

El folleto hablaba más que nada sobre el valor que hay que tener para cambiar. Lo escondió en una caja de tampones y la guardó en el baño debajo del lavabo, hasta el día en que se les acabó el café.

Oyó cómo despegaba la avioneta de Merle mientras se miraba en el espejo la cavidad sanguinolenta que tenía en donde antes habían estado sus dientes incisivos. Sacó el folleto y llamó a uno de los números que había en él.

A la media hora llegaron dos mujeres a la caravana. Después de meter sus cosas en una maleta, se llevaron a Raquel al refugio. Ella había querido dejarle a Merle una nota, pero aquellas mujeres insistieron en que no era una idea aconsejable.

Raquel vivió en el refugio durante tres semanas. Las mujeres que había allí cuidaban de ella. Le daban de comer y le brindaban afecto y comprensión, pidiendo a cambio que ella comenzara a tener en cuenta su dignidad. Cuando llegó el momento de llamar a Merle para decirle dónde estaba, todas la apoyaron.

Merle le prometió que todo cambiaría, que la echaba de menos y que la necesitaba.

Raquel volvió a la caravana.

Durante el primer mes Merle no la pegó; no la tocaba y prácticamente no le hablaba.

Las señoras del refugio le habían advertido sobre aquel tipo de ataque: la negación de afecto. Una noche, cuando intentó hablar sobre ello con Merle mientras cenaba, él le tiró el plato a la cara, le dio la peor paliza hasta entonces y después la dejó fuera de la caravana durante toda la noche.

La caravana estaba a veinte kilómetros del vecino más cercano, así que Raquel no tuvo más remedio que permanecer encogida en los escalones de la entrada para protegerse del frío, pues no estaba segura de poder afrontar semejante caminata.

De pronto, en plena noche, Merle abrió la puerta y gritó:

—Por cierto, he arrancado los cables del teléfono, así que ya te puedes olvidar de llamar si lo estabas pensando.

Después cerró la puerta y le echó la llave.

Cuando el sol comenzó a asomarse por el este, Merle volvió a salir. Raquel se había metido debajo de la caravana, donde él no la podía alcanzar. Al levantar el faldón de plástico que rodeaba la caravana, él le gritó:

—Escucha, puta, más vale que estés aquí cuando vuelva o te encontrarás peor.

Raquel permaneció en la oscuridad, bajo la caravana hasta que oyó el rugir de la avioneta sobre la pista. Después, salió y miró cómo se elevaba. Aunque le dolía la cara y se le abrían los cortes que tenía en la boca, no pudo evitar sonreír. Había descubierto su poder personal, el cual yacía debajo de la caravana, en una lata de asfalto de veinte litros que ahora estaba llena de combustible para avionetas.

Aquella tarde un policía se acercó a la caravana. Su actitud reflejaba la estoica determinación de un hombre que, aunque sabe que le espera un deber desagradable, está resuelto a enfrentarlo; sin embargo, al ver a Raquel sentada en los escalones, se puso pálido y corrió hacia ella.

—¿Se encuentra usted bien? —preguntó.

Raquel no podía hablar; de su informe boca sólo salían balbuceos. El policía la llevó a un hospital. Después de que la curaran y la vendaran, el policía fue a verla a su habitación para informarle sobre el accidente de Merle.

Aparentemente, la avioneta de Merle había perdido fuerza cuando sobrevolaba un campo de fresas. No había podido elevarse con la suficiente rapidez para evitar una torre de alta tensión y lo que de él había quedado se encontraba esparcido en pequeños trozos llameantes sobre el campo. Más tarde, durante el funeral Raquel comentó:

—Era como a él le hubiese gustado morir.

Unas semanas después, un representante de la Administración Federal de Aeronáutica visitaba la caravana para hacer unas averiguaciones. Raquel le explicó que después de haberle pegado Merle, enfurecido, se había subido al avión y se había ido. La conclusión a la que llegó la A. F. A. fue que, ofuscado por la ira, Merle se había olvidado de revisar la avioneta antes de despegar; nadie sospechó que Raquel había extraído el combustible.