Jennifer
Cuando Jennifer llegó a su casa del trabajo, el teléfono estaba sonando. Corrió hacia él y miró el reloj mientras ponía la mano sobre el auricular. Era demasiado pronto para que fuera Travis, así que dejó que respondiera el contestador.
Después de hacer un ruido, la máquina comenzó a transmitir el mensaje. Jennifer se encogió al reconocer la voz de Robert sobre la cinta contestadora.
«Habla usted con los estudios fotográficos de Los Pinos. Por favor deje su nombre y número de teléfono al escuchar el tono», decía; y después del tono continuaba:
«Cariño, coge el teléfono si es que estás. Lo siento, necesito volver a casa, no tengo calzoncillos limpios. ¿Estás ahí? Coge el teléfono, Jenny. Me siento solo. Llámame, ¿vale? Aún sigo en la caravana de La Brisa. Cuando llegues…», la cinta acabó antes que el mensaje.
Jennifer corrió la cinta y comenzó a escuchar los mensajes restantes. Había nueve y todos eran de Robert. En todos se le oía borracho y lloriqueando, rogando que le perdonara y prometiendo cambios que nunca acontecerían.
Jenny borró la cinta. Sobre el cuadernillo que había al lado del teléfono, escribió: «Cambiar mensaje contestador». Tenía apuntados una lista de recordatorios: limpiar la cerveza del refrigerado —desmontar cuarto oscuro; separar discos, casetes y libros. Todos ellos tenían que ver con despejar de su vida la presencia de Robert. Sin embargo, en aquel momento, lo que más le hacía falta era despejar su cuerpo del cansancio de ocho horas de trabajo de restaurante. Antes, Robert solía cogerla y besarla cuando llegaba a casa.
—El olor a grasa me vuelve loco —solía decir.
Jenny se dirigió al lavabo y abrió el grifo de la bañera. Abrió varias botellas y vertió su contenido en el agua: «Algas esenciales, revitalizan la piel, completamente naturales».
—Es francesa —le había dicho ampulosamente el vendedor, como si los franceses dominaran el secreto del buen baño, además de las características de la mala educación; una gota de «Extracto de ámino, proteína vegetal pura en una presentación absorbente».
—Suaviza las estrías como si te las hubieras planchado —le había advertido el dependiente de la tienda, quien había trabajado como ayudante en el mostrador de maquillaje y no estaba familiarizado aún con el vocabulario de la belleza.
Dos tapones llenos de «Honestidad herbal, una mezcla de fragantes hierbas de cultivo orgánico, cosechadas por las delicadas manos de mayas espiritualmente iluminados». Y finalmente, unas gotas de «Hembra E», aceite de vitamina E y extracto de jengibre, para «hacer resaltar la diosa que hay en cada mujer». Raquel le había proporcionado esta poción en la última reunión de Vegetarianas Paganas por la Paz, en la que Jenny había consultado al grupo con respecto a su divorcio.
—Sólo te encuentras un poco derrengada, toma un poco de esto —le había dicho Raquel.
Para cuando Jenny terminó de echarle todos los ingredientes, el agua estaba babosa y de un verde translúcido, como el del queso enmohecido. Hubiera sido una gran sorpresa para ella el saber que a doscientos kilómetros al norte de donde estaba, en los laboratorios del Edificio Primordial Stanford para la Investigación del Légamo, unos alumnos de posgrado combinaban aquellos mismos ingredientes (bajo nomenclatura científica) en un recipiente de clima controlado, con el fin de recrear las condiciones en las que la vida había aparecido por primera vez sobre la Tierra. Y de haber encendido una lámpara solar en el baño (el único elemento que faltaba), se hubiera sorprendido aún más, pues el agua de la bañera se hubiera levantado para saludarla, cualificándola así para el premio Nobel y para un fondo de millones de dólares destinados a su investigación.
Mientras que su oportunidad de figurar en la ciencia burbujeaba en la bañera, Jennifer se dispuso a contar las propinas que había sacado aquel día. Entre billetes y monedas, sumaban cuarenta y siete dólares y treinta y dos centavos, los cuales metió en su garrafa de cinco litros y después apuntó la cifra en un cuadernillo que tenía sobre la cómoda. No era mucho, pero era suficiente. Entre su sueldo y las propinas pagaba el alquiler, los gastos del piso, su comida y el mantenimiento puntual de su Toyota y de la camioneta de Robert. Ganaba lo bastante como para hacerle creer a Robert que vivía de la fotografía. Lo poco que él ganaba en las bodas o retratos eventuales solía gastarlo en película y materiales o la mayoría de las veces, en vino. Parecía ser que, según Robert, su potencial creativo dependía de un descorchador.
El mantener en marcha el negocio de Robert le servía a Jennifer como un pretexto racionalizado para no enfrentarse a su propia vida y perder el tiempo trabajando como camarera. Tenía la impresión de que nunca se había enfrentado con su futuro y siempre había estado esperando para vivir la vida. En la escuela le habían dicho que si trabajaba duro y sacaba buenas notas iría a una buena universidad. Esperad, por favor. Después había aparecido Robert. «Trabaja duro, sé paciente, la fotografía marchará bien y tendremos una buena vida». Había apostado por aquel sueño y una vez más había relegado su vida a un segundo término. Había seguido alimentando aquel sueño con energía cuando hacía tiempo que para Robert ya no existía.
Sucedió una mañana, cuando Robert se había pasado la noche bebiendo. Lo había encontrado delante de la televisión con una fila de botellas de vino vacías colocadas como si fueran lápidas.
—¿No tenías que ir a fotografiar una boda esta mañana? —preguntó Jenny.
—No voy a ir, no me apetece —contestó él.
Jenny se había puesto furiosa; le había gritado, había pateado las botellas y había abandonado la casa con un portazo. En aquel momento había decidido empezar una nueva vida. Tenía casi treinta años y no estaba dispuesta a pasar el resto de sus días como la afligida viuda del sueño de otro.
Le pidió a Robert que se fuese esa misma tarde y después había llamado a un abogado.
Ahora, cuando por fin comenzaba su vida, no tenía la menor idea de qué hacer. Conforme se metía en la bañera, se dio cuenta de que no era más que una camarera y una esposa.
Una vez más, contuvo sus ganas de llamar a Robert y pedirle que volviera a casa. No porque lo quisiera, pues el amor se había desgastado tanto que era difícil de percibir, sino porque él era su propósito, su directriz y, lo más importante, su pretexto para ser una mediocre.
Al verse envuelta en la seguridad que le brindaba la bañera, Jenny se dio cuenta de que tenía miedo. Aquella mañana se había sentido encajonada y asfixiada en Pine Cove, y ahora el pueblo y el mundo entero le parecían un sitio enorme y hostil. Qué fácil sería hundirse en el agua tibia y no volver a salir, escapar. Pero no era ésta una consideración seria, sino una fantasía del momento; ella no era tan débil. Además, las cosas no estaban tan mal, sólo eran difíciles.
«Piensa en las cosas positivas», se dijo a sí misma.
Estaba el chico aquel, Travis. Parecía simpático y además era muy guapo. «Todo está bien. Esto no es el final, sino sólo el principio», pensó.
Su pequeño intento de pensar de forma optimista se vio de pronto disuelto en una serie de miedos con respecto a la primera cita, miedos que le daban la impresión de ser menos amenazadores que las infinitas posibilidades que tenía pensar positivamente, pues ya las había revisado todas anteriormente.
Al coger la pastilla de jabón desodorante del recipiente, éste resbaló y cayó en la bañera. El débil y mortífero resuello que soltó el agua al hacer contacto con los componentes tóxicos del jabón quedó oculto bajo el salpicón que ocasionó el choque.