Robert
Robert cargó en la parte trasera de su camión la última canasta de platos. La imagen de un camión lleno de platos limpios no le levantaba el ánimo tanto como había esperado. Todavía estaba deprimido; todavía tenía roto el corazón; y todavía estaba resacoso.
Por un momento pensó que lavar los platos había sido una equivocación, pues el haber creado un claro de limpieza y brillantez, por muy pequeño que fuera, hacía que, por contraste, el resto de su vida pareciera aún más miserable. Tal vez debía haberse dejado llevar por la corriente hacia abajo, como el piloto que, para salir de una barrena incontrolable, baja la palanca de mando.
En el fondo, Robert creía que si las cosas se ponían tan mal como para no vislumbrar esperanza ocurriría algo que no sólo lo salvaría del desastre, sino que además mejoraría su vida de forma general. Se trataba de un tipo de fe retorcida que había adquirido a través de años de ver televisión, en donde ningún problema era tan grave como para no poder ser superado por un mensaje comercial; y también contribuían a esta fe dos importantes acontecimientos de su vida.
En Ohio, su primer trabajo de verano cuando era pequeño fue recoger la basura de las calles en la feria del condado. Aquel trabajo había sido muy divertido durante las dos primeras semanas. Él y los demás chicos del equipo de limpieza solían pasarse días enteros entre las calles de la feria, paseando con unos palos largos que tenían un clavo en una punta. Con él ensartaban papeles y vasos de plástico como si fueran los leones del Serengeti. Les pagaban en efectivo al final de la jornada y al día siguiente se gastaban su sueldo entero en juegos de azar y repetidas subidas en el zipper, que fue donde Robert adquirió el hábito de pagar por sentir náuseas y mareo.
Un día después de que terminara la feria, les pidieron a Robert y los demás chicos que se presentaran temprano en la zona del almacén. Llegaron antes del alba, preguntándose qué harían ahora que los coloridos remolques de circo y los juegos ya no estaban y que las calles se encontraban vacías.
El representante del condado se encontró con ellos fuera de los enormes establos que tenía el recinto, con un camión de carga, una pila de horcas y unas carretillas.
—Limpiad estos establos, chicos, y cargad el camión de estiércol —les dijo; y después se fue, dejando a los chavales sin supervisión alguna.
Robert tan sólo había subido tres horcadas de estiércol cuando los chicos y él tuvieron que salir corriendo del establo en busca de oxígeno, pues el olor a amoníaco les quemaba la nariz y los pulmones.
Intentaron limpiar los establos una y otra vez, pero más fuerte que su voluntad era aquel hedor insoportable. Mientras se encontraban fuera del establo, quejándose y maldiciendo, Robert notó que una figura se erguía entre la niebla de la mañana en el terreno ferial adyacente. Parecía la cabeza de un dragón.
Comenzaba a clarear y los chicos oyeron golpes y ajetreo y también extraños ruidos de animales que provenían de aquel terreno. Contentos por haber encontrado distracción en su desagradable faena, miraron hacia la niebla, intentando vislumbrar qué formas se movían.
Cuando el sol irrumpió sobre los árboles al este del recinto, apareció entre la neblina un hombre contrahecho vestido con un mono de trabajo azul que se dirigía hacia el establo. «¡Eh, chavales!», les gritó. Ellos esperaban recibir un castigo por no estar trabajando. «¿Os gustaría trabajar para el circo?», preguntó aquel hombre.
Los chicos dejaron caer las horcas como si ardieran al rojo vivo y corrieron hacia él. El dragón resultó ser un camello; y los extraños ruidos, el trompeteo de los elefantes. Bajo la neblina, un equipo de hombres desenrollaban lo que sería el techo del circo de Clyde Beatty.
Durante toda la mañana, Robert y los chicos ayudaron a los empleados del circo a juntar los paneles de lona amarilla de la carpa y a armar las gigantescas varillas de aluminio que darían soporte al gran techo.
Era un trabajo pesado y cansado, pero también maravilloso y emocionante. Cuando las varillas de aluminio estaban ya colocadas sobre la lona, la cual estaba sujeta a una polea por medio de unos cables, fueron impulsadas hacia el cielo con la ayuda de un equipo de elefantes. A Robert le pareció que el corazón le estallaría de emoción. Anonadados, los chicos vieron cómo se elevaba el techo como un gran sueño amarillo.
Sólo había sido un día, pero había sido glorioso y Robert lo recordaba con frecuencia; recordaba a los trabajadores, que bebían de una petaca que llevaban en el cinturón y se llamaban entre ellos por el nombre del pueblo o del estado del que provenían: «Kansas, trae para acá ese puntal. Nueva York, nos hace falta un mazo». Robert pensó en la mujer de robustos muslos que caminaba sobre el alambre y volaba en el trapecio. Su abundante maquillaje era grotesco de cerca, pero precioso en la distancia, cuando volaba por el aire sobre la muchedumbre.
Aquel día había sido para él una aventura y un sueño, uno de los mejores de su vida. Pero lo que le sorprendía es que llegara justo en un momento en el que las cosas parecían ser más sombrías, cuando todo se había ido, literalmente, a la mierda.
La siguiente vez en que la vida de Robert iba en picado, se encontraba en Santa Bárbara y su salvación apareció en forma de mujer.
Había llegado a California con todas sus pertenencias en un Volkswagen, determinado a realizar un sueño que, según él, comenzaría en la frontera de California, con música de los Beach Boys y una larga y blanca playa llena de rubias voluptuosas que se morirían por la compañía de un joven fotógrafo de Ohio. Lo que encontró fue soledad y pobreza.
Robert había escogido la prestigiosa escuela de fotografía de Santa Bárbara porque tenía fama de ser la mejor. Como fotógrafo del anuario del instituto se había ganado la reputación de ser uno de los mejores del pueblo; sin embargo, en Santa Bárbara era sólo un adolescente más entre cientos de estudiantes que, en todo caso, estaban más preparados que él.
Consiguió un trabajo en una tienda de ultramarinos, almacenando mercancía desde la medianoche hasta las ocho de la mañana. Tenía que trabajar durante toda la jornada para poder pagar las exorbitantes mensualidades y el alquiler, por lo que no tardó en retrasarse en sus estudios. Dos meses después, se vio obligado a abandonar la escuela para evitar que lo echaran.
Se encontraba en un pueblo extraño, sin amigos y apenas con el dinero suficiente para sobrevivir. Comenzó a beber cerveza por las mañanas en el parking, con sus compañeros de turno. Se iba a casa abotargado y dormía durante el día, hasta el turno siguiente. Con el gasto adicional del alcohol, Robert había tenido que empeñar sus cámaras para pagar el alquiler, y con ellas se había ido su última esperanza de un futuro que fuera más allá de almacenar conservas.
Una mañana, habiendo terminado su turno, su jefe lo mandó llamar a la oficina.
—¿Sabe algo sobre esto? —preguntó el administrador señalando cuatro tarros de mantequilla de cacahuete abiertos que estaban sobre su escritorio—. Fueron devueltos ayer por unos clientes. —Sobre la tersa superficie de la mantequilla de cada tarro estaban inscritas las siguientes palabras: ¡Socorro, atrapado en el infierno del supermercado!
Robert era el encargado de almacenar los envases de vidrio; no merecía la pena negarlo. Había escrito aquellos mensajes una noche después de haberse bebido varias botellas de jarabe para la tos que había robado de los estantes.
—Recoge tu talón el viernes —le ordenó el administrador.
Se retiró cabizbajo; se encontraba sin dinero, desempleado y a mil quinientos kilómetros de casa; un fracasado a los diecinueve años. Conforme se iba de la tienda, una de las cajeras, una bonita pelirroja como de su edad, que llegaba para abrir al público, le detuvo.
—Te llamas Robert, ¿no?
—Sí —respondió.
—Tú eres fotógrafo, ¿verdad?
—Lo era —Robert no tenía ánimos para charlar.
—Pues verás, espero que no te importe, pero una mañana me encontré tu portafolio en el cuarto de descanso y lo miré. Eres muy bueno.
—Ya no me dedico a eso.
—Qué pena, una amiga mía se casa el sábado y necesita un fotógrafo.
—Mira —dijo Robert—, te agradezco el gesto pero me acaban de echar y ahora me voy a casa a emborracharme. Además, tengo las cámaras empeñadas.
La chica le sonrió. Tenía unos ojos azules increíbles.
—Aquí estabas desperdiciando tu talento. ¿Cuánto costaría sacar tus cámaras de la casa de empeño?
Se llamaba Jennifer. Después de pagarle el importe de las cámaras lo colmó de adulaciones y de ánimos. Robert comenzó a ganar dinero trabajando en bodas y bar mitzvahs[2], sin embargo, no le bastaba para pagarse un alquiler. En Santa Bárbara la competencia contaba con demasiados buenos fotógrafos.
Se mudó al pequeño piso de una habitación que tenía Jennifer.
Después de vivir juntos unos meses, se casaron y se fueron a vivir al norte, a Pine Cove, donde Robert encontraría menos competencia para trabajar.
En aquella ocasión Robert había caído una vez más en una época baja de su vida, y una vez más el destino femenino le había proporcionado un milagroso rescate. Las orillas ásperas de la vida de Robert habían sido limadas por el amor y la dedicación de Jennifer. La vida había sido, hasta ese momento, buena con él.
El mundo de Robert se estaba viniendo abajo como el suelo de una trampa y se encontraba en una caída libre y desorientada. Intentar controlar las cosas por medio de planes sólo serviría para retrasar su inevitable rescate. Según su razonamiento, cuanto más pronto tocara fondo más pronto mejoraría su vida.
Cada vez que le había sucedido esto las cosas habían empeorado un poco sólo para mejorar después. Un día llegarían tiempos mejores y todo el tumulto de problemas que acarreaba la vida se iría a paseo; Robert tenía fe en que así sería. Pero para levantarse de las cenizas, primero había que caer y quemarse. Con todo esto en mente, cogió sus últimos diez dólares y se echó a la calle en dirección a La Cabeza de la Babosa.