La Cabeza de la Babosa
Mavis Sand, la dueña del bar La Cabeza de la Babosa, había vivido tanto tiempo acompañada por el espectro de la muerte que comenzaba a pensar en ella como uno podría pensar en un viejo y cómodo jersey. Hacía tiempo que había hecho las paces con la muerte; y la muerte a su vez había acordado no llevársela de un solo golpe, sino ir abreviándola poco a poco.
En sus setenta años, la muerte ya se había llevado su pulmón derecho, su vesícula biliar, su apéndice y la retina de ambos ojos, con cataratas y todo. La muerte se había llevado también la vena aorta de su corazón y en su lugar Mavis llevaba un artilugio de acero y plástico, el cual se abría y se cerraba como las puertas automáticas de un supermercado. Además, la muerte se había llevado la mayor parte de su pelo y Mavis llevaba una peluca de poliéster que le irritaba la piel.
Había perdido buena parte de su facultad auditiva, todos sus dientes y su colección de monedas. (Aunque a este respecto sospechaba más de un sobrino pobretón que tenía que de la muerte).
Hacía treinta años que había perdido el útero, pero aquello había sido en una época en que los doctores los extirpaban con tanta frecuencia que parecía que estaban compitiendo por algún premio, así que por aquella pérdida no responsabilizaba a la muerte.
Al perder el útero, a Mavis le salió un bigote que se rasuraba cada mañana antes de abrir el bar. Deambulaba tras la barra con la ayuda de un par de coyunturas de acero inoxidable, ya que la muerte también se había llevado sus caderas, aunque no antes de habérselas ofrecido a un regimiento de vaqueros y albañiles.
Con el paso de los años, la muerte se había llevado tanto de Mavis que cuando le llegara la hora de irse al otro mundo le parecía que iba a ser como meterse poco a poco en una humeante bañera de agua caliente; Mavis no le tenía miedo a nada.
Cuando Robert entró en La Cabeza de la Babosa, Mavis se encontraba detrás de la barra, apoltronada sobre su taburete, fumando un Taryton extra largo mientras supervisaba el bar como la reina lagarta de los pintalabios. Después de unas cuantas caladas de cigarrillo, se untaba una cuantiosa capa de pintalabios de un tono rojo abrasador, atinando en buena parte en la zona donde correspondía. Y cada vez que apagaba uno de sus cigarrillos, sacaba un atomizador de Seducción de Medianoche, el cual guardaba al lado del cenicero, y se perfumaba con un golpe de spray la ranura que dividía sus enormes senos y la parte trasera de los lóbulos. En ocasiones, cuando su pulso se volvía inconsistente como consecuencia de una sobredosis de Bushmill’s, se disparaba un poco de spray directamente en el aparato auditivo, lo que ocasionaba un cortocircuito y que el acto de pedir una copa pareciese una competencia de gritos. Como remedio a este problema, en una ocasión, alguien le regaló unos pendientes hechos de cartón de desodorante ambiental con forma de árbol navideño, garantizándole a Mavis ese olor a coche nuevo. Sin embargo, Mavis insistió en que se pondría Seducción de Medianoche o no se pondría nada, así que los pendientes quedaron colgados en la pared en el sitio de honor, junto a la placa que contenía la lista de ganadores del torneo anual de billar de ocho bolas y del concurso del mejor chili con carne, ambos conocidos por los clientes como el «Festival de la Babosa».
Robert se quedó junto a la entrada mientras los ojos se le acostumbraban a la oscuridad del bar.
—¿Qué te pongo, guapito? —le preguntó Mavis, mientras batía sus pestañas postizas tras los culos de botella enmarcados por falsos diamantes que llevaba por gafas; a Robert le parecía estar viendo a un par de arañas intentando escapar de un frasco.
Manoseó el billete de diez dólares que tenía en el bolsillo y se sentó sobre un taburete.
—Una jarra, por favor.
—¿Problemas?
—¿Se me notan mucho? —preguntó Robert con cierta ironía.
—No mucho, sólo iba a pedirte que cerraras los ojos antes de morir desangrado —dijo Mavis con la risa de una gárgola coqueta, la cual se convirtió enseguida en un ataque de tos.
Le sirvió una jarra de cerveza, se la puso delante y después reemplazó su billete con nueve billetes de uno.
Robert tomó un sorbo largo de cerveza mientras se giraba sobre el taburete para echar un vistazo al resto del bar.
Salvo las luces sobre las mesas de billar, a Mavis le gustaba iluminar el bar con luz tenue; y los ojos de Robert aún estaban intentando ajustarse a ella. De pronto pensó que nunca había visto el suelo del bar, el cual al andar se le pegaba a los zapatos. Salvo el reconocible crujido ocasional de alguna palomita de maíz o de una cascara de cacahuete, el suelo de La Cabeza era un oscuro misterio; y sin importar qué fuese lo que había allí abajo, lo mejor era dejarlo evolucionar sin ser visto y en paz. Se prometió a sí mismo llegar a la puerta antes de desmayarse.
Entrecerró los ojos para mirar hacia las lámparas que alumbraban la mesas de billar. En la mesa del fondo se jugaba una candente partida de ocho bolas. Unos seis clientes regulares se habían acercado a mirar. La sociedad se refería a ellos como el ala dura de los desempleados; Mavis los llamaba los asiduos diurnos. En aquella mesa estaba jugando Slick McCall contra un joven moreno, al que Robert no reconoció. Sin embargo, su cara le parecía familiar y, por alguna extraña razón, en ese momento Robert se dio cuenta de que aquel tío no le caía bien.
—¿Cómo se llama el forastero? —le preguntó Robert a Mavis por encima del hombro. Había algo en su atractivo aqualine que a Robert le repelía, como cuando se muerde un trozo de papel de aluminio con un empaste metálico.
—Carne fresca para Slick —dijo Mavis—. Hará unos quince minutos que llegó y quería jugar apostando. Sus tiros son flojos, si quieres saber mi opinión. Slick está guardando su taco detrás de la barra hasta que aumente el monto de dinero.
Robert observó al flaco Slick McCall moverse alrededor de la mesa y parar para meter una bola de color en la tronera con un taco del bar; no hubo un segundo tiro. Después, se detuvo y se pasó los dedos por su pelo castaño, el cual llevaba peinado con brillantina hacia atrás y dijo:
—Mierda, me acabo de eliminar a mí mismo —Slick tenía ganas de marcha.
Sonó el teléfono y contestó Mavis. «Madriguera de la perversidad, habla la madre superiora. No, aquí no está. Espere un momento», cubrió el auricular y se dirigió hacia Robert.
—¿Has visto a La Brisa?
—¿Quién le llama? —preguntó Robert.
—¿De parte de quién? —preguntó Mavis por el teléfono y después de una pausa volvió a cubrir la bocina—. Es su casero —le dijo a Robert.
—Está de viaje, volverá pronto.
Mavis dio el mensaje y colgó. Unos segundos después, el teléfono volvió a sonar.
Mavis lo cogió: «El jardín del edén, la serpiente al habla». Hubo una pausa. «Quién cree usted que soy, ¿su secretaria?». Pausa. «Está de viaje, volverá pronto. ¿Por qué no corren ustedes un riesgo de tipo social y le llaman a su casa?» Pausa. «Sí, está aquí». Mavis miró de reojo a Robert. «¿Quieres hablar con él? Vale». Y colgó.
—¿Era para La Brisa? —preguntó Robert.
Mavis encendió un Taryton.
—De pronto se ha vuelto famoso —dijo.
—¿Quién era?
—No pregunté; sonaba mexicano; preguntó por ti.
—Mierda —dijo Robert.
Mavis le puso delante otra jarra. Él se giró para ver el juego. Había ganado el forastero; Slick le estaba dando cinco dólares.
—Creo que me has ganado, socio —dijo Slick—. ¿Me vas a dar la oportunidad de recuperar mi dinero?
—Duplicamos la cantidad o no hay juego —respondió el forastero.
—Bien, acepto —Slick metió las monedas en la ranura a un costado de la mesa de billar. Las bolas cayeron en la cestilla y Slick comenzó a colocarlas.
Slick llevaba una camisa de poliéster azul y roja, de lunares con puntas de cuello largas, como las que se llevaban cuando se pasó la moda de la música disco y seguramente cuando Slick se había lavado los dientes por última vez, pensó Robert. Siempre llevaba dibujada en la cara una mueca rota y renegrida, la cual muchos turistas debían recordar de cuando habían entrado a La Cabeza y habían salido desplumados por el impío taco de Slick.
El forastero retrocedió y dio el tiro de salida. Su taco reverberó con el enfermizo sonido de una pifia. La bola blanca salió disparada a través de la mesa, rozando apenas al grupo de bolas y rebotó contra dos esquinas de la banda para después ir en línea recta hacia la tronera de la esquina en la que se encontraba el forastero.
—Perdona, hermano —dijo Slick, mientras le ponía tiza a la punta de su taco y se preparaba para hacer una chiripa.
Al llegar a la tronera de la esquina, la bola blanca paró en seco sobre el borde. Como por reflejo, una de las bolas de un color se salió del grupo y cayó en la tronera contraria con un ruido sordo.
—Coño —irrumpió Slick—, qué estilo inglés más elegante. Pensé que de seguro harías un churro.
—¿Fue una de un solo color la que cayó? —preguntó el forastero.
Mavis se inclinó sobre la barra hacia Robert.
—¿Viste cómo paró esa bola? Debió haber sido de chiripa.
—Tal vez haya un trozo de tiza en la mesa que la detuvo —dijo Robert especulando.
El forastero metió dos bolas más con un estilo asombroso y después logró colocar la bola tres para meterla de un tiro recto. Sin embargo, al tirar, la bola blanca hizo una curva en forma de C y empujó a la bola seis en la esquina contraria.
—¡He dicho la bola tres! —gritó el forastero.
—Ya lo sé —respondió Slick—. Parece que te has fiado demasiado de tu estilo. Tiro yo.
Parecía que el forastero estaba enfadado con alguien pero no con él.
—¿Cómo puedes confundir el seis con un tres, idiota?
—Quién sabe —dijo Slick—, no seas tan exigente contigo mismo, socio; de todas formas me vas ganando por un juego.
Slick le dio a cuatro bolas y después falló un tiro tan evidente que Robert respingó. Normalmente las estrategias de Slick eran más sutiles.
—¡La cinco del lado! —gritó el forastero—. ¿Entiendes? ¡La cinco!
—Entiendo —respondió Slick—. Y lo ha entendido toda esta gente además de la mitad de la que está en la calle. No hace falta que grites, socio. Sólo se trata de un juego amistoso.
El forastero se inclinó sobre la mesa y tiró. La bola blanca serpenteó hacia la bola cinco, luego se dirigió hacia la banda y después cambió de rumbo describiendo una curva hacia la tronera de uno de los lados. Roben, como los demás observadores, se quedó atónito. Era un tiro imposible y sin embargo, todos lo habían visto.
—Mierda —dijo Slick, luego, dirigiéndose a Mavis—: Mavis, ¿cuándo fue la última vez que nivelaste esta mesa?
—Ayer mismo, Slick.
—Pues qué poco le duró. Dame mi taco, Mavis.
Mavis se contorneó hacia el final de la barra y sacó un estuche de piel negra de un metro de largo. Lo manipuló cuidadosamente y se lo presentó a Slick con deferencia; una decrépita Dama del Lago le presentaba una Excalibur de madera dura al mismísimo Arturo. Slick abrió el estuche y atornilló las dos partes del taco sin dejar de mirar al forastero.
Al ver el taco, el forastero se sonrió. Slick le devolvió la sonrisa. El juego estaba definido. Dos buscavidas se reconocían entre ellos bajo un acuerdo tácito: dejémonos de pamplinas y juguemos.
Robert se encontraba tan embebido en observar la tensión que había entre los dos jugadores y en averiguar por qué el forastero le caía tan mal que no se dio cuenta de que alguien se había sentado en el taburete de al lado. Entonces, ella habló.
—¿Cómo estás Robert? —dijo con su voz profunda y algo ronca, mientras le ponía una mano sobre el hombro a Robert y le daba un suave apretujón.
Robert se giró y quedó asombrado ante su apariencia. Ella siempre le causaba el mismo efecto; solía afectar a la mayoría de los hombres de la misma manera.
Llevaba puesto un body de malla negro, con un cinturón ancho de piel en el que había ajustado una multitud de pañuelos de chifón que le bailaban sobre las caderas cuando andaba, como un diáfano fantasma de Salomé. Llevaba ambas muñecas cubiertas de capas de pulseras plateadas; y las largas uñas pintadas de negro. Tenía grandes ojos verdes que, bien separados, enmarcaban una nariz menuda y recta y unos labios carnosos pintados de rojo sangre. Su pelo de color negro azulado le llegaba hasta la cintura y sobre los senos le colgaba de una cadena de plata, un pentagrama plateado.
—Me siento fatal —dijo Robert—. Gracias por su interés, señora Henderson.
—Mis amigos me llaman Raquel.
—Vale, me siento fatal señora Henderson.
Raquel tenía treinta y cinco años, pero podría haber aparentado veinte si no fuera por aquella arrogante sensualidad con la que se movía y la sonrisa burlona que expresaba su mirada, la cual revelaba experiencia, confianza en sí misma y una astucia que superaba a cualquier veinteañera. No era su cuerpo el que traicionaba su edad, sino su forma de proceder. Era capaz de cambiar de hombre como quien se cambia de zapatos.
Hacía años que Robert la conocía, pero su presencia nunca dejaba de despertarle el sentimiento de que su fidelidad matrimonial no era más que una idea absurda. Vista retrospectivamente, tal vez lo era, pero de cualquier forma ella le hacía sentirse inquieto.
—No soy tu enemiga Robert, a pesar de lo que puedas pensar. Hacía tiempo que Jenny estaba pensando en dejarte. Nosotros no tuvimos nada que ver en ello.
—¿Cómo van las cosas en los aquelarres? —preguntó Robert con sarcasmo.
—No se trata de ningún aquelarre. Las Vegetarianas Paganas por la Paz nos dedicamos a la concienciación física y espiritual en torno a la Tierra.
Robert apuró su quinta cerveza y dio un golpe con la jarra sobre la barra.
—Las Vegetarianas Paganas por la Paz son un grupo de mujeres amargadas, mordedoras de pelotas que aborrecen a los hombres y que, además de destruir matrimonios, convierten a los hombres en sapos.
—Eso no es verdad y tú lo sabes.
—Lo que sé es que al año de ingresar en vuestro grupo, todas las mujeres se han separado de su marido. Estuve en contra de que Jenny se metiera en esa historia desde el principio. Le advertí que ibais a lavarle el cerebro y lo habéis hecho.
Raquel retrocedió sobre su asiento como un gato irritado.
—Tú piensa lo que quieras, Roben. Yo les muestro a las mujeres la diosa que llevan dentro. Las pongo en contacto con su poder personal; lo que hagan después con él es cosa suya. Nosotras no estamos en contra de los hombres. Lo que pasa es que los hombres no soportan ver que una mujer se descubra a sí misma. Tal vez si hubieras animado a Jenny a crecer en lugar de criticarla, aún estaría contigo.
Al girarse hacia la barra y ver su reflejo en el espejo que había detrás Robert aborreció la imagen que veía. Aquella mujer tenía razón. Se cubrió la cara con las manos y apoyó los codos sobre la barra.
—Mira, no vine aquí a discutir contigo —dijo Raquel—. Vi tu camioneta aparcada afuera y pensé que tal vez te vendría bien un poco de dinero. Tengo un trabajo para ti que te podría distraer.
—¿Qué? —preguntó Robert entre las manos.
—Este año nosotros organizamos el concurso anual de esculturas en tofu en el parque. Necesitamos a un fotógrafo que tome fotos para el cartel y la publicidad de los periódicos. Sé que estás en bancarrota, Robert.
—No —respondió él sin mirarla.
—Bien, como quieras —dijo Raquel al deslizarse del taburete para irse.
Mavis le sirvió otra jarra a Robert y contó el dinero que le quedaba. «Chachi —dijo—, quedan cuatro dólares a tu nombre».
Robert levantó la cabeza; Raquel casi había llegado a la puerta.
—¡Raquel!
Ella se giró y le esperó; una mano elegante sobre una exquisita cadera.
—Estoy viviendo en la caravana de La Brisa. —Le dio el número de teléfono—. Llámame, ¿vale?
—De acuerdo, Roben, te llamaré —dijo Raquel sonriendo, y se giró para salir.
Robert volvió a llamarla.
—No habrás visto a La Brisa, ¿verdad?
Raquel hizo una mueca.
—Robert, el solo hecho de encontrarme en la misma habitación con él me provoca ganas de ducharme en lejía.
—Venga, es un tío divertido.
—Es un desastre divertido.
—¿Pero lo has visto?
—No.
—Gracias, llámame.
—Vale, lo haré —dijo ella dirigiéndose a la puerta.
Al abrirla, la luz del día dejó a Robert ciego por un momento. Cuando recobró la vista, un hombrecillo con una gorra roja estaba sentado a su lado. No lo había visto entrar.
—¿Podría molestarle por una pequeña cantidad de sal? —le preguntó el hombrecillo a Mavis.
—¿Qué te parecería un cóctel Margarita con mucha sal, guapo? —le propuso Mavis batiendo sus pestañas de araña.
—Sí, eso estará bien, gracias.
Robert le echó un vistazo al hombrecillo y después se giró para seguir viendo el juego de billar, mientras contemplaba su destino.
Tal vez aquel trabajo que le ofrecía Raquel sería su salvación. Aunque le resultaba extraño, pues las cosas aún no habían llegado al peor de sus límites. La idea de que Raquel fuese en realidad su hada madrina disfrazada le hizo sonreír. No, en realidad la caída en espiral hacia la salvación no estaba yendo nada mal. La Brisa había desaparecido; había que pagar el alquiler; había hecho enemistad con un camello mexicano loco y el no recordar dónde había visto antes al forastero de la mesa de billar le estaba desquiciando.
El juego mantenía la tensión. Slick tiraba con una precisión maquinal, y cuando fallaba, el forastero despejaba la mesa con una serie de caprichosos tiros curvados e imposibles mientras la gente observaba boquiabierta y el sudor le chorreaba al nervioso Slick.
Slick McCall había sido el indiscutible rey del juego de ocho bolas en La Cabeza de la Babosa desde a antes de que se llamara así. El bar se había llamado La Cabeza del Lobo durante más de cincuenta años, hasta que Mavis se cansó de las quejas de los ecologistas borrachos que insistían en que los lobos de bosque eran una especie en extinción y que con ese nombre el bar estaba apoyando su aniquilación. Un día Mavis cogió la cabeza de lobo disecada que colgaba sobre la barra y se la dio a una sociedad benéfica. Después le pidió a un pintor del pueblo que le hiciera una gigantesca cabeza de babosa en fibra de vidrio para reemplazarla. Cambió el cartel y esperó a que algún idiota de la Sociedad de Salvación de Cabezas de Babosa apareciera quejándose, pero no sucedió. En los negocios, como en la política, el público siempre está dispuesto a tolerar a un baboso.
Hacía algunos años, Slick y Mavis habían llegado a un acuerdo que los beneficiaba a ambos. Mavis le permitía a Slick ganarse la vida en su mesa de billar a cambio del veinte por ciento de sus ganancias y de no aparecer en el torneo anual de las ocho bolas. Robert había estado yendo a La Cabeza durante siete años y en ese tiempo nunca había visto a Slick inquieto por una partida. Ahora lo estaba.
De vez en cuando, algún turista que había ganado el premio Pene del torneo de Nueve Bolas de Kansas llegaba a La Cabeza sintiéndose el dios omnipotente del fieltro verde y Slick lo devolvía a la Tierra, desinflando su ego con los suaves golpes de su taco hecho a medida, con incrustaciones de marfil. Pero aquella gente jugaba dentro de los límites de las leyes de la física y en cambio el forastero jugaba como si Newton hubiera caído de cabeza al nacer.
Para crédito suyo, Slick estaba jugando siguiendo su estilo metódico de siempre; sin embargo, Robert advirtió que esta vez tenía miedo. Cuando, en la partida en la que se jugaban cien dólares, el forastero coló la bola número ocho, el miedo de Slick se convirtió en rabia y de pronto lanzó su elegante taco por el bar como lo haría un furioso zulú.
—Me cago en la mar, muchacho, no sé cómo lo haces, pero nadie puede jugar así —dijo Slick, quejándose ante la cara del forastero con ambos puños cerrados de rabia contenida colgándole a los costados.
—Con permiso —respondió el forastero. Su aspecto juvenil había desaparecido. Su expresión podía haber tenido mil años y estar tallada en piedra. Mirando a Slick fijamente le dijo—: Se ha terminado el juego. —Para el caso, podía haber afirmado: el agua es un líquido mojado. Era la verdad y aquello iba en serio.
Slick metió la mano en el bolsillo de sus vaqueros para sacar un puñado de billetes arrugados de veinte dólares y los tiró sobre la mesa.
El forastero cogió los billetes y se fue.
Slick recogió su taco y se dispuso a desmontarlo. El grupo de observadores se quedó mudo, permitiendo que Slick recuperara la dignidad.
—Ha sido como una maldita pesadilla —dijo Slick, dirigiéndose a todos.
Aquel comentario golpeó los oídos de Robert como un calcetín lleno de arena. De pronto, recordó dónde había visto al forastero. Recordó el sueño del desierto con una apabullante claridad. Atónito, volvió a su cerveza.
—¿Te apetece un Margarita? —le preguntó Mavis, sosteniendo un bate de béisbol que había sacado de debajo de la barra cuando las cosas se habían calentado en la mesa de billar.
Robert miró el taburete que estaba a su lado. El hombrecillo ya no estaba.
—Cuando vio al tío ese dar el primer tiro, salió de aquí como si tuviese fuego en el culo —comentó Mavis.
Robert cogió el Margarita y se bebió su congelado contenido de un sorbo, lo que le ocasionó un dolor de cabeza instantáneo.
En la calle, Engañifa y Travis se dirigían hacia el taller de mecánica.
—Tal vez deberías de aprender a jugar al billar si vas a conseguir dinero de esa forma.
—Tal vez tú podrías aprender a poner atención cuando digo un número.
—No te oí. No comprendo por qué no robamos el dinero, sencillamente.
—A mí no me gusta robar.
—Pues le robaste al chulo de Los Ángeles.
—Eso no estuvo mal.
—¿Cuál es la diferencia?
—Robar es inmoral.
—¿Y hacer trampas en el billar no lo es?
—Yo no hice trampa, sólo contaba con una injusta ventaja. Él contaba con un taco hecho a medida y yo contaba contigo para que metieras las bolas.
—No entiendo la moralidad.
—¡Cosa nada sorprendente!
—Y no creo que tú la entiendas tampoco.
—Tenemos que recoger el coche.
—Entonces, ¿adonde vamos?
—A ver a un antiguo amigo.
—Eso lo dices cada vez que vamos a algún sitio.
—Éste será el último.
—Claro.
—Calla, la gente nos mira.
—Me estás tomando el pelo. ¿Qué es la moralidad?
—Es la diferencia entre lo que está bien y lo que tú racionalizas.
—Debe tratarse de algo humano.
—Exactamente.