Pine Cove
La aldea de Pine Cove se encontraba en un bosque que se alargaba sobre la línea costera, justo al sur del gran parque nacional de Big Sur; era un puerto pequeño y natural. Había sido fundado cerca de 1880, por un ganadero de vacas lecheras que era de Ohio, el cual había encontrado en los montes que rodeaban la cala un buen pasto para sus vacas. Dicho asentamiento, compuesto por dos familias y un centenar de vacas, permaneció sin nombre hasta 1890, cuando llegaron los cazadores de ballenas y lo nombraron Harpooner’s Cove.
Gracias a aquella cala, que les servía para resguardar sus pequeñas balleneras y a las colinas, que les permitían divisar a las ballenas grises que emigraban, los cazadores prosperaron y la aldea se expandió. Durante treinta años una grasosa neblina mortuaria pendió sobre las ollas de 20 000 litros, en las que miles de ballenas habían sido hervidas hasta convertirse en aceite.
Cuando comenzó a menguar el número de ballenas, tanto la electricidad como el queroseno comenzaron a reemplazar su aceite y los cazadores de ballenas abandonaron Harpooner’s Cove, dejando atrás montañas enteras de huesos de ballena, y los restos oxidados de sus antes productivas ollas. Todavía hoy, muchas de las entradas a las casas están delimitadas por arcos de costilla de ballena pintados y aún ahora, cuando pasa por allí la gran ballena gris, se yergue un poco sobre el agua y lanza una mirada sospechosa hacia la pequeña cala, como temiendo que la matanza comience de nuevo.
Cuando se fueron los cazadores de ballenas, la aldea comenzó a vivir de la ganadería y de las minas de mercurio, las cuales habían sido descubiertas en unas colinas cercanas. Fue más o menos cuando se agotó el mercurio que se acabó de construir la carretera costera que atravesaba Big Sur; y fue así como Harpooner’s Cove se convirtió en un pueblo turístico.
Los visitantes que deseaban hacerse con una parte del fruto que producía la industria turística de California, pero que no querían padecer el estrés de la vida en San Francisco o en Los Angeles, se quedaron y construyeron hoteles, tiendas de souvenirs, restaurantes y empresas de bienes raíces. Parcelaron las colinas que rodeaban Pine Cove. Los bosques de pinos y los prados se convirtieron en lotes con vista al mar, vendidos con una canción a los turistas del valle central de California que, jubilados, querían vivir en la costa.
La aldea creció una vez más gracias a los retirados y a jóvenes parejas que abandonaban el ajetreo de la ciudad para criar a sus hijos en un tranquilo y bonito pueblo de la costa. Harpooner’s Cove se convirtió así en la aldea de los recién casados y de los casi finados.
En los años sesenta, los residentes jóvenes, bastante preocupados por el medio ambiente, decidieron que el nombre de Harpooner’s Cove recordaba una época vergonzosa para la aldea y que el nombre de Pine Cove correspondía más con la imagen bucólica y pintoresca de la que el pueblo ahora dependía. Y así fue como una pincelada y un cartel: BIENVENIDO A PINE COVE, ENTRADA AL BIG SUR, falsearon su historia.
El sector comercial de la ciudad estaba comprendido por un bloque de ocho manzanas que daba a la calle Cypress, la cual era paralela a la carretera costera. La mayoría de los edificios que había en esta calle lucían fachadas con entramados de madera al estilo Tudor inglés, lo cual convertía a Pine Cove en una rareza entre las ciudades de California, donde predominaba una arquitectura de influencia española y árabe. Aún quedaban en pie algunas de las construcciones originales, hechas de madera rústica, que por su apego a lo que había sido el Salvaje Oeste representaban una espina en las costillas de la Cámara de Comercio, la cual pretendía realzar el aspecto inglés del lugar para atraer al turismo.
En el imbécil intento de mantener una coherencia temática, abrieron en el pueblo varios restaurantes seudoingleses con el fin de engatusar a los turistas con la promesa de una insípida cocina inglesa. (Hubo incluso un empresario que habló de abrir una auténtica pizzería inglesa pero abandonó el proyecto cuando se dio cuenta de que, hervida, la pizza perdía buena parte de su gracia).
Los habitantes de Pine Cove no les daban a ganar un dólar a estos locales, sino que con la sagacidad de un ganadero hindú sacaban beneficio al no probar el producto. Solían ir a los bares dispersos por la ciudad, los cuales se contentaban con guisar buena comida casera y dar buen servicio en lugar de sacarle un ojo a la hinchada calavera del mercado turístico con un encanto caro y pretencioso.
Las tiendas de la calle Cypress tenían éxito en cuanto a que hacían que el dinero pasara del bolsillo del turista a la economía local, pero a ojos de los habitantes, las tiendas no vendían nada que fuera de provecho. No obstante, para el turista, que se encontraba inmerso en el dilapidador período de las vacaciones, la calle Cypress representaba una mina de recuerditos para sus familiares como prueba de que habían ido a algún sitio. A un sitio en el que evidentemente habían logrado olvidarse de los recibos hipotecarios, del dentista y un crédito de American Express que al final de mes descendería cual ángel financiero de la muerte.
Y compraban. Compraban efigies de ballena y de nutria talladas en madera, moldeadas en plástico, en bronce o en peltre, estampadas en llaveros, impresas en postales, pósters, portadas y en condones. Compraban todo tipo de tonterías inservibles, desde marcadores de libros hasta pastillas de jabón en las que ponía: «Pine Cove, entrada al Big Sur».
Con el paso de los años, los tenderos de Pine Cove comenzaron a competir entre ellos para ofrecer un artículo que fuera tan cursi que no se vendiera. En una ocasión, Gus Brine, el dueño de la tienda de artículos en general del pueblo, sugirió en una reunión de la Cámara de Comercio que los vendedores, sin afán de comprometer el alto nivel de calidad de sus comercios, podrían envasar caca de vaca y ponerle una etiqueta que dijera: «Pine Cove, entrada al Big Sur», para venderla como heces auténticas de ballena. Como suele suceder con los asuntos relacionados con el dinero, la ironía de esta sugerencia no fue reconocida. Escucharon la propuesta, elaboraron un plan, y si no hubiera sido por la falta de voluntarios para envasar el producto, las estanterías de la calle Cypress hubieran exhibido una línea de frascos numerados de auténtico desperdicio de ballena.
Los residentes de Pine Cove llevaban a cabo su trabajo de timar al turista con una disposición lenta y metódica que tenía más que ver con la contemplación que con la actividad. En Pine Cove la vida era, en general, lenta. Incluso el viento, que cada tarde soplaba desde el Pacífico, se introducía lentamente por entre los árboles, dándole a la gente tiempo de sobras para recoger troncos con los que atizar el fuego que los protegería del húmedo frío del invierno. Por las mañanas, se les daba la vuelta a los carteles que ponían «abierto», haciendo caso omiso de los horarios que los mismos indicaban. Algunos negocios abrían temprano, otros tarde y otros simplemente no abrían, especialmente si aquella mañana hacía un día como para ir a pasear por la playa. Era como si después de haber encontrado ellos mismos un poco de paz, los aldeanos esperaran que algo sucediera; y sucedió.
Cerca de las doce de aquella noche en que desapareció La Brisa, los perros de Pine Cove se pusieron a ladrar. Durante los siguientes quince minutos, se oyeron amenazas, ruido de zapatos tirados contra las paredes y gritos solicitando al sheriff una y otra vez. Algunas esposas recibieron palizas, se cargaron pistolas, hubo puñetazos para algunas almohadas y los treinta y dos gatos de la señora Feldstein vomitaron simultáneamente bolas de pelo sobre su terraza. Las presiones sanguíneas aumentaron, se abrieron algunos frascos de aspirina y Milo Tobin, el cruel urbanizador del pueblo, vio desde su ventana a su joven vecina, Rosa Cruz, desnuda, corriendo en círculos en su jardín detrás de dos perros de Pomerania. El efecto que esto le causó a Milo Tobin fue demasiado fuerte para su corazón de fumador empedernido, con lo que cayó al suelo como un pescado y murió.
Sobre otra colina del pueblo, el cirujano de árboles, Van Williams, casi se vuelve loco con el ladrido de los seis labradores que pertenecían al criadero de perros de sus vecinos, que solían ladrar incluso sin ninguna provocación sobrenatural. Con la ayuda de su sierra, modelo profesional, Van cortó de su jardín un pino de Monterrey de treinta metros, que hizo caer sobre la nueva furgoneta Dodge Evangeline de sus vecinos.
Minutos después, una familia de mapaches que normalmente rondaba por las calles en busca de basureros que hurgar, fue temporalmente poseída por el afán de llevarse el estéreo de la despedazada furgoneta e instalarlo en su pequeña cobacha hecha de un tronco hueco.
Una hora después, el barullo paró de golpe. Los perros habían emitido su mensaje y como suele ocurrir cuando un perro nos advierte la llegada de un terremoto, huracán o erupción volcánica, su mensaje fue por completo malinterpretado. El resultado de la mañana siguiente fue una aldea soñolienta y malhumorada en la que abundaban las denuncias y reclamaciones de seguros, una aldea que ignoraba por completo lo que se le aproximaba.
A las seis de la mañana, un grupo de señores se juntó delante de la tienda de artículos en general para discutir los sucesos de la noche anterior, sin permitir que su inconsciencia respecto a lo que había sucedido les impidiera sostener una buena charla.
Una camioneta pickup de cuatro velocidades, nueva, aparcó en el pequeño aparcamiento y de ella salió Augustus Brine jugando con un enorme llavero como si fuera un talismán enviado por un portero llamado Dios. Era un hombre grande, de sesenta años, de barba y pelo blancos y hombros como los de un gorila de montaña. La gente solía compararlo alternativamente con Santa Claus y con el dios escandinavo Odín.
—Buenos días, chicos —murmuró Brine a los viejos, que enseguida lo rodearon mientras él abría para que entraran al oscuro interior de «Casa Brine. Carnadas, aparejos y vinos finos». Acababa de encender las luces y comenzaba a preparar las dos primeras jarras de su delicioso y muy tostado café, cuando Brine fue atacado por una salva de preguntas.
—Gus, ¿oíste ladrar anoche a los perros?
—Nos dijeron que han cortado un árbol en tu colina. ¿Sabes algo?
—¿Podrías echarle para un descafeinado a tu máquina? El médico me ha prohibido la cafeína.
—Bill opina que fue una perra en celo la que comenzó los ladridos, pero los hubo en todo el pueblo.
—¿Pudiste dormir? Yo no conseguí volverme a dormir.
Brine alzó una gran pata en señal de que iba a hablar y los viejos callaron. Era igual cada mañana: Brine llegaba en medio de una discusión y enseguida era elegido para el papel de mediador y experto.
—Caballeros, el café está listo. Respecto a los sucesos de anoche debo declararme ignorante.
—¿Quieres decir que no te despertaron? —preguntó Jim Whatley, bajo la visera de una gorra de béisbol de los Brooklyn Dodgers.
—Anoche me retiré temprano con un par de jóvenes botellas de Cabernet, Jim. Todo lo que haya sucedido después sucedió sin yo saberlo ni consentirlo.
A Jim Whatley no le gustó nada la indiferencia de Brine.
—Pues todos los malditos perros de este pueblo comenzaron a ladrar anoche como si el mundo se fuera a acabar.
—Los perros ladran —afirmó Brine, dejando fuera el «¿y qué?» porque la parecía que quedaba implícito en el tono.
—No todos y cada uno de los perros del pueblo. No todos a la vez. George cree que es algo sobrenatural o algo así.
Brine alzó una de sus blancas cejas y le lanzó una mirada a George Peters, que estaba al lado de la cafetera, luciendo con su sonrisa una deslumbrante dentadura.
—¿Y qué es George, lo que te hace concluir que la causa de estos disturbios fuera sobrenatural?
—Que desperté con la polla dura por primera vez en veinte años; me hizo levantarme. Pensé que me había acostado encima de la linterna que tengo en la mesilla para caso de una emergencia nocturna.
—¿Cómo estaban las baterías, George? —interpeló uno de los viejos.
—Intenté despertar a la mujer; le di con ella en la pierna para llamar su atención. Le dije que el oso estaba al acecho y que yo sólo tenía una bala.
—¿Y luego? —preguntó Brine interrumpiendo la pausa.
—Me dijo que me pusiera hielo para que se deshinchara.
—Bueno —dijo Brine, pasándose una mano por la barba—, ésa sí que me parece una experiencia sobrenatural. —Después se giró hacia el resto de la concurrencia para pronunciar su juicio—: Señores, estoy de acuerdo con George. Al igual que el regreso de Lázaro de entre los muertos, esta misteriosa erección pone de manifiesto los efectos de lo sobrenatural. Ahora, con el permiso de ustedes, hay auténticos clientes a quienes debo atender.
El último comentario no pretendía ofender a los viejos, Brine les dejaba beber café gratis durante todo el día. Hacía tiempo que Augustus Brine se había ganado su lealtad, y hubiera resultado absurdo que a ninguno de ellos se le ocurriera comprar vino, queso, carnadas o gasolina en otra tienda, aun cuando los precios de Brine fueran un treinta por ciento más altos que el Thrifty-Mart, que quedaba más abajo en la misma calle.
¿Eran acaso capaces los empleados regordetes del super de aconsejar qué carnada era la más adecuada para la pesca del bacalao de roca, proporcionar la receta de una salsa de eneldo para ese mismo pescado o recomendar un vino que combine con una comida mientras preguntaban por los miembros de tres generaciones de cada familia por su nombre? Naturalmente que no. En ello radicaba el secreto de Augustus Brine para sacarle partido a un negocio que dependía por completo de la clientela local en una economía dirigida hacia el turismo.
Brine se dirigió hacia el mostrador, en donde una atractiva mujer con delantal de camarera lo esperaba sacudiendo con impaciencia un billete de cinco dólares.
—Cinco dólares de la sin plomo, Gus —dijo la mujer poniéndole el billete enfrente a Brine.
—¿Tuviste una noche ajetreada, Jenny?
—¿Se nota mucho? —preguntó Jenny mientras convertía el arreglarse el pelo y aplanarse el delantal en un espectáculo.
—Es sólo una suposición poco arriesgada —contestó Brine con una sonrisa que revelaba una dentadura manchada permanentemente por años consecutivos de café y humo de pipa—. Los chicos me han dicho que anoche el pueblo fue víctima de un desaguisado general.
—Ah, los perros; creí que sólo se trataba de mi barrio. No pude dormirme hasta las cuatro de la mañana; luego sonó el teléfono y me despertó.
—Oí que Roberto y tú habéis roto —dijo Brine.
—¿Publicó alguien un boletín informativo al respecto o algo así? Sólo llevamos separados unos cuantos días. —Al irritarse, su voz se volvió áspera y desagradable.
—El pueblo es pequeño —respondió Brine suavemente—, no pretendía entrometerme.
—Lo siento, Gus, es sólo la falta de sueño. Estoy tan cansada que ahora, viniendo hacia aquí, iba alucinando por la calle. Me pareció oír a Wayne Newton cantar Qué amigo tenemos en Jesús.
—Y tal vez lo hayas oído.
—La música provenía de un pino. Te digo que toda la semana he estado hecha un caso.
Brine alcanzó la mano de la chica por encima del mostrador y le dio unas palmaditas.
—La única constante que tiene esta vida es el cambio, lo cual no quiere decir que sea fácil. No te agobies.
Justo en ese momento, el conductor de la ambulancia del pueblo, Vance McNally, entró por la puerta. La radio que llevaba en el cinturón hizo un ruido siseante como si acabara de salir de la sartén.
—¿A que no sabéis a quién se llevó anoche la parca? —preguntó, esperando, evidentemente, que nadie lo supiera. Todo el mundo se giró hacia él, esperando su respuesta. Vance se complació durante un momento en la atención que le brindaban como para confirmar su protagonismo—. Milo Tobin —dijo finalmente.
—¿El cruel urbanizador? —preguntó George.
—El mismo; ocurrió cerca de las doce. Lo acabamos de embolsar —y después de informar al grupo se dirigió a Brine—: ¿Me das un paquete de Marlboro?
Los viejos se miraron entre ellos, dudosos sobre cómo reaccionar ante la noticia que les había dado Vance. Cada uno esperaba que el otro dijera lo que todos estaban pensando, o sea, «no le pudo haber sucedido a un tío más simpático» o «en buena hora nos hemos librado», pero como eran conscientes de que la próxima grosera noticia que trajera Vance podría ser sobre ellos, intentaron pensar en un comentario educado. Uno no debe aparcar en el espacio reservado para minusválidos, a no ser que las fuerzas de la ironía lo fuercen a ello, y tampoco debe hablar mal de los muertos a no ser que esté dispuesto a ser el próximo embolsado.
Jenny fue quien los salvó:
—Pues sí que solía mantener limpio su Chrysler, ¿verdad?
—Ya lo creo.
—Aquello destellaba.
—Lo mantenía como nuevo, como nuevo.
Vance sonrió ante el ambiente que había creado.
—Bueno, os veré a todos más tarde.
—Se dio media vuelta para irse, pero tropezó con un pequeño hombre que estaba detrás suyo.
—Perdone usted —dijo Vance.
Nadie lo había visto entrar ni había oído la campana de la puerta cuando entró. Era un viejo árabe, moreno, con una larga nariz aguileña; la piel le colgaba replegada alrededor de sus penetrantes ojos grisáceos. Llevaba un traje arrugado de franela gris que era por lo menos dos tallas más grande de la que le correspondía y una gorra roja de malla instalada en la coronilla de la calva. Tanto su deslucido atavío como su tamaño le daban el aspecto de un muñeco de ventrílocuo que había estado guardado durante mucho tiempo en una maleta.
El pequeño hombrecillo agitó una huesuda mano bajo la nariz de Vance mientras soltaba una retahíla de insultos en árabe, la cual remolineó en el aire como el azul en el filo de una espada de Damasco. Vance retrocedió hasta salir por la puerta, se metió de un salto en su ambulancia y se alejó rápidamente.
Todos se quedaron pasmados ante la fiereza que había tras el enfado de aquel personaje. ¿Habían visto los remolinos azules realmente? ¿Era cierto que los árabes llevaban los dientes afilados en punta? ¿Era real el rojiblanco resplandeciente de los ojos de aquel árabe? Dichas cuestiones nunca llegarían a discutirse.
El primero en recuperarse fue Augustus Brine:
—¿Qué puedo hacer por usted, señor?
La extraña luz de sus ojos se hizo opaca, y en un tono humilde y sumiso dijo:
—Perdone, por favor, ¿podría molestarle con la petición de una pequeña cantidad de sal?