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La brisa

La Brisa llegó a San Junípero en el asiento del copiloto de la camioneta Pinto de Billy Winston. La camioneta se ladeó peligrosamente desde el borde de la carretera hacia el centro, mientras Billy intentaba liar un porro con una mano al tiempo que, con la otra, balanceaba una lata de cerveza al ritmo de una canción de Bob Marley que provenía del estéreo.

—¡Ahora sí que estamos rulando, colega! —exclamó Billy al alzar su cerveza para brindar con La Brisa.

La Brisa movió la cabeza en señal de desaprobación.

—Mantén la lata abajo, mira la carretera y déjame a mí liar el canuto —dijo.

—Lo siento, Brisa —respondió Billy—, es que me emociono al vernos en la carretera.

Billy sentía una admiración infinita por La Brisa. Era un tío realmente audaz, un hombre de mundo de la época del renacimiento, que solía pasarse los días en la playa y las noches sumergido en una nube de sinsemilla. La Brisa era capaz de fumar toda la noche, cepillarse una botella de tequila, mantenerse en un estado que le permitiera conducir los cincuenta kilómetros de regreso a Pine Cove sin despertar sospechas de ningún policía y de aparecer en la playa a las nueve de la mañana del día siguiente como si el término resaca fuera demasiado abstracto para ser utilizado. En la lista personal de héroes de Billy Winston, La Brisa sólo ocupaba el segundo lugar después de David Bowie.

La Brisa retorció el canuto, lo encendió y se lo pasó a Billy para que lo inaugurara.

—¿Qué celebramos? —preguntó Billy con el aliento entrecortado mientras intentaba retener el humo.

La Brisa erigió el dedo índice como para remarcar la pregunta mientras con la otra mano buscaba el «Calendario dionisíaco: Una ocasión para cada festejo» en el bolsillo de su camisa hawaiana. Hojeó las páginas rápidamente hasta que encontró la fecha correcta.

—El día de la independencia de Namibia —dijo solemnemente.

—Cojonudo —apuntó Billy—. Festejemos la independencia Namibia.

—Dice aquí —continuó La Brisa— que los namibios celebran su independencia asando y comiéndose una jirafa entera y bebiendo una mezcla de jugo de guanábana fermentada y el extracto de ciertas ramas de árbol que supuestamente tienen poderes mágicos. Cuando la celebración llega a su clímax, se les hace la circuncisión a todos los chicos que están en edad con una piedra afilada.

—Tal vez podamos circuncidar a algunos tecnis esta noche si la cosa se pone aburrida —dijo Billy.

«Tecnis» era el término que La Brisa utilizaba para referirse a los alumnos del Instituto Tecnológico de San Junípero. Eran, en su mayoría, jóvenes ultraconservadores con corte de pelo militar que se sentían satisfechos de pertenecer a la estirpe que acabaría convirtiéndose, después de pasar por el esmeril curricular del Tec de San Junípero, en instrumento de la Industrial America.

La forma de pensar de los tecnis le era tan ajena a La Brisa que ni siquiera era capaz de expresar por ellos un saludable adjetivo de desprecio. Para él, eran, simplemente entidades inexistentes. No obstante, las chicas del Tec de San Junípero ocupaban un lugar especial en su corazón. De hecho, el encontrar unos minutos de dichosa fuga entre las piernas de una núbil del Tec era la única razón por la que La Brisa se sometía a un viaje de cincuenta kilómetros en compañía de Billy Winston.

Billy era alto, increíblemente flaco, feo, olía mal y tenía un especial talento para decir las cosas en el momento más inoportuno en casi cualquier situación. Para colmo, La Brisa sospechaba que Billy era gay. Esta idea cobró fuerza la noche en que había pasado por el trabajo que tenía Billy como oficinista nocturno del hotel Rooms-R-Us y lo había encontrado hojeando la revista Playgirl. En el trabajo que tenía La Brisa no era raro encontrarse un esqueleto de vez en cuando en algún armario. Si el esqueleto de Billy llevaba braguitas, no tenía la menor importancia. La homosexualidad en Billy Winston era lo que el acné puede representar para un leproso.

El lado bueno de Billy era que tenía un coche que corría, el cual llevaría a La Brisa a donde quisiera, pues unos agricultores del Big Sur se habían quedado con su furgoneta en prenda por los 20 kilos de botones de sinsemilla que había guardado en una maleta que estaba en su caravana.

—Te diré cómo lo veo —dijo Billy—, primero, nos vamos al Toro Loco, luego nos hacemos una jarra de Margaritas en José’s, bailamos un poco en La Ballena Desnuda, y si no encontramos movida, pues a la vuelta nos echamos la última en La Cabeza de la Babosa.

—Vayamos primero a ver qué está pasando en La Ballena —dijo La Brisa.

La Ballena Desnuda era el club de baile más importante de San Junípero. Si La Brisa había de encontrar una chica a quien arrimarse sería en La Ballena. No tenía ninguna intención de volver con Billy esa noche a Pine Cove ni de echarse la última en La Cabeza de la Babosa. Terminar la noche en ese bar representaba haber fracasado y La Brisa estaba harto de ser un perdedor. Mañana, cuando vendiera los veinte kilos de maría, se ganaría veinte mil dólares. Después de soplarse la costa de arriba abajo durante veinte años y de vivir de negocillos de poca monta, La Brisa se adentraba por fin en el círculo de los ganadores; y en él no había sitio para un perdedor como Billy Winston.

Billy aparcó el Pinto a una calle de La Ballena Desnuda. Desde la acera se oía el ritmo retumbón de lo último en música tecno.

Con Billy a la cabeza, andando a largas zancadas, y La Brisa unos pasos detrás, arrastrando los pies desenfadadamente, en cuestión de segundos la curiosa pareja se aproximó a la puerta del antro. Cuando Billy se deslizó bajo la cola de neón de La Ballena y comenzó a entrar al club, el guardia de la entrada, que tenía por cara una rebanada de músculo recién lavada y corte de pelo militar, le cogió del brazo.

—Eh, déjame ver tu carnet de identidad.

Billy pasó rápidamente ante su cara un carnet de conducir caducado mientras La Brisa lo alcanzó y comenzó a buscar la cartera en el bolsillo de sus shorts de surfing fluorescentes.

El guardia levantó una mano y dijo:

—Déjalo, tío, con esas canas no te hace falta.

La Brisa se pasó una mano por la frente pensativamente. Hacía un mes que había cumplido los cuarenta, un logro sospechoso en un hombre que una vez había jurado no confiar en nadie que sobrepasara los treinta.

Después de rebuscarse en los bolsillos, Billy le plantó un par de billetes de dólar en la mano al guardia.

—Toma —le dijo—, cómprate una noche con una inflable.

—¿Qué? —exclamó el guardia al levantarse del taburete para disponerse a un combate; pero Billy ya había desaparecido entre la multitud.

La Brisa se colocó delante del guardia con las manos en alto en señal de rendición.

—Dale una oportunidad, tiene problemas.

—Los va a tener —dijo enardecido el guardia.

—No, de veras —continuó La Brisa, deseando que SU amigo le hubiera ahorrado semejante confrontación y la responsabilidad de tranquilizar a un troglodita con título universitario—. Está medicándose, problemas psicológicos.

El guardia se mostró dudoso.

—Si ese tío es peligroso, será mejor que lo saques de ahí.

—No precisamente peligroso, sino que está algo sonado, es edípico bipolar —dijo La Brisa con una pomposidad que le era poco característica.

—Ah —respondió el guardia, como si eso lo dejara todo aclarado—. Bueno, pues manténlo bajo control u os iréis ambos.

—Vale.

La Brisa dio media vuelta y se reunió con Billy en la barra, entre una peña de estudiantes que bebían cerveza. Billy le pasó una Heineken.

—¿Qué le dijiste al gilipollas ese para que se calmara? —preguntó Billy.

—Le conté que querías follarte a tu madre y matar a tu padre.[1]

—Estupendo. Gracias, Brisa.

—No hay de qué. —La Brisa inclinó su vaso para brindar.

Las cosas no le iban bien. De alguna manera, se había enredado en este asunto machista de ir de compañero de Billy Winston cuando él lo único que estaba deseando era deshacerse de él y echar un polvo.

La Brisa se giró y se recostó mientras observaba el terreno buscando a alguna candidata. Ya le había echado el ojo a una pequeña rubia de pantalón de piel, fea pero de culo prieto, cuando Billy interrumpió su concentración.

—¿Tienes una rayita, tío? —Billy gritó para que le pudiera oír a pesar de la música, pero lo hizo a destiempo; la canción había terminado.

Toda la gente que se encontraba en la barra se giró hacia La Brisa y esperaron, como si las palabras que pronunciara fueran a revelar el verdadero significado de la vida, las cifras ganadoras de la lotería o el único número que no sale en el listín telefónico, el de Dios.

La Brisa agarró a Billy del cuello de la camisa y lo arrastró hacia la parte trasera del bar, donde un grupo de tecnis, abstraídos de cualquier otro ruido que no fuera el de un interruptor o el de una campana, golpeteaban una máquina de bolas. Billy parecía un crío al que acaban de sacar del cine por gritar al final de la película.

—En primer lugar —dijo La Brisa, señalándole con un dedo índice tembloroso para remarcar sus palabras—, en primer lugar, ni uso ni vendo cocaína. —Esto era una verdad a medias. No había vendido desde que había cumplido una condena de seis meses en Soledad por traficar, la cual ascendería a cinco años si volvían a descubrirle. La utilizaba sólo cuando se la ofrecían o cuando necesitaba un cebo para ligar. Aquella noche llevaba un gramo—. En segundo lugar, si la usara, no me gustaría que todo San Junípero se enterara de ello.

—Lo siento, Brisa —respondió Billy, intentando parecer pequeño y débil.

—Y en tercer lugar —continuó La Brisa, al ponerle tres dedos regordetes a Billy frente a la cara—, tenemos un acuerdo. Si uno de nosotros mete gol, el otro desaparece. Bueno, pues creo que he encontrado a alguien, así que esfúmate.

Cabizbajo y con el labio inferior colgándole, Billy comenzó a dirigirse lentamente hacia la puerta, como la abotargada víctima de una cuadrilla de linchadores. Pero después de dar unos pasos se giró hacia La Brisa.

—Si necesitas que te lleve, si las cosas no salieran bien, estaré en El Toro Loco.

Al observar cómo se retiraba el herido Billy, La Brisa sintió la punzada del remordimiento.

Pero no había más remedio, Billy se lo había estado buscando. Después del negocio de mañana, ya no necesitaría a Billy ni a ninguno de los compradores de un cuarto de onza semanal de su estirpe. La Brisa estaba deseoso de que llegara el momento en que pudiera prescindir totalmente de los amigos. Dirigiéndose hacia la rubia de pantalón de piel, cruzó ufanamente la pista de baile.

Dado que había navegado la mayor parte de sus cuarenta años como soltero, La Brisa había aprendido a valorar la importancia de la fase inicial del ligue. Lo ideal era que fuese original, simpática, concisa pero también lírica; debía ser un catalizador que despertara curiosidad e invitara a la lujuria. Teniendo todo esto en cuenta, se acercó a su presa con la serenidad de un hombre bien armado.

—Eh, hola —le dijo—. Tengo un gramo de polvo peruano de primera para marchar. ¿Vamos a dar un paseo?

—¿Qué? —preguntó la chica con una expresión que cabalgaba entre la estupefacción y el asco.

La Brisa observó que tenía los ojos grandes y la mirada de un cervatillo Bambi con demasiado rímel.

Él le brindó su mejor sonrisa de chico surfista.

—Te preguntaba que si te apetecía empolvarte la nariz.

—Si podrías ser mi padre —contestó ella.

La Brisa se quedó asombrado ante su rechazo y al ver que la chica desaparecía entre la multitud de la pista, volvió a la barra para repensar su estrategia.

«¿Te buscas a la siguiente? A todos nos mandan a freír churros de vez en cuando; sólo tienes que volver a subirte en el surfboard y esperar a que llegue la próxima ola». Pendiente de lo que acarreaba la marea, se miró toda la pista. No había nada más que chicas miembros de fraternidades, todas con peinados perfectos. Nada. La fantasía de tirarse a una y utilizarla hasta que su peinado perfecto se le hiciera un nudo en la nuca, había sido relegada hacía rato al mundo de los cuentos de hadas y del dinero gratuito.

La energía en San Junípero era por completo negativa. Pero no importaba, mañana sería un hombre rico. Lo mejor sería que se buscase quien lo llevara de regreso a Pine Cove. Con suerte, podría llegar a La Cabeza de la Babosa antes de la última ronda y disfrutar de una de las putas de turno; una que todavía valorara la buena compañía y no necesitara cien dólares de polvo para ponerse bocabajo contigo.

Al salir a la calle, un viento frío le azotó las piernas y le caló la delgada camisa. Tener que volverse a dedo a Pine Cove iba a ser una mierda, vaya noche. ¿Estaría Billy aún en El Toro Loco? No, pensó La Brisa, aún hay cosas peores que helarse el culo.

Por el momento, se olvidó del frío y echó a andar a zancadas hacia la carretera. Sus nuevos zapatos de playa fluorescentes rechinaban a cada pisada. Uno de ellos le rozaba el dedo pequeño y enrojecido del pie. Después de cinco calles sintió cómo se le abría la ampolla. Se maldijo por haberse convertido en un esclavo más de la moda.

A trescientos metros de San Junípero se acababan los postes de luz. La oscuridad se sumaba a la lista de los agravantes de aquella noche. Sin árboles ni edificios que sortear, el frío viento del Pacífico soplaba cada vez más fuerte, batiendo su ropas como si fueran banderas de batalla ya rasgadas. La tela de uno de sus zapatos comenzó a teñirse de la sangre que le salía a su dedo.

Pasado un kilómetro, La Brisa abandonó bailes, sonrisas y saludos de falso sombrero como medios para ganarse la simpatía de los conductores para que llevasen a un pobre y perdido surfer. Ahora caminaba pesadamente, con la cabeza gacha en la oscuridad y de espaldas al tráfico que venía hacia él mientras, a manera de baliza, mantenía un congelado pulgar al viento, el cual pocos minutos después se convertía en un dedo corazón que desafiaba a los coches que pasaban a su lado sin disminuir su velocidad.

—¡Iros a la mierda, gilipollas despiadados! —Tenía ya la garganta cascada de tanto gritar.

Intentó pensar en el dinero, en los dulces y liberadores, verdes y crujientes billetes, pero el dolor y el frío que sentía en los pies, y la esperanza cada vez menor de encontrar quien lo llevara a casa, lo volvían de golpe a la realidad. Era tarde y el tráfico había disminuido más o menos a un coche cada cinco minutos.

La desesperanza giraba en su mente como un buitre. Pensó en la raya de coca, pero la idea de ponerse marchoso encontrándose en medio de una carretera oscura y solitaria y de castañetear la dentadura a consecuencia de una temblorina paranoica le resultaba un poco desorbitada.

«Piensa en el dinero. El dinero».

El culpable de todo era Billy Winston. Y también los tíos del Big Sur, no tenían por qué quedarse con su furgoneta. En ningún negocio que fuera importante había robado nunca a nadie. Ni que fuera un mal tipo. ¿Acaso no le había dejado a Robert quedarse en su caravana cuando lo echó su mujer? ¿No le había ayudado a poner una junta nueva a su camión? ¿No se había comportado siempre como un tío enrollado al dejar que la gente probara antes de comprar? ¿No les daba un adelanto de un cuarto de onza a sus clientes regulares antes de que pagaran? En un negocio que supuestamente debe ser rápido e impersonal, ¿acaso no tenía él un cúmulo de virtudes? Un tío legal a carta cabal, vamos…

Unos veinte metros detrás suyo paró un coche y le echó las altas, pero La Brisa no se giró. Los años de experiencia le decían que un coche que se aproxima de esa forma sólo podía estar ofreciendo transporte a un sitio, al hotel Barrotes. La Brisa siguió andando como si no existiera el coche. Metió las manos hasta el fondo de los bolsillos de sus shorts de surfing como queriéndose resguardar más del frío, y después de encontrar la cocaína, se la metió en la boca con papel y todo. Un momento después, la lengua se le había quedado insensible. Rindiéndose, alzó las manos y se giró, esperando encontrarse las luces intermitentes rojas y azules de una patrulla de caminos.

Pero no se trataba de la policía, sino de un par de tipos que se divertían en un viejo Chevy. Su silueta se distinguía tras los faros del coche. La Brisa se tragó la papeleta en la que venía envuelta la cocaína y dominado por una súbita rabia que ansiaba verse envuelta en sangre y puñetazos, se dirigió enérgicamente hacia el coche.

—¡Salid, payasos condenados!

Alguien salió a gatas del asiento del copiloto. Parecía un crío. No, era más grueso, era un enano.

—¡Será mejor que traigas la llave inglesa, jo puta, la vas a necesitar! —siguió gritando.

—Te equivocas —respondió el enano en una voz grave y baja.

La Brisa se acercó y entrecerró los ojos para mirar hacia los faros. No era un enano, sino un tío muy grande, un gigante. Enorme, se engrandecía más conforme se aproximaba, demasiado rápidamente, por cierto. La Brisa se giró y comenzó a correr. Sólo pudo dar tres pasos antes de que las mandíbulas se engraparan sobre su cabeza y hombros, haciendo crujir sus huesos como si fueran palitos de regaliz.

Para cuando el Chevy retomó su curso, lo único que quedaba de La Brisa era un zapato de playa fluorescente. Durante días sería un misterio para los que por allí pasaran, hasta que un cuervo hambriento se lo llevó. Nadie sabría que en él aún había un pie.