14

La cena

Travis aparcó el Chevy delante de la casa de Jenny. Después de apagar el motor, se giró hacia Engañifa:

—Te quedarás aquí, ¿entendido? Volveré dentro de un rato a ver cómo te portas.

—De acuerdo, papi —contestó Engañifa.

—No pongas la radio ni toques el claxon, sólo espérame.

—Te prometo que seré bueno —respondió el demonio esforzándose, sin lograrlo, por sonreír cándidamente.

—No le quites la vista de encima a eso —dijo Travis señalando una maleta de aluminio que estaba en el asiento trasero.

—Que te diviertas, todo irá bien —respondió el demonio.

—¿Qué te pasa? —preguntó Travis.

—Nada —respondió Engañifa sonriendo.

—¿Por qué estás tan amable?

—Me alegra verte salir —respondió el demonio.

—Mientes —apuntó Travis.

—Travis, estoy anonadado.

—Eso me extrañaría. No te comas a nadie.

—Comí anoche y ni siquiera tengo hambre; sólo me quedaré aquí a meditar.

Travis metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una revista de historietas que le dio al demonio.

—Te compré esto para que te entretengas mientras esperas —le dijo.

El demonio la cogió y la abrió sobre el asiento.

—¡El monstruo de las galletas, es mi preferido! Gracias, Travis.

—Hasta luego.

Salió del coche y cerró la portezuela. Engañifa lo observó mientras se acercaba a la casa de Jenny.

—Éste ya lo he visto, gilipollas. Cuando tenga otro amo, te arrancaré los brazos y me los comeré delante tuyo —afirmó el demonio, y siseó.

Travis se giró para mirarlo por encima del hombro. Engañifa le saludó con la mano mientras se esforzaba por poner su mejor sonrisa.

El timbre de la puerta sonó exactamente a las siete. La reacción de Jenny se desencadenó de la siguiente manera: «No abras; cámbiate de ropa; abre y finge enfermedad; limpia la casa; redecórala; concierta una cita para la cirugía plástica; cambia de color de pelo; tómate un puñado de valiums; invoca a alguna diosa para que haga una intervención divina; quédate aquí parada e investiga las posibilidades que tiene la parálisis por pánico».

Sonriente, Jenny abrió la puerta.

—Hola —dijo.

Ahí estaba Travis, vestido con vaqueros y una chaqueta gris con punto de espiga de tweed; se había quedado traspuesto.

—¿Travis? —preguntó Jenny.

—Estás preciosa —respondió finalmente.

Ambos se quedaron en el umbral de la puerta, él mirándola y ella enrojeciendo. Jenny se había dejado el vestido negro y era evidente que había sido la decisión correcta. Pasó un minuto entero sin que ninguno dijera palabra.

—¿Quieres pasar?

—No.

—Vale —respondió Jenny; y le cerró la puerta en la cara.

Bueno, aquello no había estado tan mal. Ahora ya podía ponerse el chandal, vaciar el refrigerador sobre una bandeja y disponerse a pasar la noche delante de la tele.

Se oyó un tímido golpe en la puerta. Jenny volvió a abrir.

—Perdona, estoy algo nerviosa —dijo.

—No pasa nada; ¿nos vamos? —respondió Travis.

—Claro, voy por mi bolso —contestó Jenny, cerrándole otra vez la puerta en la cara.

Mientras iban en el coche hacia el restaurante, hubo entre ellos un incómodo silencio. Normalmente, aquél era el momento de intercambiar la historia de sus respectivas vidas, pero Jenny había decidido no hablar de su matrimonio, lo cual excluía la mayor parte de su vida como adulta, y Travis había resuelto no hablar del demonio, lo cual eliminaba la mayor parte del siglo XX.

—Y bien, ¿te gusta la comida italiana? —preguntó Jenny.

—Sss —contestó Travis.

Hicieron el resto del trayecto en silencio.

Era una noche calurosa y el Toyota no tenía aire acondicionado. Jenny no se atrevió a bajar la ventanilla, pues hubiera sido arriesgarse a que se le deshiciera el peinado. Se había pasado una hora arreglándoselo y prendiéndoselo para que le cayeran unos rizos largos por la espalda. Cuando comenzó a sudar, se acordó de los dos fajos de papel de baño que se había colocado en cada axila para parar la sangre de las heridas que se había hecho al rasurarse. Durante los siguientes cinco minutos no podía pensar más que en llegar a un lavabo para quitárselos. Decidió que lo mejor era no hablar de ello.

Antiguamente, el restaurante La Antigua Fábrica de Pasta había sido una lechería. Era una de las reminiscencias de cuando la economía de Pine Cove se había basado en el ganado, en lugar del turismo. El piso, que era de cemento, aún era el mismo y también el techo acanalado. Los dueños habían tenido cuidado de preservar el aspecto rústico del edificio, pero le habían añadido la calidez de una iluminación tenue, de una chimenea y de los manteles rojiblancos típicos de un restaurante italiano. Las mesas eran pequeñas, pero estaban bien espaciadas y cada una estaba decorada con una vela y un pequeño florero. Según el consenso general, aquél era el restaurante más romántico de la zona.

En cuanto la camarera les asignó una mesa, Jenny se fue al lavabo.

—Pide lo que quieras, a mí me gusta todo —dijo Jenny antes de irse.

—Yo no bebo, pero si quieres un poco de…

—Sí, estará bien, será un buen cambio —contestó Jenny, mientras se alejaba.

En cuanto Jenny se fue, la camarera, una mujer de treinta y pico años, con aspecto de eficiencia, vino a la mesa.

—Buenas noches, ¿qué te gustaría beber? —preguntó, mientras que del bolsillo de su delantal sacaba un cuadernillo con un movimiento grácil pero preciso, como el de un pistolero que saca su revólver. «Una camarera diplomada», pensó Travis.

—Pensaba esperar a que volviera la chica —respondió él.

—Ah, te refieres a Jenny, ella tomará una infusión de hierbas, y tú querrás, a ver… —dijo ella mientras lo miraba de arriba abajo, revisando su aspecto—. Tú tomarás alguna cerveza de importación, ¿no? —añadió.

—No bebo, así que…

—Debí haberlo imaginado, si su marido es un borracho, es lógico que ahora salga con un abstemio, ¿verdad? —dijo ella dándose un manotazo sobre la frente, como si acabara de descubrir que había cometido un error tan grave como echarle plutonio a la ensalada en lugar de vinagreta—. ¿Te apetece un agua mineral?

—Eso estaría muy bien —respondió Travis.

A continuación, se oyó cómo deslizaba el lápiz sobre el papel mientras escribía la orden sin mirar el papel ni perder esa sonrisa de «nuestro deseo es complacer al cliente».

—¿Te traigo un poco de pan de ajo mientras esperas? —preguntó la camarera.

—Muy bien —apuntó Travis.

Travis observó a la chica conforme se alejaba. Andaba con pasos cortos y mecánicos y en cuestión de segundos había desaparecido hacia la cocina. Travis se preguntó por qué la mayoría de la gente parecía poder andar más rápidamente de lo que él podía correr. «Debe ser porque son profesionales», pensó.

En los cinco minutos que le costó a Jenny quitarse todo el papel que llevaba pegado en las axilas, hubo un momento embarazoso en que una mujer entró en el lavabo y la pilló con el codo empinado hacia arriba ante el espejo. Cuando volvió a la mesa encontró a Travis mirando distraídamente hacia el pan. Al ver la infusión de hierbas sobre la mesa, preguntó:

—¿Cómo lo supiste?

—Soy adivino. También pedí pan de ajo.

Ambos se quedaron mirando al pan como si fuera una burbujeante caldera de cicuta.

—¿Te gusta el pan de ajo? —preguntó Jenny.

—Me encanta, ¿y a ti?

—Es de las cosas que más me gustan —contestó Jenny.

Él cogió la canasta y le ofreció pan.

—Ahora no, gracias, come tú —respondió Jenny.

—No, a mí tampoco me apetece.

La canastilla del pan se quedó entre ellos sugiriendo una serie de bochornosas implicaciones. Naturalmente ambos comerían pan o no lo comería ninguno, pues el pan de ajo significaba tener aliento con olor a ajo. Tal vez después habría un beso, y tal vez otras cosas más. El pan de ajo comprometía demasiado la maldita intimidad.

Permanecieron en silencio mientras leían la carta; ella buscando el entrante más barato, el cual no tenía la menor intención de comerse; y él, buscando el platillo menos vergonzoso de comer delante de otro.

—¿Qué vas a pedir? —preguntó Jenny.

—Espaguetis, no —se apresuró a afirmar Travis.

—Vale —respondió Jenny; había olvidado lo que era salir con chicos.

Aunque no lo tenía muy claro, pensó que tal vez se había casado para evitar situaciones tan incómodas como aquélla. Era como conducir con el freno de mano puesto. Ella decidió quitarlo.

—Me muero de hambre, pásame el pan, por favor —dijo.

—Claro —respondió Travis, sonriendo y después cogió un trozo él también. Ambos hicieron una pausa al morderlo y se miraron como dos jugadores de poker que están haciendo trampa. Jenny rompió en una carcajada que regó la mesa de migas. La velada había comenzado.

—¿A qué te dedicas Travis? —preguntó Jenny.

—A salir con mujeres casadas, evidentemente.

—¿Cómo lo supiste?

—Me lo ha dicho la camarera.

—Estamos separados —apuntó Jenny.

—Qué bueno —observó Travis y ambos rieron.

Pidieron la cena y conforme evolucionó la cena fueron haciendo terreno común de la extrañeza de su situación. Jenny le habló de su matrimonio y de su trabajo. Y Travis inventó que era un vendedor ambulante de seguros que no tenía ataduras ni de la familia ni con el trabajo.

En el curso de un franco intercambio de verdades por mentiras, encontraron que se agradaban, o mejor dicho, que se gustaban mucho. Iban abrazados y riendo cuando dejaron el restaurante.