Travis
Travis O’Hearn conducía un modelo de Chevy Impala de hacía quince años. Lo había comprado en Los Ángeles con el dinero que el demonio había conseguido de un proxeneta. El demonio estaba de pie sobre el asiento del pasajero con la cabeza asomada por la ventana, jadeando ante el fuerte viento de la costa con la exuberancia babosa de un setter irlandés. De cuando en cuando metía la cabeza en el coche, miraba a Travis y cantaba: «Tu madre chupa pollas en el infi-er-no, tu madre chupa pollas en el infi-er-no», en un tono fastidioso e infantil. Después, para lucirse, giraba la cabeza vanas veces como un trompo.
Ambos habían pasado la noche en un motel barato al norte de San Junípero. Allí, el demonio había encontrado una cadena televisiva por cable que emitía la versión completa de El exorcista. Era su película preferida. Por lo menos, pensaba Travis, era preferible a la de la última vez, cuando, después de ver El mago de Oz, se había pasado el día entero haciendo ver que era un mono volador y chillando: «¡Y lo dicho incluye también a tu perrito!».
—Estáte quieto, Engañifa —dijo Travis—, estoy intentando conducir.
El demonio estaba hiperactivo desde que se había comido a uno que hacía dedo en la carretera la noche anterior. Aquel tío debía de estar en un viaje de anfetaminas o de cocaína. ¿Por qué le afectarían al demonio las drogas cuando ningún veneno le afectaba? Era un misterio.
El demonio le dio unos golpecitos a Travis en el hombro con una de sus largas y reptilescas garras.
—Quiero ir en el capó —le informó. Su voz recordaba al ruido de un montón de clavos oxidados matraqueando en una lata.
—Que lo disfrutes —dijo Travis, saludándole con la mano desde el otro lado del tablero.
El demonio salió por la ventana y se deslizó hacia la parte delantera del coche donde, como un monstruoso adorno de capó, se balanceaba con su bifurcada lengua colgando al aire como una flámula que iba dejando hilos de baba sobre el parabrisas. Travis, puso el limpiaparabrisas en marcha, que por suerte era de los intermitentes automáticos.
Le había costado un día entero dar con un proxeneta que tuviera aspecto de llevar el bastante dinero como para pagar un coche y otro día completo encontrar a un muchacho en un sitio lo bastante apartado como para que se lo pudiera comer el demonio. Travis insistía en que el demonio comiese en privado, ya que cuando comía no sólo se volvía visible para otra gente, sino que además triplicaba su tamaño.
Travis solía tener una pesadilla en la que le pedían explicaciones respecto a los hábitos alimenticios de su compañero de viaje.
En el sueño, Travis va andando por la calle cuando un policía le da unos golpecitos en el hombro.
—Perdone, señor —dice el policía.
Travis da un giro hacia el policía en cámara lenta al estilo Sam Peckinpah.
—¿Sí? —responde.
—No quisiera molestarle —dice el policía—, pero ¿conoce usted a aquel tipo grande y escamoso de allí que está devorando al alcalde?
En ese momento el policía señala hacia el demonio, que le está comiendo la cabeza a un hombre de traje de poliéster a rayas.
—Pues mire, sí, lo conozco —responde Travis—. Se llama Engañifa; es un demonio. Tiene que comerse a alguien cada dos días o se pone de malas. Hace setenta años que le conozco. Yo respondo por su debilidad de carácter.
El policía, que no es la primera vez que escucha todo aquello, le dice:
—Verá, hay una orden del ayuntamiento que prohibe la ingestión sin licencia de funcionarios elegidos. ¿Me permite ver su permiso, por favor?
—Lo siento —Travis responde—, no lo llevo, pero con gusto lo conseguiré si me dice dónde.
El policía suspira y comienza a escribir en un cuadernillo.
—Sólo el alcalde podría darle la licencia, y parece que su amigo se lo está acabando. Aquí no nos gusta que los extraños vengan a comerse a nuestro alcalde. Me temo que debo multarlo.
—Pero si me multan otra vez, me cancelarán el seguro —protesta Travis. Esta parte del sueño siempre le parecía rara, pues nunca había estado asegurado.
El policía no le hace caso y sigue llenando la multa. Aun en el sueño, sólo estaba cumpliendo con su deber.
A Travis le parecía injusto ver a Engañifa hasta en sueños. Por lo menos, dormir debería servir de escape temporal del demonio, quien llevaba setenta años acompañándole y le acompañaría por siempre si no encontraba una manera de mandarlo de vuelta al infierno.
Para ser un hombre de noventa años, Travis se conservaba estupendamente. De hecho, no aparentaba más de veinte, la edad que tenía cuando había llamado al demonio. Moreno, de ojos negros y flaco, Travis tenía facciones angulosas que podían haber infundido miedo si no fuera por la constante expresión de confusión que siempre llevaba, como si existiese una respuesta que lo aclararía todo en la vida, si tan sólo fuera capaz de recordar cuál era la pregunta.
En su intento por parar las matanzas, Travis nunca había llegado a regatear los infinitos días de viaje con el demonio. En ocasiones, el demonio comía diariamente, pero a veces se tiraba semanas sin matar. Travis no había podido encontrar una razón, ni una relación entre las víctimas, ni el sistema que el demonio seguía para cargárselas. A veces, lograba disuadirle de matar y otras sólo convencerle de que se dirigiera a cierto tipo de víctimas. Cuando podía, le hacía comerse a proxenetas o a narcotraficantes, gente de la que la humanidad pudiera prescindir; sin embargo, otras veces se veía obligado a escoger entre vagos y vagabundos, los cuales, al menos, nadie echaría a faltar.
En ocasiones había llorado al mandar a Engañifa tras un zángano o una señora recogedora de cartones. Él había hecho amigos entre los vagabundos en la época en que el demonio y él habían viajado en tren, en los días en que aún eran escasos los automóviles. Con frecuencia, sucedía que un gandul que ignoraba de dónde iba a provenir su próximo bocado ni cuál sería su próximo techo, había compartido con Travis un vagón y una pequeña botella. Además, Travis había aprendido que no hay ningún mal en ser pobre, sino que la pobreza le abre a uno hacia la maldad. No obstante, con el pasar de los años, había aprendido a ignorar este remordimiento, y una y otra vez la cena de Engañifa había consistido en algún vago.
Se preguntaba qué pensamientos les pasaría por la cabeza a sus víctimas justo antes de morir. Los había observado menear las manos ante sus propios ojos como si el monstruo que los acechaba fuera una ilusión o un capricho de la luz. Ahora, se preguntaba qué pasaría si los conductores que fueran encontrando vieran a Engañifa posado en la parte delantera del Chevy, saludando cual reina de las fiestas de Laguna Negra.
Los asaltaría el pánico, y se desviarían de la estrecha carretera para volcar por el despeñadero hacia el mar. Retemblarían las ventanillas, habría explosiones de gasolina y la gente se moriría. El demonio y la muerte nunca permanecían separados mucho tiempo. «Próximamente en esta ciudad, —pensó Travis—, pero tal vez ésta sea la última».
Al oír el grito de una gaviota descender a su izquierda, Travis se giró para mirar al mar por su ventana. El sol de la mañana se reflejaba sobre la superficie de las olas, iluminando un reluciente halo de rocío. Por un momento se olvidó de Engañifa y quedó embelesado por la belleza de aquel paisaje; pero cuando volvió a mirar hacia la carretera ahí estaba el demonio, de pie sobre el parachoques, recordándole sus responsabilidades.
Segundos después de que Travis pisara el acelerador hasta el fondo, el Impala soltó un rugido conforme la transmisión automática hacía el cambio de velocidad. Sin embargo, en cuanto el velocímetro marcó los noventa kilómetros, metió de golpe el freno.
Engañifa pegó de cara contra el pavimento y resbaló de largo echando chispazos donde sus escamas raspaban la superficie de la carretera. Después de pegar contra un poste, rebotó hacia una zanja, donde permaneció durante unos minutos intentando recuperarse. Por otro lado, el coche derrapó zigzagueando unos metros para después detenerse horizontalmente sobre la carretera.
Travis metió la marcha atrás, colocó el coche en la posición correcta, puso el drive y se dirigió con un rechinar de ruedas hacia Engañifa, manteniendo la marcha fuera de la zanja hasta el momento del impacto. Los faros del coche temblaron al pegar contra el pecho de Engañifa. La esquina del parachoques le dio contra la cintura y lo lanzó al fondo del lodazal que había en la zanja. En cuanto se ahogó el motor se oyó el siseo del averiado radiador, que despidió una nube de vapor sobre su cara.
Como la portezuela del acompañante se había quedado atrancada contra la zanja, Travis tuvo que salir por la ventanilla; después, rodeó el coche corriendo a ver qué estropicios había causado. Ahí estaba Engañifa, tirado en la zanja con el parachoques contra el pecho.
—Conduces bien, A. J. —dijo Engañifa—. ¿Te apuntarás para la de Indiannápolis del año próximo?
Travis se sentía desilusionado. Aunque en realidad no esperaba hacerle ningún daño a Engañifa; sabía que el demonio era indestructible, pero al menos le hubiera gustado hacerlo rabiar.
—Sólo quería asegurarme de que te mantenías alerta —le dijo—; fue una pequeña prueba para ver cómo te comportas encontrándote bajo presión.
Engañifa levantó el coche, salió de él arrastrándose y se paró junto a Travis en la zanja.
—¿Cuál es el veredicto? ¿He aprobado?
—¿Te has muerto?
—En absoluto, me siento estupendamente.
—Entonces has suspendido rotundamente. Lo siento, tendré que atropellarte otra vez.
—Pues no será con este coche —respondió el demonio mientras negaba con la cabeza.
Travis observó el vapor que salía del radiador y se preguntó si no se habría precipitado un poco al ceder a su cabreo.
—¿Podrás sacarlo de la zanja?
—Sin problemas —respondió el demonio. Cogiendo el coche por la parte delantera, comenzó a alzarlo hasta colocarlo sobre la calzada—. Pero no podrás llegar muy lejos sin un radiador nuevo —agregó.
—Vaya, de pronto te has vuelto un experto en mecánica. ¿Don «ayúdame, no puedo cambiar la cadena mientras está puesto el Dedos Mágicos», resulta que ahora tiene un título de reparador de automóviles?
—Bueno, pues tú, ¿qué opinas?
—Creo que cerca de aquí hay un pueblo donde lo podrán arreglar. ¿Acaso no has leído el cartel en el que rebotaste? —Travis estaba bromeando, sabía que el demonio no sabía leer; incluso con frecuencia veía películas subtituladas sin sonido sólo para irritarle.
—¿Qué pone?
—Pone: Pine Cove, 7 kilómetros, y es allí adonde iremos. Creo que podremos navegar con el radiador avenado durante siete kilómetros y si no, tú empujarás.
—¿Después de haberme atropellado y de estropear el coche me toca a mí empujar?
—Correcto —respondió Travis, mientras volvía a introducirse en el coche por la ventanilla.
—Como usted mande, señor —afirmó Engañifa, sarcásticamente.
Travis intentó encender el motor pero sólo emitió un chirrido y calló.
—No marcha. Ponte detrás y empuja.
—De acuerdo —respondió Engañifa. Se dirigió hacia la parte trasera del Chevy e inclinando un hombro sobre el parachoques, comenzó a empujar hasta sacarlo por completo de la zanja—. Pero empujar coches da mucha hambre —añadió.