13

Al anochecer

La aldea de Pine Cove se encontraba, en términos generales, de mal humor. Nadie había dormido bien la noche del sábado y como consecuencia, durante la mayor parte del domingo, los turistas del fin de semana se vieron forzados a descubrir las desconchaduras en el barniz de encanto pintoresco que solía tener el pueblo.

Los dependientes de las tiendas habían estado contestando grosera y sarcásticamente a las absurdas preguntas que normalmente hacían los turistas sobre las ballenas y las nutrias. Los camareros y camareras habían llegado a impacientarse con las quejas que recibían de la insulsa comida inglesa que servían y o bien contestaban mal, o sencillamente daban un mal servicio a propósito. Los oficinistas de los hoteles se complacían en cambiar arbitrariamente la hora de salida, negaban reservas y encendían el cartel luminoso de «no hay habitaciones» cada vez que alguien llegaba, diciéndole que acababan de alquilar la última habitación.

Rosa Cruz, que trabajaba como camarera en el hotel Rooms-R-Us, precintó todos los inodoros con cintas que ponían «desinfectado para su protección» sin haber levantado las tapas siquiera. Aquella tarde, cuando una cliente buscó al gerente para quejarse del servicio, lo encontró inodoro de la habitación 103, señalando unas heces que flotaban como si se trataran de un arma letal, a lo que Rosa sólo respondió:

—Pues eso también quedó desinfectado.

Con todas las injusticias que sufrieron los inocentes turistas, aquél podía haber sido declarado el Día de Abuso del Turista en Pine Cove. Sin embargo, para los habitantes del pueblo, el mejor sitio donde podía estar aquel día cada turista era ahorcado con la correa de su cámara desde el tubo de la ducha de su habitación.

Conforme se fue acabando el día y los turistas abandonaron las calles, los ciudadanos de Pine Cove se buscaban para desahogar su irritación. En La Cabeza de la Babosa, en donde descargaban la mercancía a consumir aquella noche, Mavis Sand, que era una aguda observadora del comportamiento humano, había notado cómo aumentaba la tensión, tanto en su clientela como en ella, conforme había avanzado la tarde.

Debió de haber narrado la partida de ocho bolas entre Slick McCall y el joven moreno unas treinta veces. Normalmente, disfrutaba contando una y otra vez las anécdotas que ocurrían en La Cabeza de la Babosa (hasta el punto de tener guardada una grabadora de microcasete bajo la barra para grabar algunas de las mejores versiones). Permitía que las historias crecieran hasta convertirse en mitos y leyendas, mientras ella iba reconstruyendo los detalles olvidados adornándolos con coloridas pinceladas inventadas. Con frecuencia, una historia que había comenzado como anécdota de una sola cerveza, acababa siendo una saga de tres (pues Mavis no dejaba que ningún vaso se secara mientras narraba algo). Para ella, contar historias era sencillamente parte de un buen negocio.

Pero aquel día la gente se había impacientado y no sólo pedían que les sirviera rápidamente y acabara pronto, sino que además dudaban de la credibilidad de la historia, negaban los hechos y poco había faltado para que abiertamente la llamaran mentirosa. Aquélla era una historia demasiado descabellada para creerse.

A Mavis le habían irritado los preguntones, que eran muchos. En un pueblo pequeño las noticias suelen saberse rápidamente.

—Si no queréis saber qué sucedió, no preguntéis —apuntó Mavis.

¿Y qué esperaban? Slick McCall era toda una institución, un héroe a su manera, aunque ésta fuera algo grasienta. La historia de su derrota debía ser recordada como una epopeya y no como un obituario.

Incluso aquel guapo señor, el dueño de la tienda de artículos en general, le había metido prisa para contar la historia. Cómo se llamaba, ¿Asbestos Wine? No, Augustus Brine, eso era. Aquél era un hombre con el cual no le importaría pasar un rato. Pero también él se había exasperado y se había largado sin haber tomado nada siquiera. Aquello la había cabreado.

Mavis había observado sus propias alteraciones de ánimo como quien observa la aguja de un barómetro. Dada su irritabilidad, el ambiente social aquella noche en el bar prometía ser tempestuoso; vaticinaba unas cuantas peleas, por lo que diluyó el alcohol que vendería aquella noche con agua destilada hasta la mitad de su concentración. Si la gente se emborrachaba y desvencijaba su bar, tendría que costarle dinero.

En el fondo, ella lo que deseaba realmente era poder golpear a alguien con su bate de béisbol.

AUGUSTUS

Conforme caía la noche sobre Pine Cove, Augustus Brine se veía invadido por una sensación de grima poco característica en él. Antes, siempre había visto la puesta de sol como el símbolo de una promesa, de un principio; y de joven, el atardecer había sido una invitación al romance y a lo emocionante; sin embargo, últimamente más bien significaba un tiempo para descansar y recapacitar. Aquella noche no se trataba de la puesta de sol, la promesa, sino del atardecer, la amenaza. Con la llegada de la noche todo el peso de su responsabilidad cayó sobre sus espaldas como un pesado yugo y, aunque lo intentaba, Brine no lograba desembarazarse de él.

Gian Hen Gian le había convencido de que tenía que encontrar al que daba las órdenes al demonio. Se había dirigido a La Cabeza de la Babosa, donde, después de soportar una andanada de lujuriosas insinuaciones por parte de la señorita Sand, había logrado sacarle qué dirección había cogido el joven moreno cuando había abandonado el bar. El mecánico, Virgil Long, le había dado una descripción del coche y luego había intentado convencerle, infructuosamente, de que a su camioneta le hacía falta una revisión.

El rey yinn se encontraba absorto viendo la cuarta película de los hermanos Marx, cuando Brine volvió a casa para consultarle sobre qué procedimiento seguir.

—¿Pero cómo supiste que vendría aquí? —le preguntó Brine.

—Fue un presentimiento —respondió el yinn.

—¿Y cómo es que no tienes ningún presentimiento respecto a dónde se encuentra ahora?

—Debes encontrarlo, Augustus Brine —insistió el genio.

—Y después, ¿qué?

—Después debes conseguir el sello de Salomón y mandar a Engañifa de vuelta al infierno —respondió el yinn.

—O ser devorado —añadió Brine.

—Sí, cabe esa posibilidad —apuntó el yinn.

—¿Por qué no lo haces tú?; a ti no te puede hacer ningún daño.

—Si el moreno tiene el sello de Salomón, entonces también yo podría convertirme en su esclavo. Eso no sería bueno, debes hacerlo tú —explicó el yinn.

Para Brine, el problema era que Pine Cove era lo bastante pequeño como para buscar por el pueblo entero, mientras que si viviera en San Francisco o en Los Ángeles tal vez hubiera podido darse por vencido antes de empezar, abrir una botella de vino y dejar que las masas se las arreglaran solas mientras él se sumergía en una cómoda nube de pasividad.

Brine había llegado a Pine Cove para evitar conflictos, llevar una vida de placeres modestos y encontrar la paz y la unión con el todo por medio de la meditación. Ahora que se veía forzado a actuar, se daba cuenta de lo equivocado que había estado. La vida era acción y no había paz alguna a este lado de la tumba. Había leído sobre los guerreros de kendo, que influyeron en la espontaneidad controlada del zen, los cuales no anticipan nunca un movimiento para no tener que corregir su estrategia en caso de un ataque por sorpresa, sino que siempre están dispuestos a la acción. Brine se había alejado del flujo de la acción para construir su vida como un fortín de comodidad y segundad, sin darse cuenta de que aquel fortín era también una prisión.

—Piensa seria y detenidamente sobre tu destino, Augustus Brine —dijo el yinn con la boca llena de patatas fritas—. Son tus vecinos quienes pagarán con sus vidas —añadió.

Con un impulso, Brine se levantó de la silla y se dirigió apresuradamente hacia su estudio. Rebuscó entre sus cajones hasta que encontró un plano de Pine Cove. Después de extenderlo sobre el escritorio, cogió un rotulador rojo y comenzó a dividir el pueblo por manzanas. Al verlo trabajar, Gian Hen Gian entró en el estudio.

—¿Qué piensas hacer? —le preguntó.

—Encontrar al demonio —respondió Brine entre dientes.

—¿Y cuando lo encuentres?

—No lo sé —contestó Brine.

—Eres un buen hombre, Augustus Brine.

—Pues tú eres un pelmazo, Gian Hen Gian —respondió Brine mientras doblaba el plano y salía del estudio.

—Si es así, pues que así sea —gritó el yinn para que lo oyera—. Pero soy un pelmazo grandioso —añadió.

Augustus Brine no respondió, pues ya iba rumbo a su camioneta. Se introdujo en ella y se alejó de la casa, sintiéndose verdaderamente solo y temeroso.

ROBERT

Aquella noche, Augustus Brine no era el único que se sentía solo y desasosegado. Cuando comenzaba a anochecer, Robert había vuelto a la caravana, donde en el contestador le esperaban tres terribles mensajes: dos eran del casero y el otro era un mensaje siniestro del camello del BMW. Robert rebobinó la cinta tres veces, esperando que hubiera aún otro de Jennifer, pero no lo había.

Había fallado miserablemente en su intento de emborracharse y quedar aniquilado, pues el dinero se le había acabado mucho antes de alcanzar aquel estado. La oferta de trabajo de Raquel tampoco iba a ser suficiente. Pensándolo bien, nada iba a ser suficiente. Era un perdedor, así de sencillo. Esta vez no le iba a rescatar nadie y tampoco se sentía como para levantarse él mismo por sus propios medios.

Tenía que ver a Jenny; ella lo entendería. Pero no podía ir a buscarla con aquel aspecto; una barba de tres días, ropa con la que había dormido y apestando a cerveza y a sudor. Se quitó la ropa y se metió en el cuarto de baño. Cogió la crema de afeitar y una navaja del botiquín y se metió en la ducha.

Tal vez si llegara con aspecto de tener algún respeto por sí mismo, ella lo volvería a aceptar. Debía estar echándolo a faltar, ¿no? Él no estaba seguro de poder pasar otra noche solo, pensando en lo mismo, teniendo las mismas pesadillas.

Encendió la ducha y de golpe el aliento abandonó su cuerpo. El agua estaba helada. La Brisa no había pagado el gas. Robert se envalentonó para soportar la ducha fría. Tenía que mejorar su aspecto si pensaba rehacer su vida.

De pronto, se fue la luz.

RIVERA

Rivera estaba sentado en una cafetería que estaba cerca de la jefatura de Policía, bebiendo un descafeinado y fumando mientras esperaba. De los quince años que llevaba trabajando como policía, calculaba que se había pasado diez esperando. Sin embargo, era la primera vez que se encontraba con una orden de arresto, una subvención, el potencial humano necesario, el motivo fundado, pero sin sujeto sospechoso.

De una forma u otra, para mañana tenía que pasar algo. Si aparecía La Brisa, Rivera tenía probabilidades de ser ascendido. Sin embargo, si no aparecía entonces cogería al borracho de la caravana, esperando que él supiera algo; el panorama era francamente desolador. Rivera se imaginó irrumpiendo en la caravana con todo su equipo de apoyo, las sirenas chillando y las luces iluminando la escena intermitentemente sólo para apuntarse una detención por posesión de vehículo poco seguro, tal vez por posesión ilegal de una copia de una cinta de vídeo o por haberle quitado la etiqueta al colchón. Rivera se estremeció ante tal pensamiento y deshizo su cigarrillo en el cenicero. Se preguntó si le dejarían fumar cuando estuviese trabajando tras el mostrador del Seven-Eleven.

LA BRISA

Cuando las quijadas del demonio se habían cerrado sobre él, La Brisa sintió dolor sólo por un momento, después sintió la cabeza ligera y tuvo la sensación de estar flotando, lo cual le recordó el efecto que causaban ciertos hongos alucinógenos. Luego miró hacia abajo para ver cómo el monstruo ingería su cuerpo. Era una escena graciosa y la etérea Brisa se sonrió para sí. «No, en realidad aquello se acercaba más al óxido nitroso que a los hongos», pensó.

Vio cómo el monstruo se encogía y desaparecía, y luego cómo la portezuela del viejo Chevy se abría y se cerraba. Al arrancar el coche, La Brisa sintió que rebotaba sobre las corrientes de aire que dejaba su estela. La muerte no le parecía mal; era un poco como el último viaje en ácido, sólo que más barato y sin efectos secundarios.

De pronto, se encontró en un túnel largo que tenía una luz en el fondo. Una vez había visto esto en una película; se suponía que tenías que ir hacia la luz.

El tiempo había perdido significado para La Brisa. Se había pasado todo un día flotando por el túnel y a él, sin embargo, le había parecido sólo minutos. Había cabalgado sobre el reloj, todo era maravilloso. Conforme se iba acercando a la luz, comenzó a vislumbrar la silueta de la gente que lo esperaba. Claro, cuando llegas a la otra vida, la familia y los amigos te dan la bienvenida. La Brisa se preparó para una auténtica pachanga en el plano astral.

Al salir del túnel, La Brisa se vio envuelto por una intensa luz blanca. Era cálida y reconfortante. En ella aparecieron las caras de la gente que le esperaba; conforme La Brisa se acercaba flotando hacia ellos, se dio cuenta de que a cada uno le debía dinero.

LOS PREDADORES

Mientras para algunos la noche iba cayendo como un presagio, otros daban la bienvenida al advenimiento del anochecer con emocionada anticipación. Las criaturas nocturnas se disponían a dejar sus sitios de reposo para aventurarse en busca de las víctimas de las cuales se alimentarían.

Eran como máquinas de comer, perfectamente adaptadas para la caza. Armadas con garras y colmillos, dotadas de ocultamiento y vista nocturna, buscaban instintivamente a sus víctimas. Cuando estos seres aparecían por las calles de Pine Cove, no había basurero seguro.

Cuando despertaron aquella noche, encontraron una curiosa máquina en su escondrijo. La sensibilidad sobrenatural que habían experimentado la noche anterior se les había pasado por completo y no tenían ningún recuerdo de haber robado el magnetófono. Tal vez les hubiera asustado el ruido, pero hacía tiempo que las baterías se habían gastado. La sacarían de su escondrijo cuando volvieran, porque en aquel momento había un olor en el aire que les apremiaba a salir de caza con un hambre urgente. A dos calles, la señora Eddelman había tirado una olorosa ensalada de atún, la cual había sido percibida por su sofisticado sentido del olfato desde que dormían.

Los mapaches se lanzaron hacia la noche como una cuadrilla de lobos.

JENNIFER

Para Jenny, aquella noche era una mezcla de bendiciones y maldiciones. Travis la había llamado a las cinco, tal y como había prometido. Por un lado, se regocijaba de gusto, pero por otro se encontraba en un aprieto respecto a qué ponerse, cómo comportarse y adonde ir. Travis se lo había dejado a ella, diciendo que al ser de allí sabría cuáles eran los mejores sitios, y era verdad. Incluso le había pedido también que condujera.

En cuanto Jenny colgó el teléfono se fue al garaje a buscar la aspiradora para limpiar su coche, mientras iba estudiando las posibilidades. ¿Debía escoger el restaurante más caro? No, eso podría ahuyentarlo. Al sur de la ciudad había un romántico restaurante italiano, ¿pero qué pasaba si ella le daba una impresión equivocada? Cenar pizza era demasiado informal para una primera cita; y las hamburguesas quedaban descartadas, pues ella era vegetariana. ¿Comida inglesa? No, ¿por qué castigar al pobre chico?

Se encontró resentida con Travis por haberle dejado la decisión a ella. Finalmente, optó por el restaurante italiano.

Cuando el coche ya estaba limpio, volvió rápidamente a la casa para escoger la ropa que se pondría. En media hora se vistió y desvistió siete veces, hasta que se decidió por fin por el vestido negro sin mangas y unos tacones.

Se miró ante el espejo de cuerpo entero. Definitivamente, el vestido negro era lo mejor. Además, si se echaba la salsa marinara encima, no se notaría. Se veía bien. Los tacones hacían resaltar sus pantorrillas, pero también el vello rojo claro que tenía sobre las piernas. Hasta ese momento no había pensado en ello. Rebuscó entre sus cajones, encontró unos pantys negros y se los puso.

Una vez resuelto aquel problema, continuó con su sesión de poses, inspiradas en esa expresión entre enfurruñada y aburrida que había visto en las modelos de las revistas. Era delgada y más bien alta y tenía las piernas musculosas de una camarera. «Bastante bien para una chavala de treinta», pensó. Después, subió los brazos y los estiró lánguidamente. Dos mechones de pelo rizado la miraron de frente por el espejo.

Aquello era parte de tener un aspecto natural y sin pretensiones, pensó. Había dejado de rasurarse las axilas más o menos al mismo tiempo en que había dejado de comer carne. Todo era parte de ponerse en contacto con ella misma, de conectarse con la Tierra. También era una manera de demostrar que no se identificaba con el ideal de belleza femenino creado por Hollywood y la avenida Madison, que ella era una mujer natural. ¿Se afeitaban las axilas las diosas? Pues ella no. Sin embargo, no era la diosa la que estaba por asistir a su primera cita después de diez años.

De golpe, Jenny se dio cuenta de cuánto había abandonado su apariencia en los últimos años. No es que se hubiera vuelto una descuidada, pero su alejamiento del maquillaje y de los peinados complicados había sido tan paulatino que no lo había percibido. Robert no parecía haberlo notado, o por lo menos no había objetado en su contra. Pero eso era en el pasado y Robert formaba parte del pasado, o pronto sería así.

Se dirigió al cuarto de baño a buscar una navaja.

BILLY WINSTON

Billy Winston no tenía ningún dilema respecto a rasurarse. Él se rasuraba las piernas y las axilas cada vez que se duchaba. La idea de ser como la perfecta mujer de anuncio de refresco no le molestaba en absoluto. Por el contrario, para Billy era un esfuerzo tener que mantener la apariencia de ser un chico de 2,12 metros de altura con una gran nuez para poder seguir con el trabajo como contable nocturno del hotel Rooms-R-Us. En el fondo de su corazón, Billy era una zorra rolliza llamada Roxanne.

Pero Roxanne tenía que permanecer en el armario hasta las doce, que era cuando Billy acababa sus correspondientes anotaciones y el resto del personal se marchaba, dejándolo solo en el mostrador. Sólo entonces le era posible a Roxanne bailar toda la noche, con sus zapatillas de silicona, acariciando la libido de hombres solitarios y rompiendo sus corazones. Cuando la metálica lengua de la medianoche tocaba las doce, el hada del sexo se iba en busca de sus amantes de turno. Hasta entonces, era Billy Winston, y Billy Winston estaba por comenzar a trabajar.

Estiró las braguitas de seda roja y el portaligas sobre sus largas y delgadas piernas y después, cuidadosamente, se puso las medias negras de costura, mientras jugueteaba con su imagen en el espejo de cuerpo entero que estaba al final de la cama. Se sonrió tímidamente a sí mismo conforme iba cerrando el liguero. Finalmente, se puso los vaqueros, una camisa de franela y se ató las bambas. Sobre el bolsillo de la camisa se colocó el gafete con su nombre: «Billy Winston, Contable nocturno».

Se trataba de una triste ironía, pensaba Billy, que lo que más le gustara, el ser Roxanne, dependiera de lo que menos le gustaba, su trabajo. Cada noche le invadía una sensación de emoción por un lado y de fastidio por otro. Bueno, un porro le aliviaría las primeras tres horas y Roxanne las otras cinco.

Soñaba con el día en que pudiera comprarse un ordenador y convertirse en Roxanne cuando quisiera; quizá dejaría el trabajo y viviría como La Brisa; de prisa y con soltura. Solo unos meses más en el hotel y tendría la cantidad que necesitaba.

ENGAÑIFA

Como demonio, Engañifa pertenecía a la orden vigesimoséptima. En la jerarquía del infierno, esta orden lo situaba muy por debajo de los archidemonios como Mammón, el amo de la avaricia y, por otro lado, muy por encima de los demonios obreros, como Arrrgg, el responsable del sabor a poliuretano que suele tener el café de máquina.

Engañifa, que había sido creado para servir y para destruir, había sido dotado con un nivel de inteligencia que correspondía a estos cometidos. Lo que le distinguía de sus semejantes en el infierno era que había pasado más tiempo que ninguno de ellos en la Tierra, en donde en compañía del hombre, había aprendido a ser mentiroso y ambicioso.

Su ambición se manifestaba en la búsqueda de un amo que le permitiera complacerse libremente en destruir y horrorizar. De todos los amos que Engañifa había tenido desde Salomón, Travis había sido el peor. Tenía un deje de superioridad que irritaba tremendamente al demonio. Con amos menos honestos, Engañifa había tenido que limitarse en sus atrocidades sólo para no ser descubierto por otros hombres, lo cual casi siempre era evitable si mataba a todos los testigos; y Engañifa solía asegurarse de que los hubiera.

En cambio con Travis, Engañifa se veía obligado a controlar su afán por destruir y sólo cuando se le acumulaba aquel impulso Travis le permitía darle cabida; además siempre era Travis quien escogía a las víctimas, le exigía que las devorara en privado y éstas nunca eran suficientes para satisfacer el apetito del demonio.

Estando bajo las órdenes de Travis, Engañifa siempre tenía la mente embotada y el fuego que solía llevar dentro ardía en rescoldo. Su mente recuperaba su agilidad y su efervescente naturaleza únicamente cuando Travis lo dirigía hacia alguna víctima, y aquellas ocasiones eran contadas. Aunque el demonio echaba a faltar a un amo que tuviera enemigos, nunca tenía la mente lo bastante despejada como para idear un plan para buscarse alguno. Para Engañifa, la voluntad de Travis era opresiva.

Sin embargo, aquel día el demonio sentía una especie de alivio. Había empezado a tener aquella sensación cuando Travis conoció a la chica del restaurante; y cuando habían ido a casa del viejo, había sentido que una ola de poder viajaba por su cuerpo como hacía años que no sentía. Cuando Travis había llamado a la chica, aquella sensación de poder se había acrecentado aún más.

Comenzó a recordar lo que era: una criatura que había colocado a reyes y a papas en el poder, mientras que a otros se lo había usurpado. Desde su trono en la gran ciudad de Pandemonio, Satanás mismo se había dirigido a una multitud de oyentes infernales, diciéndoles:

—En nuestro exilio debemos estarle agradecidos a Jehová por dos cosas: la primera, por nuestra existencia y la segunda, porque Engañifa no tenga ambición.

Los ángeles caídos se rieron de aquel chiste con Engañifa, pues en aquella época aún no había estado entre los hombres. La humanidad había sido para él una mala influencia.

Ahora tendría una nueva ama; alguien a quien podía corromper con su poder. Al verla en el bar aquella tarde había percibido su hambre de controlar a los demás. Juntos, reinarían sobre el mundo. La llave se encontraba cerca, lo intuía. Si Travis encontraba la llave antes, él sería devuelto al infierno, así que debía encontrarla primero y hacer que cayera en manos de la bruja. Después de todo, era preferible reinar sobre la Tierra que servir en el infierno.