7

La llegada

Virgil Long retrocedió bajo el capó del Impala, se restregó las manos en el mono que llevaba y se rascó una escasa barba de cuatro días. A Travis le recordó a una comadreja con sarna.

—¿Así que piensas que se trata del radiador? —preguntó Virgil.

—Sí, es el radiador —respondió Travis.

—Puede que le falte el motor entero, no se le oía cuando llegaste y eso no es buena señal. ¿Llevas tarjeta de crédito?

Virgil era único en lo referente a diagnosticar problemas específicos de motor. Cuando trataba con turistas, su estrategia consistía en ir reemplazando las piezas y continuar así hasta que o bien encontraba la avería o alcanzaba el límite de la tarjeta de crédito del cliente, lo que sucediera primero.

—El motor ni siquiera estaba encendido cuando llegué —protestó Travis—, y no tengo tarjeta de crédito. Es el radiador, te lo juro —añadió.

—Verás, chaval —dijo Virgil con la lenta cadencia del acento sureño—, sé que crees saber sobre el tema, pero yo tengo un certificado de la fábrica Ford colgado en la pared y pone ahí que soy maestro mecánico —dijo mientras con un dedo rechoncho señalaba hacia la oficina del taller. Una de las paredes estaba repleta de certificados enmarcados, los cuales rodeaban el póster de una mujer desnuda sentada sobre el capó de un Corvette, puliendo sus partes íntimas con un pañuelo con el fin de vender aceite de coches. Virgil había comprado sus certificados de maestro mecánico en una tienda de New Hampshire: dos por cinco dólares, seis por diez dólares y quince por veinte dólares; él se había llevado el lote de veinte. Aquellos que tenían la paciencia de leerlos se quedaban un poco sorprendidos de que la única estación de servicio y lavacoches de Pine Cove contara con un mecánico de autos de nieve con certificado de la fábrica. En Pine Cove no había nevado nunca.

—Éste es un Chevy —dijo Travis.

—Para ésos también tengo un certificado. Seguramente le harán falta unas anillas nuevas. El radiador es sólo un síntoma, también lo es que tenga los faros rotos. Si sólo se trata el síntoma, la enfermedad empeora.

En una ocasión, Virgil había escuchado esta última frase en un documental médico y le había gustado.

—¿Qué costaría arreglar solamente el radiador?

Virgil miró fijamente las manchas de aceite que había sobre el suelo del taller como si por medio de la interpretación de sus tonalidades o de una técnica mística de adivinación, tal vez de la petrolmancia, fuera a ocurrírsele un precio que no ahuyentara al cliente pero que le pareciera una cifra exorbitante por hora de trabajo.

—Cien dólares —era una cifra de sonoridad redonda.

—Bien —le contestó Travis—, arréglalo. ¿Cuándo estará listo?

Después de consultar otra vez con las manchas de aceite, Virgil alzó la cabeza con una sonrisa de buen chico y dijo:

—¿Qué tal a eso de las doce?

—Vale —respondió Travis—. ¿Hay por aquí un billar y algún sitio donde pueda desayunar?

—Billar, no. Está abierto La Cabeza de la Babosa, que queda en esta misma calle. Ahí tienen un par de mesas.

—¿Y para desayunar?

—Lo único que está abierto en este extremo del pueblo es el H. P., a una calle de Cypress, abajo de La Cabeza. Pero es un café local.

—¿Hay problema para que le sirvan a uno?

—No, pero puede que te sorprenda un poco la carta. Es, bueno, ya lo verás.

Travis dio las gracias al mecánico y comenzó a andar en dirección al H. P. con el demonio siguiéndole escurridizamente a unos pasos. Conforme pasaban al lado de los puestos de autoservicio de lavado de coches, Travis vio a un hombre alto, de unos treinta años, que descargaba de una vieja camioneta pickup Ford unas canastas de plástico de lavandería llenas de platos sucios. Parecía que le estaba costando meter las monedas de veinticinco centavos en la ranura del contador.

Mientras lo observaba, Travis dijo:

—Sabes, Engañifa, creo que en este pueblo debe de haber mucho incesto.

—Seguramente es el único entretenimiento que hay —coincidió Engañifa.

El hombre del autoservicio de lavado había activado la manguera de alta presión y la pasaba de un lado a otro sobre las canastas de platos. A cada pasada de manguera decía: «Nadie vive así, nadie».

Un chaparrón aprovechó que amainaba el viento y cayó sobre Engañifa y Travis.

—Me estoy diluyendo —dijo Engañifa lloriqueando con su mejor tono de brujo malvado.

—Vámonos de aquí —sugirió Travis mientras aceleraba el paso para evitar el siguiente chaparrón—. Tenemos que conseguir cien dólares antes de esta tarde —añadió.

JENNY

En las dos horas que llevaba Jenny Masterson en el café, ya había tirado una bandeja llena de vasos, había confundido las órdenes de tres mesas, había llenado los azucareros con sal y los saleros con azúcar y había vertido café caliente sobre las manos de dos clientes que habían cubierto sus tazas en señal de que ya les había servido bastante. «Un gesto completamente estúpido», pensó Jenny. Lo peor no era que normalmente hiciera su trabajo sin ningún contratiempo, lo peor era que todo el mundo se mostrara tan puñeteramente comprensivo al respecto.

—No te preocupes, cariño, estás pasando por una época difícil.

—Un divorcio nunca es fácil.

Sus lenitivos constaban desde un «es una pena que no pudierais encontrarle una solución a vuestros problemas» a un «pero si es un borracho irresponsable. Estarás mejor sin él».

Llevaba separada de Robert exactamente cuatro días y todos en Pine Cove lo sabían, simplemente no podían pasar de ello. ¿Por qué no la dejaban tranquila sin ofrecerle toda esa empalagosa sarta de consuelos? Era como si llevara bordada en rojo sobre la ropa una gran letra D, que sirviera de invitación para que la gente del pueblo se ciñera a su alrededor como una ameba hambrienta.

Cuando cayó la segunda bandeja de vasos, se quedó inmóvil entre los vidrios rotos intentando recuperar el resuello, pero le fue imposible. Tenía que hacer algo, gritar, llorar o desmayarse; pero se limitó a quedarse así, paralizada, mientras uno de los chicos recogía los trozos.

Sintió dos manos huesudas posarse sobre sus hombros. Después, oyó una voz, que parecía venir de muy lejos, que le hablaba al oído: «Estás pasando un ataque de ansiedad, querida. Ya se te pasará. Relájate, respira profundamente». Sintió cómo aquellas manos la guiaban a través de la cocina hacia la oficina trasera.

—Siéntate y pon la cabeza entre las rodillas.

Dejó que la llevaran hasta una silla. La mente se le puso en blanco y la respiración se le atascaba en la garganta. Una mano le frotaba la espalda.

—Respira, Jennifer. No permitiré que arrastres esta congoja en medio del turno del desayuno.

Un momento después, con la cabeza, ya despejada, alzó la mirada y se encontró con la cara de Howard Phillips, el dueño de H. P., que la miraba desde arriba.

Era un hombre alto y esquelético que siempre vestía un traje negro y botines, de los que se llevaban hacía cien años. Salvo en la depresión de los pómulos, la piel de Howard era tan blanca como la de un gusano de carroña. Roben había dicho una vez que parecía el maestro de ceremonias de un festival de quimioterapia.

Howard había nacido y crecido en Maine; sin embargo, cuando hablaba lo hacía con el deje de un londinense erudito.

—El cambio es una bestia de grandes fauces, querida; esto no quiere decir, sin embargo, que has de hacerle una temerosa reverencia acobardándote entre las ruinas de mi cristalería mientras tienes órdenes pendientes.

—Lo siento Howard; Robert llamó esta mañana y parecía tan desolado que fue de lo más patético.

—Una tragedia, en efecto. Sin embargo, mientras nos encontramos embebidos en nuestro dolor, dos «especiales del chef» perfectamente saludables languidecen bajo las lámparas y se van convirtiendo en gelatinosas invitaciones al botulismo.

Jenny se sintió aliviada de que su jefe, con su críptico encanto, no le demostrara ninguna lástima, sino que la animara a que se espabilara y rehiciera su vida.

—Creo que me siento mejor. Gracias, Howard. —Jenny se puso de pie, se secó las lágrimas con una servilleta de papel que llevaba en el bolsillo de su delantal y se fue a llevar las órdenes.

Howard, que había gastado la ración de compasión que tenía por ese día, se retiró a su oficina para volver a sus libros de administración.

Al volver al comedor, Jenny vio que la mayoría de la gente se había ido; sólo quedaban algunos de los clientes habituales y un joven moreno, al que no conocía, que estaba de pie al lado del cartel de «Espere su turno, gracias». Gracias a Dios, al menos él no preguntaría por Robert y eso sí era un alivio.

No muchos turistas daban con el H. P. Estaba al final de un callejón sin salida que daba a la calle Cypress y quedaba oculto tras una fila de árboles que bordeaban el callejón. Era un edificio de estilo Victoriano remodelado. El cartel que lo anunciaba, sobrio y pequeño, sólo decía «Café». Howard no creía en la publicidad, y a pesar de ser un anglofilo consumado que, además de admirar todo lo inglés creía que en general los ingleses eran superiores a los americanos, su negocio no tenía una falsa decoración inglesa que pudiera atraer a los turistas. El café servía comida sencilla a un precio moderado. A pesar de la excentricidad de Howard, la cual quedaba reflejada en la carta, los habitantes de Pine Cove eran sus clientes asiduos. Después de Casa Brine, carnadas, aparejos y vinos finos, H. P. contaba con la clientela más leal en Pine Cove.

—¿Sección de fumador o de no fumador? —preguntó Jenny al chico.

Ella notó que era guapo, pero no reparó en ello, pues sus años de monogamia la tenían condicionada a no fijarse en esas cosas.

—De no fumador —respondió él.

Jenny le condujo hasta una mesa en la parte trasera del restaurante. Antes de sentarse, él sacó la silla de enfrente como si fuese a descansar en ella los pies.

—¿Esperas a otra persona? —preguntó Jenny al darle la carta. Él la miró como si no la hubiera visto antes; la miró fijamente a los ojos sin decir palabra. Abochornada, Jenny bajó la mirada—. La especialidad del día son los huevos a la sozoz, una voluptuosa y deliciosa amalgama de ricos ingredientes, tan deleitable que su sola descripción puede desquiciar —apuntó.

—¿Estás bromeando?

—No, el dueño nos pide que memoricemos las especialidades del día al pie de la letra.

Él siguió mirándola.

—¿Qué quiere decir todo eso? —preguntó.

—Huevos revueltos con jamón y queso y pan tostado.

—¿Por qué no lo dijiste desde un principio?

—El dueño es algo excéntrico. Él cree que tal vez sean sus platos del día la única razón por la que los antiguos permanecen en Pine Cove.

—¿Los antiguos?

Jenny suspiró. Lo bueno de tener clientes regulares era que no tenía que explicarles las rarezas de la carta. Era evidente que este chico era de fuera. Pero ¿por qué continuaba mirándola fijamente?

—Es su religión o algo así —continuó Jenny—; cree que la Tierra estuvo poblada por otra raza, a los que llama los antiguos. Por alguna razón desaparecieron de la Tierra, pero él cree que están intentando volver para reconquistarla.

—¿Es broma?

—Deja de decir eso, no estoy bromeando.

—Lo siento —respondió Travis y después de echarle un vistazo a la carta añadió—: Bueno, tomaré los huevos a la sozoz y cardos a la locura.

—¿Tomarás café?

—Sí, un café estaría muy bien.

Jenny apuntó la orden y se dirigió hacia la ventanilla de la cocina.

—Perdona —dijo Travis.

Jenny se giró hacia él, a medio camino.

—¿Si?

—Tienes unos ojos increíbles.

—Gracias —respondió ella sintiendo que enrojecía, y se fue a entregar la orden. No se encontraba preparada para eso. Le hacía falta algún tipo de descanso entre estar casada y estar divorciada. ¿Permiso por divorcio? Si había permiso por maternidad ¿por qué no iba a haber por divorcio?

Cuando volvió con el café, Jenny lo miró por primera vez como tal vez lo haría una mujer soltera. En un estilo oscuro y anguloso, lo encontraba guapo. Se veía que era más joven que ella, tal vez de unos veintitrés o veinticuatro años. Ella intentaba adivinar qué clase de profesión podría tener por la ropa que llevaba, cuando tropezó con la silla que él había apartado antes de la mesa, tirando buena parte del café sobre el plato.

—Dios mío, lo siento.

—No pasa nada —respondió Travis—. ¿Has tenido un mal día?

—Y se está poniendo peor por minutos. Te traeré otra taza.

—No —respondió él, levantando una mano en señal de protesta—, no te preocupes.

Le quitó la taza y el plato de las manos, los separó y vertió el café en la taza.

—¿Lo ves? Como nueva. No quiero causarte más problemas en un mal día.

La miraba otra vez.

—No, está bien, quiero decir estoy bien, gracias —apuntó Jenny. Sentía que tenía la gracia de un elefante. Maldijo a Robert por ser el culpable de todo esto. Si no hubiese… no, no era culpa de Robert, había sido ella quien decidió acabar con el matrimonio.

—Me llamo Travis —dijo él extendiendo la mano.

Ella la estrechó tímidamente.

—Jennifer —contestó ella. Estaba a punto de decirle que era casada pero que él le parecía muy simpático—. No estoy casada —dijo de pronto. Inmediatamente le dieron ganas de irse a la cocina y no volver más.

—Yo tampoco —dijo Travis—, y además, no soy de aquí. —Él no parecía reparar en lo torpe que era ella—. Verás, Jennifer, estoy buscando una dirección y tal vez tú me puedas ayudar a encontrarla. ¿Sabes cómo se llega a la calle Cheshire?

Jenny se sentía aliviada por hablar sobre cualquier cosa que no fuera sobre sí misma. Comenzó a darle a Travis una lista de calles, vueltas y carteles que lo conducirían a la calle Cheshire, pero al terminar se dio cuenta de que él la miraba inquisitivamente.

—Te dibujaré un plano —apuntó Jenny. Sacó un bolígrafo del bolsillo de su delantal e inclinada sobre la mesa se puso a dibujarlo sobre una servilleta.

Sus caras se encontraban sólo a unos cuantos centímetros de distancia.

—Eres muy guapa —dijo Travis.

Ella le miró. No sabía si sonreír o gritar. «Todavía no —pensó—, no estoy lista». Él no esperó a que contestara.

—Me recuerdas a alguien que conocí.

—Gracias… —intentó recordar su nombre—, Travis.

—¿Cenamos juntos esta noche?

Ella buscó una excusa para rechazarle, pero no se le ocurrió ninguna. No podía utilizar la que había usado durante una década, pues ya no era verdad. Tampoco había estado sola lo bastante como para inventarse otras excusas. De hecho, sentía que de alguna manera le estaba siendo infiel a Robert sólo por hablar con aquel tipo. Pero era una mujer soltera. Por fin se decidió a escribir su número de teléfono bajo el plano de la servilleta y se lo dio.

—Mi teléfono está debajo. ¿Por qué no me llamas esta tarde a eso de las cinco y lo hablamos? ¿De acuerdo?

Travis dobló la servilleta y se la guardó en el bolsillo de la camisa.

—Hasta esta noche —le dijo.

—¡Oh, ahorradme esto! —exclamó una voz grave.

Jenny se giró hacia ella pero no había más que una silla vacía.

—¿Oíste eso? —le preguntó a Travis.

—¿Qué? —preguntó él mirando hacia la silla.

—Nada, creo que necesito un descanso —comentó Jenny.

—Relájate, no muerdo —dijo él, mirando de reojo a la silla.

—Tu plato ya está, ahora vuelvo.

Recogió el plato de la ventanilla y se lo llevó a la mesa. Mientras el joven moreno comía, ella, detrás del mostrador, separaba los filtros de la cafetera para el turno siguiente, mirándolo de reojo de vez en cuando con una sonrisa que, entre bocados, él le devolvía.

Ella se encontraba bien, perfectamente bien. Era una mujer soltera y podía hacer lo que le diera la maldita gana. Podía salir con quien quisiera; era joven y atractiva y acababa de ligar, más o menos, por primera vez en diez años.

Sus miedos salían huyendo como una bandada de cuervos ante la confianza que iba adquiriendo en sí misma. De pronto, pensó en que no tenía la menor idea de qué ponerse; y con ello la libertad de la soltería se convirtió enseguida en una carga, una bendición contrariada, un herpes en el anillo papal. Tal vez no cogería el teléfono cuando la llamara.

Travis terminó de comer y pagó su cuenta, dejando una cuantiosa propina.

—Nos veremos esta noche —le dijo a Jenny al irse.

—De acuerdo —respondió ella con una sonrisa.

Ella lo observó mientras cruzaba el parking. Parecía estar hablando con alguien mientras andaba; probablemente estaba cantando. Los hombres suelen hacer esas cosas cuando han ligado, ¿no? ¿O se trataría tal vez de un sonado?

Por enésima vez aquella mañana se resistió a llamar a Roben; para decirle que volviera a casa.