11

Effrom

Effrom Elliot despertó aquella mañana anhelando por adelantado su acostumbrada siesta. Había soñado con mujeres y con una época en que, además de pelo, había tenido dónde escoger. No había dormido bien. Durante la noche lo habían despertado los ladridos de unos perros y hubiera querido dormir hasta más tarde, pero en cuanto el sol irrumpió en su habitación se había despertado por completo, sin esperanza de conciliar el sueño hasta la hora de la siesta. Había sido así desde que se había retirado, hacía veinticinco años. En cuanto se había simplificado su vida lo bastante como para poder dormir más, fue su cuerpo el que ya no se lo permitía.

Se levantó de la cama y en la penumbra de su habitación se puso un pantalón de pana y una camisa de franela que la esposa le había dejado preparados. Se puso las zapatillas y salió de puntillas, dejando entornada la puerta para no despertar a la esposa, pero segundos después, recordó que se había ido a Monterrey, ¿o era a Santa Bárbara? De cualquier forma, no estaba en casa. No obstante, continuó su rutina matinal con el recato acostumbrado.

En la cocina puso a calentar el agua para su habitual taza matutina de descafeinado. Por la ventana ya se veían los colibrís revolotear alrededor de su comedero, donde paraban de vez en cuando a beber del agua azucarada después de volar a través de las fucsias y la madreselva. Él los consideraba los animales de su esposa, pues para su gusto se movían demasiado rápidamente. En un documental en la televisión había oído que el metabolismo de estas aves es tan rápido que tal vez no puedan ver a los humanos. Para Effrom, el mundo entero llevaba la marcha de los colibrís; para él, todo y todos iban demasiado rápidamente, y a veces se sentía invisible.

Ya no podía conducir. La última vez que lo había intentado, la policía le había parado por obstruir el tráfico. Después de sugerir al policía que se detuvo a oler las flores, le informó que había conducido desde que el agente no era más que un destello sobre los ojos de su padre. Había sido una actitud equivocada, pues el agente le retiró su carnet de conducir. Ahora, siempre conducía su esposa. Quién sé lo iba a imaginar cuando había sido él quien le había enseñado a conducir, siempre cogiéndole el volante para evitar que el modelo T acabara en una zanja. ¿Qué podría contestar un petulante agente de la policía a ese respecto?

El agua comenzaba a hervir. Effrom rebuscó en la vieja caja de metal donde guardaban el pan y encontró las galletas cubiertas de chocolate que la esposa le había dejado. En la alacena se encontraba el café descafeinado al lado del café normal. ¿Por qué no? Ya que la mujer no estaba, ¿por qué no vivir un poco? Cogió el café normal y se dispuso a buscar los filtros, no tenía la menor idea de dónde se guardaban. Era la esposa quien se encargaba de esas cosas.

Por fin los encontró, y la cafetera en la repisa de abajo. Echó un poco de café en el filtro, le echó un vistazo y le puso un poco más. Después, vertió el agua sobre el café molido.

El café salió tan negro como el corazón del kaiser. Se sirvió una taza y aún quedó un poco en la cafetera. No era caso de desperdiciarlo, así que abrió la ventana y después de trajinar un poco con la tapadera de la cafetera, vertió lo que sobraba en el comedero de los colibrís.

—Vivid un poco, chicos —les dijo.

Se preguntó si el café no les daría tal marcha que explotarían en la atmósfera. Pensó en quedarse allí a observarlos, pero entonces recordó que el programa de gimnasia estaba por empezar. Cogió su café y las galletas y se dirigió hacia su sillón de la sala, el cual se encontraba delante de la tele.

Después de cerciorarse de que no estuviera puesto el sonido, encendió el viejo aparato. Con la imagen, apareció una joven rubia que llevaba unos leotardos tornasolados, la cual dirigía a otras tres chicas en una serie de estiramientos. Por la forma en que se movían, Effrom suponía que había música pero siempre mantenía el volumen apagado para no despertar a la esposa. Desde que había descubierto el programa de gimnasia, todas las mujeres que aparecían en sus sueños llevaban leotardos tornasolados.

Ahora las chicas estaban acostadas en el suelo, moviendo las piernas en el aire. Maravillado, Effrom las miraba mientras se comía las galletas. Llegaba una época en la vida en que un hombre tenía que gastarse la mayor parte de su salario semanal para poder disfrutar de un programa como aquél, el cual era transmitido por cable por sólo… Bueno, la verdad es que era la esposa quien se encargaba de pagar el cable, pero él quería, prefería, pensar que era bastante barato. Vivir valía la pena.

Durante un momento Effrom dudó si debía ir al taller a buscar sus cigarrillos. Era un buen momento para un cigarrillo. Después de todo, la esposa no estaba. ¿Por qué iba a andar a hurtadillas en su propia casa? No, la esposa se enteraría y cuando le afrontara no le gritaría, sino que solamente lo miraría. Sus ojos azules lo mirarían con aquella triste expresión y diría: «Ay, Effrom»; eso sería todo: «Ay, Effrom». Y él sentiría que la había traicionado. No, esperaría a que acabara el programa y se iría a fumar al taller, donde la esposa nunca se atrevía a entrar.

De pronto, Effrom percibió a su alrededor un tremendo vacío. Era como si la casa fuese una gran bodega vacía, donde el más pequeño ruido resonaba con un eco entre los estantes. Faltaba una presencia.

No solía ver a la esposa hasta el mediodía, cuando le tocaba en la puerta del taller para llamarlo a comer y, sin embargo, su ausencia era como si le hubiese dejado desprovisto de un recubrimiento aislante y se encontrara desprotegido ante el medio ambiente. Por primera vez en mucho tiempo Effrom tenía miedo. La esposa iba a volver, pero tal vez un día se iría para siempre; algún día se encontraría solo de verdad. Por un momento deseó morir antes que ella, pero el pensar en la esposa sola, llamando a la puerta del taller, del que él nunca saldría, le hizo sentirse egoísta y avergonzado.

Intentó concentrarse en el programa de gimnasia, pero los leotardos de spandex no le brindaban ya consuelo alguno. Se levantó y apagó la tele. Se dirigió a la cocina y puso la taza en el fregadero. Estaba viendo a los colibrís revolotear resplandecientes bajo el sol de la mañana a través de la ventana, cuando de pronto se vio invadido por una sensación de urgencia. Al meterse en su taller y acabar la talla que estaba haciendo, se volvió repentinamente imperativo. El tiempo le parecía tan frágil y huidizo como los mismos pajarillos. En sus años mozos, tal vez hubiera lidiado con aquel sentimiento con una ingenua negación de su mortalidad. Sin embargo, la edad le había proporcionado otro tipo de defensa, haciendo que sus pensamientos volviesen a la imagen de su esposa y él metiéndose juntos en la cama y no despertando jamás, despojándose de sus vidas y remembranzas de un solo golpe. Sabía que ésta también era una fantasía ingenua. Una cosa era segura: cuando volviera la esposa le iba a dar un rapapolvo por haberse ido.

Antes de abrir el taller, puso el despertador de su reloj para la hora de comer, pues si trabajaba durante esa hora podría perderse la siesta. No tenía sentido perder todo un día sólo porque la esposa se encontraba de viaje.

Cuando Effrom oyó que llamaban a la puerta de su taller pensó que era la esposa, que había llegado temprano para sorprenderle con la comida. Deshizo lo que quedaba de su cigarrillo sobre una caja de herramientas que mantenía vacía para aquel propósito y exhaló la última bocanada de humo sobre el extractor que había instalado para que «saliera el aserrín».

—Un momento, ahora voy —dijo.

Para causar mejor impresión, puso en marcha una de sus pulidoras de alta velocidad. Cuando oyó que los golpes continuaban, Effrom se dio cuenta de que no provenían de la puerta interior, en la que solía llamar la mujer, sino de la que daba al jardín delantero de la casa. «Seguramente, un testigo de Jehová», pensó. Bajó del taburete y se buscó alguna moneda de veinticinco centavos en los bolsillos del pantalón; encontró una. Si les comprabas una revista, se iban, pero si te pillaban sin cambio, te daban la lata como si fueran caniches redentores.

Cuando Effrom abrió la puerta con un empujón hacia fuera, el joven que había estado tocando dio un salto hacia atrás. Iba vestido con una sudadera y vaqueros negros. «Una vestimenta más bien casual para alguien que lleva una invitación formal para el fin del mundo», pensó Effrom.

—¿Es usted Effrom Elliot? —preguntó el joven.

—Lo soy —respondió Effrom, extendiendo la mano con la moneda—. Gracias por venir, pero me encuentro ocupado, así que déjeme la revista y ya la leeré más tarde —añadió Effrom.

—No soy un testigo de Jehová, señor Elliot —respondió el joven.

—Bueno, pues tengo todos los seguros que necesito, pero si me deja su tarjeta se la daré a mi esposa.

—¿Vive aún su mujer, señor Elliot?

—Naturalmente que vive. Qué te creías, ¿que iba a pegar tu tarjeta sobre su lápida sepulcral? Hijo, lo tuyo no es la venta ambulante; deberías buscarte un trabajo honesto.

—No soy vendedor ambulante, señor Elliot, soy un antiguo amigo de su esposa. Necesito hablar con ella, es de suma importancia —apuntó el joven.

—Ahora no está —respondió Effrom.

—Su mujer se llama Amanda, ¿verdad?

—Así es, pero no intentes engañarme. Tú no eres amigo de mi esposa, si lo fueras, te conocería; y has de saber que tenemos una aspiradora capaz de quitarle el pelo a un oso, así que mejor vete —insistió Effrom mientras empezaba a cerrar la puerta.

—No, por favor señor Elliot, en verdad necesito hablar con su esposa.

—Pues no está en casa.

—¿Y cuándo volverá? —preguntó el chico.

—Volverá mañana, pero te advierto, hijo, que cuando se trata de un charlatán ella es más dura que yo; puede ser tan mala como una serpiente. Te convendría más coger tu bolsa e irte a buscar un trabajo honesto —contestó Effrom.

—Usted fue veterano de la Primera Guerra Mundial, ¿no?

—Sí, lo fui, ¿y qué hay con ello?

—Gracias, señor Elliot. Volveré mañana.

—Mejor será que no te molestes —le contestó el viejo.

—Gracias, señor Elliot.

Effrom cerró la puerta con un golpe y enseguida sintió que la angina de pecho le rasgaba como una garra afilada. Intentó respirar profundamente mientras se buscaba una píldora de nitroglicerina en el bolsillo de la camisa. Se la metió en la boca y se le disolvió enseguida. En cuestión de minutos el dolor se le había calmado. Tal vez debía olvidarse de la comida y dormir la siesta.

No lograba comprender por qué la esposa seguía enviando aquellas tarjetas a la compañía de seguros. ¿Acaso no sabía que «no pasará a visitarle un agente de ventas» era una de las tres grandes mentiras? Otra vez pensó en el rapapolvo que le echaría cuando volviera.

Al volver al coche, Travis intentó ocultarle su emoción al demonio. Contuvo las enormes ganas que tenía de gritar ¡eureka!, de darle un golpe al volante, de cantar aleluya a todo pulmón. Tal vez por fin se aproximaba el final, pero no se podía permitir pensar en ello; tan sólo era una posibilidad; sin embargo nunca se había sentido tan cerca de librarse del demonio.

—¿Y cómo estaba tu viejo amigo? —preguntó Engañifa sarcásticamente.

Habían pasado por aquella escena literalmente miles de veces. Travis intentó adoptar la misma actitud de siempre cuando se enfrentaba a aquellos fracasos.

—Muy bien —contestó Travis—. Preguntó por ti —añadió, mientras encendía el coche y éste se alejaba lentamente del bordillo de la acera. El viejo motor del Chevy tosió como si fuera a morirse para luego arrepentirse y continuar su marcha.

—Ah, ¿sí? —preguntó el demonio.

—Sí, no podía comprender por qué tu madre no se comió a sus crías.

—Yo no tuve madre —respondió el demonio.

—¿Y crees que, de tenerla, te hubiera reconocido como suyo? —preguntó Travis.

—La tuya se meó antes de que me la acabara —dijo Engañifa sonriendo.

La ira de años comenzó a apoderarse de Travis; apagó el motor.

—Sal y empuja —ordenó Travis y, luego esperó.

A veces el demonio hacía exactamente lo que le ordenaba y otras, sólo se reía de él. Travis nunca había logrado encontrarle la lógica a aquella inconsistencia.

—No —contestó esta vez Engañifa.

—Hazlo.

—Es preciosa la chica con la que saldrás esta noche, Travis —apuntó el demonio mientras abría la portezuela.

—Ni se te ocurra —respondió Travis.

—¿Que ni se me ocurra qué? —preguntó el demonio mientras se lamía las zarpas.

—Sal —ordenó Travis.

El demonio salió del coche y Travis lo puso en drive. Cuando el coche comenzó a moverse, Travis oía cómo las garras del demonio iban abriendo surcos en el asfalto.

«Tal vez sea un solo día más», pensó Travis.

Intentó pensar en la chica, Jenny, y reparó en que era el único hombre que había conocido nunca que hubiese esperado a tener noventa y pico años para salir por primera vez con una chica. No tenía la menor idea de por qué lo había hecho. Había algo en sus ojos; en ellos había algo que le recordaba ala felicidad, a su propia felicidad. Travis se sonrió.