Robert
A pesar de que Robert Masterson se había bebido cuatro litros de vino, casi toda la cerveza de la canastilla de cinco litros de Coors y medio litro de tequila, le volvía el mismo sueño:
Un desierto. Una bestia grande, resplandeciente y arenosa. El Sahara. Se encuentra desnudo y atado a una silla con alambre de púas. Delante de él hay una cama con dosel cubierta de satén negro. Bajo la fresca sombra del pabellón, su mujer, Jennifer, está haciéndole el amor a un extraño: es un hombre de pelo negro, joven y musculoso. Las lágrimas que le resbalan por las mejillas a Robert se cristalizan en sal. No puede cerrar los ojos ni alejarse. Intenta gritar pero cada vez aparece un monstruo agazapado y reptilesco del tamaño de un chimpancé que le embute una galleta salada en la boca. Tanto el calor como el dolor que tiene en el pecho le parecen insoportables. Los amantes ignoran su sufrimiento. Con el giro de un palito, el pequeño hombre reptilesco aprieta el alambre de púas que envuelve su pecho. A cada quejido, el alambre le corta más profundamente. Aún abrazados, los amantes se giran hacia él en cámara lenta. Le saludan con la mano, un amplio saludo de película, sonrisas de postal. Saludos desde el corazón de la angustia.
Ya despierto, el dolor de pecho en el sueno ha sido reemplazado por un auténtico dolor de cabeza. El enemigo es la luz. Está ahí fuera, esperando a que abras los ojos. No, de ninguna manera.
Sed. Enfrentad la luz para saciar la sed; no hay remedio.
Abrió los ojos a una luz débil y reconciliadora. Debe hacer un día nublado. Miró a su alrededor; almohadas, ceniceros repletos de colillas, botellas de vino vacías, una silla, un calendario del año equivocado con la foto de un surfista que navega sobre una gran ola, cajas de pizza. Aquélla no era su casa. Él no vivía así. Los humanos no viven así.
Se encontraba sobre un sofá ajeno. Pero ¿dónde?
Se sentó y con vértigo esperó que su cerebro volviera a colocársele en la cabeza; lo que hizo con un impacto vengador. Ah, sí, ya sabía dónde estaba. Se encontraba en Resaca, Resaca, California. Pine Cove, donde su mujer lo había echado de casa. Corazón Roto, California.
Jenny, llama a Jenny. Dile que los humanos no viven así. Nadie vive así. Salvo La Brisa; estaba en la caravana de La Brisa.
Miró a su alrededor en busca de agua. Ahí, al final del sofá, como a unos veinte kilómetros, estaba la cocina; y en la cocina había agua.
Desnudo, bajó del sofá a gatas y se arrastró por el suelo de la cocina hasta el fregadero, donde se puso de pie. El grifo había desaparecido, o tal vez estaba enterrado bajo una pila de platos sucios. Metió la mano por un orificio, buscando el grifo cautelosamente como el buceador que en una cueva submarina va en busca de una morena. Algunos platos resbalaron y se estrellaron sobre el suelo. Al mirar los trozos de vajilla diseminados alrededor de sus rodillas, de pronto vislumbró el espejismo de una botella de Coors. Logró caer en dirección al espejismo y, al desplomarse, su mano pegó sobre la boca de la botella. Era real. La salvación: un brebaje en el desierto, en práctico envase no retornable.
Apenas acababa de comenzar a beber cuando ya se le había llenado de espuma la boca, la garganta, las vías respiratorias, la cavidad aural y el vello del pecho.
—Usa un vaso —diría Jenny—, ¿acaso eres un animal? —Debía llamar a Jenny y disculparse tan pronto como se le quitara la sed.
Primeramente, un vaso. Había platos sucios sobre cada superficie horizontal de la cocina: sobre el mostrador, la mesa, la cocina y sobre el refrigerador. Incluso el horno estaba repleto de platos sucios. Nadie vive así. Entre la miasma, vislumbró un vaso. El santo cáliz. Lo cogió y lo llenó de cerveza. Islotes de moho flotaban sobre la espuma que se iba asentando. Tiró el vaso en el horno y cerró de golpe su puerta, antes de que le cayera una avalancha.
¡Si hubiera un vaso limpio! Miró en el mueble en el que alguna vez se había guardado la vajilla. Un solo plato hondo le devolvió la mirada. Desde el fondo del plato, Pedro Picapiedra lo felicitó: «¡Buen chico! ¡Tienes buen apetito!». Después de llenar el plato de cerveza, Robert se sentó en el suelo, a bebérsela con las piernas cruzadas en un mar de platos rotos. Pedro Picapiedra le felicitó tres veces antes de que se le pasara la sed. El bueno de Pedro; es un santo. San Pedro de la Cantera.
«Pedro, ¿cómo pudo ella hacerme esto? Nadie vive así».
«¡Buen chico! Tienes buen apetito», repitió Pedro.
—Llama a Jenny —dijo Robert, recordándoselo a sí mismo. Se levantó y dando traspiés a través de aquella pocilga se dirigió hacia el teléfono. De pronto le inundó una oleada de náuseas que le hizo rebotar de vuelta por el estrecho pasillo de la caravana hasta caer en el lavabo, donde basqueó sobre el inodoro hasta quedarse dormido. A esto, La Brisa, lo llamaba «hablar con Ralph por el gran teléfono blanco». Esta no había sido una llamada de cobro revertido.
Cinco minutos después, volvió en sí y dio con el teléfono. Acertar con los números parecía requerir un esfuerzo sobrehumano. ¿Por qué no se estaban quietos? Por fin lo logró y alguien contestó a la primera.
—Jenny, cariño. Lo siento, yo…
«Gracias por llamar a “Pizza sobre ruedas”. Abrimos a las once de la mañana y las entregas comienzan a las cuatro de la tarde. ¿Por qué cocinar cuando…?»
Robert colgó. Había marcado un número escrito en la pegatina de números de emergencia que había sobre el teléfono en vez del de su casa. Una vez más, persiguió los números, esta vez clavándolos uno por uno. Era como el tiro al plato, había que guiar un poco su curso.
—Diga —contestó Jenny con voz de sueño.
—Cariño, lo siento, nunca lo volveré a hacer. ¿Puedo volver a casa?
—¿Robert? ¿Qué hora es?
Él lo pensó un momento y se aventuró a preguntar:
—¿Las doce?
—Son las cinco de la mañana Robert. Me acosté hace una hora, Robert. Los perros del barrio ladraron durante toda la noche. Esto es demasiado. Adiós, Robert.
—Pero Jenny, ¿cómo pudiste hacerlo? A ti ni siquiera te gusta el desierto y sabes cómo odio las galletas saladas.
—Estás borracho Robert.
—¿Quién es ese tío, Jenny? ¿Qué tiene él que no tenga yo?
—No hay ningún tío. Te lo dije ayer, sólo que ya no puedo vivir contigo. Creo que ya no te quiero.
—¿A quién quieres? ¿Quién es?
—Soy yo misma, Robert. Lo hago por mi bien. Ahora voy a colgar por mi bien. Dime adiós para no sentir que te estoy colgando.
—Pero Jenny…
—Se acabó, Robert. Vive tu vida. Voy a colgar, adiós.
—Pero…
Colgó. «Nadie vive así», le dijo Robert al zumbido del teléfono.
«Vive tu vida». Vale, buen plan. Iba a limpiar aquel lugar y a limpiar su vida. Nunca más volvería a beber. Las cosas iban a cambiar y ella pronto recordaría el gran tipo que era. Pero primero tenía que ir al lavabo y contestar a una llamada urgente de Ralph.
La alarma de humos chillaba como una oveja torturada. Robert, que estaba otra vez tumbado sobre el sofá, se puso un cojín sobre la cara y se preguntó cómo era que La Brisa no tenía un interruptor. Luego comenzaron los golpes. Era el timbre de la puerta y no la alarma de humos.
—¡Brisa, abre la puerta! —gritó Robert a través del cojín.
Los golpes continuaban. Bajó del sofá a gatas y fue sorteando la basura hasta la puerta.
—Un momento, hombre, ya voy. —Empujó la puerta hacia fuera y pilló al hombre que tocaba con el puño listo para otra sesión de golpes. Era un hispano de facciones angulosas que llevaba un traje de seda cruda. El engominado pelo lo llevaba peinado hacia atrás y amarrado en una coleta con una cinta de seda negra. Desde allí Robert veía un BMW modelo barco estacionado en la entrada.
—Joder, los testigos de Jehová deben ganar bastante —apuntó Robert.
Al hispano no le hizo gracia.
—Necesito hablar con La Brisa.
En ese momento Robert se dio cuenta de que estaba desnudo, así que cogió del suelo una botella vacía de vino de cuatro litros y se cubrió sus partes.
—Pasa —dijo Robert, retirándose de la entrada—. Veré si está despierto.
El hispano entró. Robert se dirigió a tropezones por el pasillo hacia la habitación de La Brisa. Tocó la puerta. «Brisa, está aquí una buena suma de dinero que te quiere ver». No hubo respuesta. Abrió la puerta y entró a buscarlo entre pilas de mantas, sábanas, almohadas, latas de cerveza y botellas de vino, pero no estaba.
De regreso a la sala, Robert cogió una toalla enmohecida del lavabo y se la lió en la cintura. El hispano estaba de pie en un pequeño claro, observando atentamente lo que le rodeaba con expresión de asco. A Robert le pareció que estaba intentando levitar para evitar que sus zapatos italianos tuvieran contacto con la suciedad del suelo.
—No está —dijo Robert.
—¿Cómo podéis vivir así? —preguntó el hispano. No se le notaba ningún acento—. Esto es infrahumano, tío.
—¿Te ha mandado mi madre?
El hispano no hizo caso de la pregunta.
—¿Dónde está La Brisa? Teníamos una cita para esta mañana. —Puso un claro énfasis en la palabra cita, por lo que Robert comprendió enseguida. La Brisa había insinuado que tenía algo grande entre manos. El tipo debía de ser el comprador. Los trajes de seda y los BMW no eran el tipo de atavío que acostumbraba a llevar la clientela de La Brisa.
—Se fue anoche, no sé adonde. Podrías mirar en La Cabeza de la Babosa.
—¿La Cabeza de la Babosa?
—Bar La Cabeza de la Babosa, en la calle Cypress. A veces va allí.
El hispano se dirigió hacia la puerta sorteando la basura de puntillas y al llegar al escalón hizo una pausa.
—Dile que lo estoy buscando, que me llame; que ésta no es la manera en que suelo hacer mis negocios.
A Robert no le gustó el tono imperativo que empleó el hispano. Así que imitando el deje servil de un mayordomo inglés le respondió:
—¿Y quién debo decir que lo ha buscado, señor?
—No me jodas, cabrón. Esto es un negocio.
Robert respiró profundamente y suspiró.
—Mira, Pancho, me encuentro resacoso, me acaba de echar mi mujer y mi vida no vale una mierda. Así que si quieres darme un recado, más vale que me digas quién coño eres. ¿O es que quieres que le diga a La Brisa que busque a un mexicano con un mocasín de Gucci metido en el culo? ¿Me explico, pachuco?
El hispano se giró sobre el escalón y se metió una mano en la chaqueta. Robert sintió que un flujo de adrenalina le corría por todo el cuerpo y asió la toalla con más fuerza. «Venga —pensó—, tú sácame una pistola y te saco los ojos con esta toalla». De pronto se sintió extremadamente desprotegido.
Con la mano todavía en la chaqueta, el hispano le preguntó:
—¿Y tú quién eres?
—Soy el decorador de La Brisa. Pensamos remodelar toda la caravana en un estilo expresionista abstracto —le respondió Robert, preguntándose si en realidad no estaba buscando que le dieran un tiro.
—Pues bien, tío sabiondo, cuando aparezca La Brisa dile que llame a Rivera. Y también que cuando acabemos con este negocio su decorador será mío. ¿Me entiendes?
Robert asintió débilmente con la cabeza.
—Adiós, carne de perro. —Rivera dio media vuelta y se dirigió hacia el BMW.
Después de cerrar la puerta, Robert se apoyó contra ella mientras intentaba recuperar el aliento. La Brisa se iba a cabrear cuando se enterara de lo que había pasado. Pero el miedo de Robert se convirtió rápidamente en autoaborrecimiento. Tal vez Jenny tuviera razón; tal vez era incapaz de mantener una relación con nadie. Era débil y no valía nada, además de estar deshidratado.
Miró a su alrededor buscando qué beber cuando recordó vagamente haber hecho lo mismo anteriormente. ¿Deja vu?
«Nadie vive así». Por Dios que esto iba a cambiar. En cuanto encontrara su ropa lo iba a cambiar.
RIVERA
El sargento detective Alfonso Rivera del departamento del sheriff del condado de San Junípero maldecía desde el asiento del conductor de un BMW alquilado: «¡Mierda, mierda y doble mierda!». De pronto, recordó que llevaba un transmisor en el pecho. «Bien, vaqueros, aquí no está. Debí habérmelo imaginado, la furgoneta lleva una semana desaparecida. Olvidemos este asunto».
En la distancia se oyó encenderse motores de coche. Segundos después pasaron por ahí dos Plymouth beige, cuyos conductores desdeñaron sospechosamente al BMW.
¿Dónde estaba el fallo? Tres meses preparándolo todo. Le había costado lo suyo convencer al capitán de que Charles L. Belew, alias La Brisa, era el mejor conducto para introducirse en el negocio de los agricultores del Big Sur.
—Ha caído un par de veces por cocaína; si lo cogemos como traficante, lo soltará todo, salvo su receta de cocina preferida, con tal de mantenerse fuera de Soledad.
—Es caza menor —había dicho el capitán.
—Sí, pero conoce a todo el mundo y tiene hambre. En todo caso, porque sabe que es caza menor no piensa que nos molestaríamos por él.
El capitán había cedido finalmente y todo había sido planeado. Ahora Rivera se imaginaba al capitán diciéndole: «Rivera, si ha podido contigo un drogadicto perdedor como Belew, tal vez deberíamos volver a ponerte el uniforme; así, tu notoriedad nos sería ventajosa. Tal vez debamos trasladarte a relaciones públicas o a reclutamiento».
El culo de Rivera peligraba más que el del borracho idiota de la caravana. Además, ¿quién era? Por lo que se sabía, La Brisa vivía solo. Pero aquel tío parecía saber algo; si no, ¿por qué iba a hacer a Rivera pasar un mal rato? Tal vez esto colara en el caso del borracho. Un pensamiento desesperado; un tiro por aproximación.
Rivera memorizó el número de matrícula de la vieja camioneta Ford que estaba aparcada en la entrada de la caravana. Cuando volviera a la oficina, lo pasaría por el ordenador. Tal vez aún podía convencer al capitán de que había dado con algo; y tal vez era verdad. Pero por otro lado, tal vez ya podía irse a freír espárragos.
Rivera estaba sentado en el departamento de archivos bebiéndose un café mientras veía un vídeo. Después de pasar el número de matrícula por el ordenador, se había enterado de que el camión pertenecía a un tal Robert Masterson, de veintinueve años de edad, nacido en Ohio y casado con Jennifer Masterson, también de veintinueve años. Su único antecedente era una multa por conducir borracho hacía dos años.
El vídeo consistía en una relación de las pruebas de alcoholemia que le habían hecho a Masterson. Hacía varios años que el departamento había comenzado a grabar en vídeo todas las pruebas de alcoholemia que se llevaban a cabo, con el fin de evitar las estrategias jurídicas de defensa basadas en supuestos errores de procedimiento por parte de los agentes durante la prueba.
Sobre el monitor aparecía Robert W. Masterson muy borracho (1,80 metros, 90 kilos, ojos verdes, pelo marrón), balbuceando tonterías ante dos agentes uniformados.
«Trabajamos por un propósito común. Ustedes sirven al estado con sus cuerpos y sus mentes. Yo sirvo al estado oponiéndome a él. El beber es un acto de desobediencia civil. Yo bebo en contra del hambre en el mundo; bebo en contra de la infiltración de Estados Unidos en Centroamérica; bebo en contra de la energía nuclear; bebo…»
Conforme veía el vídeo, se apoderó de Rivera la sensación de estar condenado. A no ser que reapareciera La Brisa, su carrera estaba en manos de un impresentable, de un ebrio, idiota redomado. Se preguntaba cómo sería la vida de un guardia de seguridad de banco.
En la pantalla se veía cómo ambos policías dejaban de observar al prisionero para mirar hacia la puerta del cuarto de pruebas. La cámara estaba montada en la esquina de la habitación y estaba equipada con una lente gran angular para cubrir cualquier cosa que ocurriera sin tener que reajustarla. Un pequeño hombre de aspecto árabe con una gorra roja de malla había entrado por la puerta y los agentes estaban diciéndole que se había equivocado de oficina y que por favor se fuera de ahí.
«¿Podría molestarlos por una pequeña cantidad de sal?», preguntó el hombrecillo; y con un salto de la imagen, desapareció de la pantalla como si la cinta hubiese sido cortada.
Rivera retrocedió la cinta y la volvió a pasar. La segunda vez, Masterson hacía la prueba sin ninguna interrupción; la puerta no se abría y no aparecía ningún hombrecillo. Rivera la volvió a pasar: no había ningún hombrecillo.
Se debió de quedar dormido mientras se proyectaba el vídeo. Su inconsciente había hecho continuar la cinta mientras él dormía y había insertado la entrada de aquella figura. Era la única explicación.
«A mí no me hace falta esta mierda», se dijo a sí mismo. Luego, sacó la cinta de la máquina y apuró el café, su décima taza del día.