Augustus Brine
Era un hombre viejo que solía pescar en las playas de Pine Cove; y que ahora llevaba ochenta y cuatro días sin pescar ni un pez. Esto, sin embargo, no tenía mayor trascendencia, porque era el dueño de la tienda de artículos en general del pueblo, negocio que le permitía darse una vida lo bastante acomodada como para complacerse en sus dos pasiones: la pesca y beber vinos californianos.
A pesar de que Augustus Brine fuera viejo, era aún fuerte y vital. Un hombre peligroso en una pelea, aunque no había tenido mucha ocasión de demostrarlo en treinta años (salvo en las pocas ocasiones en que cogía a un adolescente por el cuello y lo arrastraba al almacén para sermonearle acerca de los méritos del trabajar duro y de la insensatez de robar de la «Casa Brine. Carnadas, aparejos y vinos finos»). Y aunque con la edad se le notaba el cansancio, su mente aún se mantenía alerta y ágil. Por la noche se le podía encontrar tendido sobre una silla de cuero, tostando sus pies descalzos al calor de las brasas mientras leía a Aristóteles, a Lao-Tsé o a Joyce.
Vivía en una colina que dominaba el Pacífico, en una pequeña casa de madera que había diseñado y construido él mismo, de manera que, aunque viviera solo, no se sentía solitario por el paisaje que le rodeaba. Durante el día, sus ventanales y claraboyas la inundaban de luz, e incluso en los días nublados y lúgubres cada esquina de la casa estaba iluminada. Por las noches, tres chimeneas de piedra, cada una de las cuales abarcaba una pared entera de la sala, del dormitorio y del estudio, calentaban la casa, ofreciéndole un cálido ambiente anaranjado mientras iban quemando trozo tras trozo de los robles y eucaliptos que él mismo había talado y cortado.
Aunque rara vez pensaba en su propia muerte, cuando lo hacía, Augustus Brine tenía la certeza de que moriría en aquella casa. La había construido de un solo piso y con puertas y pasillos anchos, para que si alguna vez se encontrara inhabilitado en una silla de ruedas pudiera continuar siendo autosuficiente, hasta el día en que se tomara la píldora negra de la muerte que le mandaría la Sociedad Hemlock.
Mantenía la casa limpia y ordenada, no tanto porque fuera ordenado, pues Brine creía que el caos era el orden natural del mundo, sino por facilitarle las cosas a la mujer que le hacía la limpieza, la cual venía una vez por semana a sacudir y a quitar las cenizas de las chimeneas. Por otra parte, también le preocupaba adquirir la fama de ser un desordenado, pues sabía lo propensa que es la gente a juzgar a un hombre por un solo aspecto de su carácter; y además, Augustus Brine también era susceptible, en cierto grado, a la vanidad.
A pesar de lo inútil que le parecía procurar el orden en un universo que era fundamentalmente caótico, Brine llevaba una vida muy ordenada; esta paradoja de su carácter solía, hacerle gracia cuando reparaba en ella. Se levantaba todas las mañanas a las cinco, disfrutaba de una ducha de media hora, se vestía y desayunaba seis huevos y media barra de pan integral, con mucha mantequilla. (El colesterol era un mal demasiado silencioso y solapado para parecerle peligroso y Brine había decidido hacía tiempo que hasta que el colesterol tomara consistencia y le atacara abiertamente él lo desdeñaría por completo).
Después de desayunar, Brine encendía su primera pipa de meerschaum del día, se metía en su camioneta y se iba al pueblo a abrir el negocio.
Durante las dos primeras horas de la mañana resoplaba por la tienda como una gran locomotora de barba blanca, mientras iba preparando café, vendiendo pastas, intercambiando comentarios con los viejos que entraban a saludarlo cada mañana y preparando la tienda para que, con la ayuda de algunos dependientes, comenzara a funcionar a toda marcha hasta la medianoche. A las ocho de la mañana llegaba el empleado que se ocuparía de la caja mientras Brine hacía los pedidos de lo que llamaba las necesidades epicúreas: pastitas, quesos y cervezas importados, tabaco para pipa y cigarrillos, pasta hecha en casa, salsas, pan recién horneado, cafés especiales y vinos californianos. Como Epicuro, Brine creía que una buena vida era aquella que cultivaba los placeres sencillos con moderación. Años atrás, cuando trabajaba como vigilante en un burdel, Brine había observado repetidas veces que los hombres deprimidos y enfadados se volvían dóciles y felices después de unos cuantos minutos de placer. Fue entonces cuando se prometió a sí mismo abrir un burdel algún día; pero cuando se puso en venta la desvencijada tienda del pueblo con sus dos bombas de gasolina, se olvidó de su sueño y la compró, conformándose con ofrecer al público placeres de otro tipo. No obstante, de vez en cuando su mente albergaba la molesta sospecha de haber desoído la llamada de una verdadera vocación como Madame.
Cada día, después de haber hecho los pedidos, Brine cogía una botella de vino tinto de los estantes y la metía en una canasta con un poco de pan, queso y carnada, y se iba a la playa. El resto de la jornada lo pasaba sentado en una silla de lona bebiendo vino y fumando su pipa, mientras esperaba que se curvara su larga caña con un tirón.
La mayoría de las veces, Brine lograba que su mente permaneciera tan clara como el agua. Sin tener ninguna preocupación ni pensamiento y manteniéndose en un estado entre la consciencia y la inconsciencia, se convertía en uno con todo lo que le rodeaba: el estado zen llamado mushin o de la no mente. Había llegado al zen después del hecho; habiendo reconocido en los escritos de Watts y de Suzuki un estado al que había llegado no con la ayuda de la disciplina, sino simplemente sentándose en la playa y mirando hacia el cielo vacío, mientras adoptaba un estado también de vacío. El zen era su religión, que le brindaba paz y alegría.
Aquella mañana, sin embargo, a Brine le estaba costando mantener la mente clara. Se sentía intrigado por la visita del hombrecillo árabe a la tienda. Brine no hablaba una palabra de árabe, y sin embargo, había comprendido todo lo que el hombrecillo había dicho. Él sí había visto arabescos en el aire con aquellos insultos y también había visto cómo le brillaban los ojos hasta ponérseles blancos de rabia.
Fumaba, con la sirena de meerschaum que estaba tallada en su pipa colocada de forma que el dedo índice quedaba entre sus senos, e intentaba encontrarle significado a una situación que había sucedido fuera del contexto de su realidad. Sabía que si había de aceptar el fluir de aquella experiencia, sólo podía ser con la mente vacía. Pero la verdad era que en aquel momento tenía más probabilidades de comprar pan bajo la luz de luna que de alcanzar la tranquilidad zen. Aquello le intrigaba.
—Es un verdadero misterio, ¿no le parece? —preguntó una voz.
Pasmado, Brine miró a su alrededor. Como a un metro de él, estaba parado el hombrecillo árabe, bebiendo de un gran vaso de poliuretano. Su gorra, húmeda por el rocío, le centelleaba.
—Perdone —dijo Brine—, no le vi llegar.
—Es un verdadero misterio, ¿no le parece?, la forma en que esta absurda figura parece salir de ninguna parte. Debe de estar usted anonadado; ¿paralizado de miedo tal vez?
Brine miró al ajado hombrecillo de traje de franela arrugado y ridícula gorra.
—Muy cerca de encontrarme paralizado —le contestó—. Me llamo Augustus Brine —añadió, extendiéndole la mano.
—¿No teme usted que al tocarme estalle de pronto en llamas?
—¿Existe ese peligro?
—No, pero ya sabe lo supersticiosos que son los pescadores. Tal vez tema convertirse en sapo. Esconde usted bien su miedo, Augustus Brine.
Brine sonrió. Estaba asombrado y a la vez todo esto le hacía gracia; no había pensado siquiera en tener miedo.
El árabe apuró su vaso y lo sumió en la resaca para rellenarlo.
—Por favor, llámeme Gus —dijo Brine—. Y usted, ¿cómo se llama?
—Yo soy Gian Hen Gian, rey de los yinn, señor del Mundo Inferior. No tiemble. No voy a hacerle daño.
—No tiemblo. Será mejor que tenga cuidado con el agua del mar, sienta fatal a la presión sanguínea.
—No se tire de rodillas; no es necesario que se postre ante mi grandeza. Estoy aquí para servirle.
—Muchas gracias, me siento honrado —respondió Brine. A pesar de los extraños acontecimientos en la tienda, le estaba costando tomar en serio a aquel petulante hombrecillo. Era evidente que el árabe era un Napoleón de geriátrico. Había visto a cientos de ellos viviendo en castillos de cartón y festejándose en los basureros por todo Estados Unidos, sólo que éste contaba con credenciales: cuando se enfadaba, se veían arabescos azules por el aire.
—Me alegra que no tenga miedo, Augustus Brine. Un mal terrible está al caer. Tendrá que valerse de su valentía. El que no haya perdido el juicio al encontrarse en presencia del gran Gian Hen Gian es una buena señal. Mi grandeza es, en ocasiones, demasiada para hombres más débiles.
—¿Le apetece un poco de vino? —preguntó Brine, acercándole la botella de Cabernet que había traído de la tienda.
—No, es esto lo que me quita la sed —dijo remolineando el vaso de agua de mar—, desde la época en que no podía beber otra cosa.
—Como quiera —comentó Brine, y bebió de la botella.
—Hay poco tiempo, Augustus Brine, y lo que estoy por decirle puede dejar abatida su pequeña mente. Prepárese, por favor.
—Mi pequeña mente aguanta cualquier cosa, oh rey. Pero primero, dígame, ¿es verdad que esta mañana le oí maldecir entre azules arabescos?
—Un pequeño arrebato, nada, en realidad. ¿Hubiera preferido que convirtiera al torpe bobalicón aquel en una serpiente que por siempre se mordiera la cola?
—No, los insultos bastaron. Aunque en el caso de Vance puede que lo de la serpiente hubiese sido una mejora. Pero sus insultos eran en árabe, ¿verdad?
—Una lengua que me gusta por su musicalidad.
—Pero yo no lo hablo y sin embargo entendí lo que decía. ¿No es verdad que dijo «que Hacienda se entere de que usted deduce sus ovejas domésticas como gasto en diversiones…»?
—Enfadado, puedo ser de lo más imaginativo y colorido —dijo el árabe con una radiante y orgullosa sonrisa. Tenía los dientes en punta, con los bordes aserrados como los de un tiburón—. Tú eres el escogido, Augustus Brine.
—¿Por qué yo? —De alguna manera Brine había dejado de lado su incredulidad y no veía lo absurda que era aquella situación. Si no existía un orden en el universo, ¿entonces por qué iba a resultar incoherente el estar sentado en la playa hablando con un enano árabe que dice ser el rey de los yinn, dondequiera que quede ese endiablado lugar? Curiosamente, a Brine le consolaba el hecho de que aquella experiencia invalidara todas las teorías que había llegado a elaborar con respecto a la naturaleza del mundo. Había llegado al zen de la ignorancia, a la iluminación del absurdo.
Gian Hen Gian rió.
—Te he escogido a ti porque eres un pescador que no pesca. He tenido afinidad con ese tipo de hombre desde que me pescaron en el mar hace mil anos y me liberaron del frasco de Salomón. Uno se queda realmente entumecido después de pasar siglos en un frasco.
—Y bastante arrugado, diría yo —apuntó Brine.
Gian Hen Gian desdeñó su comentario.
—Te encontré aquí, Augustus Brine, escuchando el sonido del universo y sosteniendo en tu corazón una chispa de esperanza, como cualquier pescador; pero ya te habías resignado a la desilusión. No tienes amor, ni fe, ni propósito. Tú serás mi instrumento y a cambio obtendrás las cosas que te falten.
Brine quiso protestar por el juicio del árabe sobre él, pero se dio cuenta de que era verdad. Había sido iluminado durante exactamente quince minutos y ya se encontraba de vuelta en el camino del deseo y del karma. Una depresión posiluminatoria, pensó.