EUROPA
—¡Ahora viviremos!
El muchacho hambriento solía repetir la frase mientras caminaba por la cuneta silenciosa y por los campos vacíos.
Pero la comida que veía sólo estaba en su imaginación, porque se habían llevado todo el trigo en la despiadada campaña de requisas que abrió la era de los asesinatos masivos en Europa. Era el año 1933, y Iósif Stalin estaba matando de hambre a la Ucrania soviética. El muchacho murió, igual que otros tres millones de personas.
—Me reuniré con ella bajo tierra —decía un joven soviético, refiriéndose a su esposa.
Tenía razón: le dispararon después que a ella, y los enterraron juntos, entre las setecientas mil víctimas del Gran Terror estalinista de 1937 y 1938. «Me han pedido el anillo de matrimonio, y yo…» El oficial polaco interrumpió su diario justo antes de ser ejecutado por la policía secreta soviética en 1940. Era uno de los aproximadamente doscientos mil ciudadanos polacos muertos por los soviéticos o por los alemanes al principio de la Segunda Guerra Mundial, cuando la Alemania nazi y la Unión Soviética ocuparon conjuntamente su país. Más adelante, en 1941, en Leningrado, una niña rusa de once años terminaba su diario: «Sólo queda Tania». Adolf Hitler había traicionado a Stalin, los alemanes habían sitiado la ciudad, y la familia de la niña se encontraba entre los cuatro millones de ciudadanos soviéticos a los que los germanos mataron de hambre. El verano siguiente, en Bielorrusia, una niña judía de doce años escribía su última carta a su padre:
«Te digo adiós antes de morir. Me da miedo la muerte, porque arrojan vivos a los niños a las zanjas». La niña era una de los más de cinco millones de judíos que fueron gaseados o pasados por las armas por los alemanes.
En la Europa central y del este, a mediados del siglo XX, los regímenes nazi y soviético asesinaron a unos catorce millones de personas. El lugar donde murieron todas esas víctimas, las Tierras de sangre, se extiende desde Polonia central hasta Rusia occidental a través de Ucrania, Bielorrusia y los países bálticos. Durante la consolidación del nacionalsocialismo y el estalinismo (1933-1938), la ocupación conjunta germano-soviética de Polonia (1939-1941) y la guerra posterior entre Alemania y la Unión Soviética (1941-1945) esta región conoció un tipo de violencia contra las masas nunca visto en la historia. Las víctimas fueron sobre todo judíos, bielorrusos, ucranianos, polacos, rusos y bálticos, las gentes nacidas en esas tierras. Catorce millones murieron en el curso de sólo doce años, entre 1933 y 1945, años durante los cuales Hitler y Stalin coincidieron en el poder. Aunque en el tramo central de este periodo sus tierras natales se convirtieron en campos de batalla, todas esas personas fueron víctimas de políticas criminales, no bajas de guerra. La Segunda Guerra Mundial fue el conflicto más letal de la historia, y alrededor de la mitad de los soldados muertos en todos sus campos de batalla perecieron allí, en esa misma región, las Tierras de sangre. Pero ni uno sólo de los catorce millones de asesinados era soldado en servicio activo. La mayoría eran mujeres, niños y ancianos. Ninguno llevaba armas, y muchos habían sido despojados de sus posesiones, incluidas sus ropas.
Auschwitz es el enclave mortal más conocido de las Tierras de sangre. Hoy, Auschwitz simboliza el Holocausto, y el Holocausto encarna la maldad de un siglo. Pero las personas inscritas como trabajadores de Auschwitz tuvieron una oportunidad de perdurar: sus nombres son recordados gracias a las memorias y novelas escritas por los supervivientes. En cambio, muchos más judíos —la mayoría de ellos judíos polacos— fueron gaseados en otras factorías de la muerte alemanas a las que casi nadie sobrevivió, y sus nombres se recuerdan con menos frecuencia: Treblinka, Cheímno, Sobibor, Bełżec. Y aún más judíos, judíos polacos, soviéticos o bálticos, murieron pasados por las armas junto a cunetas y fosas. La mayoría de estos judíos murieron cerca de donde habían vivido, en los territorios ocupados de Polonia, Lituania, Letonia, Ucrania y Bielorrusia soviéticas. Los alemanes trasladaron a millones de judíos a las Tierras de sangre desde otros lugares para matarlos. Los judíos llegaban en tren a Auschwitz desde Hungría, Checoslovaquia, Francia, los Países Bajos, Grecia, Bélgica, Yugoslavia, Italia y Noruega. Los judíos alemanes eran deportados a las ciudades de las Tierras de sangre, a Łódź, a Kaunas, a Minsk o a Varsovia, para morir fusilados o gaseados. Las personas que vivían en el edificio en el que estoy escribiendo en este momento, en el distrito noveno de Viena, fueron deportadas a Auschwitz, Sobibor, Treblinka y Riga: todas en Tierras de sangre.
El asesinato en masa de judíos por los alemanes tuvo lugar en los territorios ocupados de Polonia, Lituania, Letonia y la Unión Soviética, no en Alemania. Hitler era un político antisemita en un país con una comunidad judía reducida. Los judíos eran menos del uno por ciento de la población alemana cuando Hitler se convirtió en canciller en 1933, y en torno a un cero veinticinco por ciento al empezar la Segunda Guerra Mundial. Durante los primeros seis años del mandato de Hitler, se permitió emigrar —en circunstancias humillantes y precarias— a los judíos alemanes. La mayoría de los judíos alemanes que presenciaron el triunfo de Hitler en las elecciones de 1933 murió de causas naturales. El asesinato de 165 000 judíos alemanes fue en sí mismo un crimen espantoso, pero sólo constituye una parte muy pequeña de la tragedia de los judíos europeos, menos del tres por ciento de las muertes del Holocausto. Sólo cuando la Alemania nazi invadió Polonia en 1939 y la Unión Soviética en 1941, la voluntad de Hitler de exterminar a los judíos pudo abarcar a las dos poblaciones de judíos más significativas. Sus ambiciones sólo podían realizarse en las zonas del continente en las que vivían los judíos.
El Holocausto impide ver la magnitud de otros planes alemanes que auguraban aún más muertes. Hitler no sólo quería eliminar a los judíos: deseaba destruir Polonia y la Unión Soviética como Estados, exterminar a sus clases dominantes y matar a decenas de millones de eslavos (rusos, ucranianos, bielorrusos, polacos). Si la guerra de Alemania contra la URSS hubiera ido como estaba planeado, treinta millones de civiles habrían muerto de hambre durante el primer invierno, y decenas de millones más habrían sido expulsados, asesinados, asimilados o esclavizados con posterioridad. Aunque esos planes nunca se llevaron a cabo, constituyeron las premisas ideológicas de la política de ocupación alemana en el Este. Los alemanes mataron más o menos a la misma cantidad de no judíos que de judíos durante la guerra, sobre todo dejando morir de hambre a los prisioneros de guerra soviéticos (más de tres millones) y a los habitantes de las ciudades sitiadas (más de un millón), o disparando contra los civiles en «represalias» (cerca de un millón, casi todos bielorrusos y polacos).
En la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética derrotó a la Alemania nazi en la frontera oriental y Stalin se ganó así la gratitud de millones de personas y un papel crucial en el establecimiento del orden de la Europa de posguerra. Pero sus cotas de asesinatos colectivos fueron casi tan impresionantes como las de Hitler. De hecho, en tiempos de paz, las de Stalin fueron mayores. En nombre de la defensa y la modernización de la Unión Soviética, Stalin supervisó la muerte por inanición de millones de personas y el asesinato de otras setecientas cincuenta mil en la década de 1930. Stalin mataba a sus propios conciudadanos con tanta eficacia como Hitler eliminaba a ciudadanos de otros países. De los catorce millones de personas asesinadas en las Tierras de sangre entre 1933 y 1945, un tercio lo fue a manos de los soviéticos.
La presente es una historia de asesinato político en masa. Los catorce millones de muertos fueron víctimas de las políticas criminales soviéticas o nazis, a menudo de la interacción entre la Unión Soviética y la Alemania nazi, pero en ningún caso representan bajas a causa de la guerra entre ambos países. La cuarta parte fue asesinada antes de que empezara la Segunda Guerra Mundial. Otros doscientos mil murieron entre 1939 y 1941, mientras la Alemania nazi y la Unión Soviética rehacían Europa como aliados Sus muertes fueron planificadas algunas veces como parte de planes económicos, o aceleradas por consideraciones económicas, pero no causadas estrictamente por necesidades de esa índole. Stalin sabía lo que iba a ocurrir cuando les arrebató los alimentos a los hambrientos campesinos de Ucrania en 1933, lo mismo que Hitler sabía lo que podía esperarse cuando privó de comida a los prisioneros de guerra soviéticos, ocho años más tarde. En ambos casos, más de tres millones de personas murieron. Los cientos de miles de campesinos y trabajadores soviéticos pasados por las armas durante el Gran Terror de 1937 y 1938 fueron víctimas de directivas expresas de Stalin, lo mismo que los millones de judíos ejecutados o gaseados entre 1941 y 1945 fueron víctimas de una política explícita de Hitler.
La guerra alteró la balanza de los asesinatos. En la década de 1930, la Unión Soviética era el único Estado de Europa que llevaba a cabo programas de asesinatos en masa. Antes de la Segunda Guerra Mundial, durante los seis años y medio transcurridos desde el ascenso de Hitler al poder, el régimen nazi había matado a no más de diez mil personas, mientras que el régimen estalinista había matado de hambre o pasado por las armas a casi un millón. Las políticas alemanas de asesinatos en masa se pusieron al nivel de las soviéticas entre 1939 y 1941, después de que Stalin permitiera a Hitler iniciar la guerra. La Wehrmacht y el Ejército Rojo atacaron juntos a Polonia en septiembre de 1939; los diplomáticos alemanes y soviéticos firmaron un Tratado de Fronteras y Amistad, y las fuerzas de ambos países ocuparon juntas el territorio durante casi dos años. Después de que los alemanes expandieran su imperio hacia el oeste en 1940 al invadir Noruega, Dinamarca, los Países Bajos y Francia, los soviéticos ocuparon y se anexionaron Lituania, Letonia, Estonia y el noreste de Rumanía. Ambos regímenes eliminaron por decenas de miles a ciudadanos polacos de elevado nivel cultural y deportaron a centenares de miles. Para Stalin, esta represión masiva era la continuación de políticas anteriores en nuevas tierras. Para Hitler fue un paso adelante.
Lo peor de las matanzas empezó cuando Hitler traicionó a Stalin y las fuerzas alemanas traspasaron la frontera de la recién ampliada Unión Soviética, en junio de 1941. Aunque la Segunda Guerra Mundial había empezado en septiembre de 1939 con la invasión conjunta germano-soviética de Polonia, la inmensa mayoría de las masacres se produjo después de esta segunda invasión oriental. En la Ucrania y la Bielorrusia soviéticas y en el distrito de Leningrado, territorios donde el régimen estalinista había hecho morir de inanición o asesinado a ti ros a cuatro millones de personas en los ocho años anteriores, las fuerzas alemanas consiguieron matar aún más gente por los mismos me dios y en menos de la mitad de tiempo. Recién iniciada la invasión, la Wehrmacht empezó a matar de hambre a los prisioneros soviéticos, y las fuerzas especiales llamadas Einsatzgruppen se dedicaron a ejecutar a enemigos políticos y a judíos. En colaboración con la policía alemana, las Waffen SS y la Wehrmacht, y con la participación de policía y milicias auxiliares locales, los Einsatzgruppen empezaron a exterminar a las comunidades judías aquel verano.
En las Tierras de sangre era donde vivía la mayoría de los judíos de Europa, donde los planes imperiales de Hitler y Stalin se solapaban, donde la Wehrmacht y el Ejército Rojo se enfrentaron y donde la NKVD soviética y las SS alemanas concentraron sus fuerzas. La mayoría de los enclaves de las masacres estaban en Tierras de sangre, es decir, en Polonia, los países bálticos, Bielorrusia, Ucrania y la franja occidental de la Rusia soviética. Los crímenes de Stalin suelen asociar se con Rusia y los de Hitler con Alemania, pero la zona más mortífera de la Unión Soviética fue su periferia no rusa, mientras que los nazis mataban generalmente fuera de Alemania. Se suele identificar el horror del siglo XX con los campos de concentración, pero no fue en ellos donde murió la mayor parte de las víctimas del nacionalsocialismo y del estalinismo. Este malentendido en cuanto a los lugares y a los métodos de los asesinatos en masa nos impide percibir todo el horror del siglo XX.
Alemania albergaba los campos de concentración que liberaron los estadounidenses y los ingleses en 1945; en Siberia, por supuesto, se encontraba gran parte del Gulag que Aleksandr Solzhenitsyn dio a conocer a Occidente. Las imágenes de estos campos, en fotografías y relatos, sólo ofrecen un atisbo de la violencia alemana y soviética. En los campos de concentración alemanes murieron en torno a un millón de personas sentenciadas a trabajos forzados, mientras que en las cámaras de gas, en las zonas de hambre y en los campos de exterminio alemanes murieron diez millones de personas. Más de un millón de vidas fueron truncadas por el agotamiento y las enfermedades en el Gulag entre 1933 y 1945, mientras que en los campos de exterminio y las zonas de hambre soviéticas murieron seis millones de personas, de las cuales unos cuatro millones perecieron en Tierras de sangre. El noventa por ciento de los que entraron en el Gulag salió con vida. La mayoría de los que entraron en los campos de concentración alemanes —a diferencia de los que fueron a parar a las cámaras de gas, las zanjas de ejecución y los campos de prisioneros de guerra— también sobrevivió. El destino de los internados en los campos de concentración, con todo su horror, fue distinto del de los muchos millones que fueron gaseados, pasados por las armas o forzados a morir de hambre.
No puede hacerse una distinción exacta entre los campos de concentración y los centros de exterminio; también en los campos se ejecutaba o se mataba de hambre a las personas. Pero había una diferencia entre ser sentenciado a un campo y ser sentenciado a muerte, entre el trabajo y el gas, entre la esclavitud y las balas. La inmensa mayoría de las víctimas mortales de los regímenes alemán y soviético nunca vio un campo de concentración. Auschwitz fue dos cosas al mismo tiempo, un campo de trabajo y un centro de exterminio, y el destino de los judíos y no judíos que fueron seleccionados para el trabajo fue muy distinto al de los judíos que fueron destinados a las cámaras de gas. Por ello, Auschwitz tiene dos historias, relacionadas pero distintas. El Auschwitz campo de trabajo es más representativo de la experiencia del gran número de personas que sufrieron las políticas alemanas (o soviéticas) de concentración mientras que el Auschwitz campo de exterminio muestra el destino de los que fueron deliberadamente asesinados. La mayor parte de los judíos que llegaron a Auschwitz fueron gaseados directamente; nunca —como casi ninguno de los catorce millones de muertos de Tierras de sangre— estuvieron internados en un campo de concentración.
Los campos de concentración alemanes y soviéticos rodean Tierras de sangre por el este y el oeste, sombras de gris que difuminan el negro. Al final de la Segunda Guerra Mundial, las fuerzas estadounidenses y británicas liberaron campos de concentración alemanes como Belsen y Dachau, pero nunca llegaron a ninguno de los centros de exterminio importantes. Los alemanes llevaron a cabo todas sus políticas de exterminio en territorios que después fueron ocupados por los soviéticos. El Ejército Rojo liberó Auschwitz, así como Treblinka, Sobibor, Bełżec, Chelmno y Majdanek. Las fuerzas estadounidenses y británicas no alcanzaron ninguna de las Tierras de sangre y no vieron ninguno de los centros de exterminio principales. No es sólo que las fuerzas aliadas no vieran los lugares donde los soviéticos cometieron sus matanzas, por lo que los crímenes del estalinismo quedaron sin documentar hasta el fin de la Guerra Fría y la apertura de los archivos; es que, además, nunca vieron ninguno de los lugares donde los alemanes perpetraron sus masacres, y por eso el conocimiento completo de los crímenes de Hitler se ha retrasado mucho tiempo. Para la mayoría de los occidentales, la percepción de los asesinatos colectivos procede de las fotografías y filmaciones de los campos de concentración alemanes. Imágenes horribles, sin duda, pero que sólo proporcionan un atisbo de la historia de las Tierras de sangre. No son toda la historia; por desgracia, ni siquiera son una introducción.
Los asesinatos en masa en Europa suelen asociarse con el Holocausto, y éste con un tipo de matanza industrial rápida. La imagen resulta demasiado simple y limpia. En los enclaves de exterminio soviéticos y alemanes los métodos de asesinato eran bastante primitivos. De los catorce millones de civiles y prisioneros de guerra muertos en Tierras de sangre entre 1933 y 1945, más de la mitad murieron porque se les negó la comida. Unos europeos mataron de hambre deliberada mente a otros europeos en cantidades estremecedoras a mediados del siglo XX. Los dos mayores asesinatos en masa después del Holocausto —las hambrunas dirigidas por Stalin a principios de 1930 y la matanza de los prisioneros de guerra soviéticos a principios de la década de 1940— se realizaron por este método. La muerte por inanición prevaleció no sólo en la realidad, sino también en la imaginación: en el invierno de 1941, el régimen nazi proyectaba un Plan de Hambre para matar a decenas de millones de eslavos y judíos.
Al hambre como medio de asesinato le siguen las ejecuciones por armas de fuego y, después, el gas. Durante el Gran Terror estalinista de 1937-1938, casi setecientos mil ciudadanos soviéticos fueron pasa dos por las armas. Los aproximadamente doscientos mil polacos asesinados por alemanes y soviéticos durante la ocupación conjunta de Polonia también murieron por este sistema, igual que los más de trescientos mil bielorrusos y otros tantos polacos ejecutados en «represalias». Los judíos que murieron en el Holocausto tenían más o menos las mismas posibilidades de recibir un disparo que de ser gaseados.
Por cierto, tampoco la muerte por gas es especialmente moderna. Al millón de judíos asfixiados en Auschwitz los mató el cianuro de hidrógeno, un compuesto que fue aislado en el siglo XVIII. El millón seiscientos mil judíos muertos en Treblinka, Cheímno, Bełżec y Sobibor fueron gaseados con monóxido de carbono, cuyos efectos letales ya eran conocidos por los antiguos griegos. El cianuro de hidrógeno se empleaba como pesticida en los años cuarenta, y el monóxido de car bono era producido por los motores de combustión interna. Los soviéticos y los alemanes usaban tecnologías que no eran nada nuevas en los años treinta y cuarenta: combustión interna, ferrocarriles, armas de fuego, pesticidas, alambre de espino.
Con independencia de la tecnología empleada, la matanza era personal. Las personas que morían de inanición eran observadas, con frecuencia desde torres de vigilancia, por aquellos que les negaban el alimento. Los que morían por las armas eran vistos muy de cerca a través de las miras de los fusiles, o bien eran sujetados por dos hombres mientras un tercero apoyaba el cañón de una pistola contra, la base del cráneo de la víctima. Los que iban a morir asfixiados eran acorralados, metidos en trenes y empujados a las cámaras de gas. Se les privaba de sus posesiones y de sus ropas y, en el caso de las mujeres, del cabello. Cada uno de ellos moría una muerte diferente, puesto que cada uno de ellos había vivido una vida distinta.
El impresionante número de víctimas podría adormecer nuestra percepción de la individualidad de cada una. «Querría llamar a cada una por su nombre —escribió la poeta rusa Anna Ajmátova en su Réquiem—, pero requisaron la lista y no puedo hacerlo». Gracias al arduo trabajo de los historiadores tenemos algunas listas, y gracias a la apertura de los archivos de Europa oriental tenemos algunos sitios donde mirar y encontrar. Disponemos de un número sorprendente de voces de las víctimas: por ejemplo, las memorias de una joven judía que se enterró para escapar a la zanja de la muerte nazi en Babii Yar (Kiev); o las de otra muchacha que hizo lo mismo en Panerai, cerca de Vilna. Tenemos las memorias de algunos de las pocas docenas de supervivientes de Treblinka. Tenemos un archivo del gueto de Varsovia, compilado penosamente, enterrado y después encontrado en su mayor parte. Tenemos los diarios que escribieron los oficiales polacos pasados por las armas por la NKVD soviética en 1940 en Katyn, documentos que fueron desenterrados junto con los cadáveres. Tenemos notas arrojadas desde los autobuses que conducían a los polacos a las zanjas de la muerte durante las campañas de exterminio alemanas de ese mismo año. Tenemos las palabras rayadas en la pared de la sinagoga de Kovel; y las que quedaron en la pared de la prisión de la Gestapo en Varsovia. Tenemos los recuerdos de los ucranianos que sobrevivieron a la hambruna soviética de 1933, los de los prisioneros de guerra soviéticos que sobrevivieron a la campaña de exterminio por hambre de 1941, y los de los habitantes de Leningrado que sobrevivieron al hambre provoca da por el sitio de 1941-1944.
Tenemos algunos archivos de los responsables, tomados a los alemanes cuando perdieron la guerra o hallados en archivos en Rusia, en Ucrania, en Bielorrusia, en Polonia y en los países bálticos después del hundimiento de la Unión Soviética en 1991. Tenemos informes y cartas de policías y soldados alemanes que ejecutaron a judíos, y de las unidades alemanas antiguerrilla que mataron a civiles bielorrusos y polacos. Tenemos las peticiones que enviaron activistas del partido comunista antes de poner en marcha el hambre en Ucrania en 1932-1933. Tenemos los cupos de muertes de campesinos y minorías nacionales enviados desde Moscú a las oficinas regionales de la NKVD en 1937 y 1938, y las respuestas solicitando que dichos cupos fueran aumentados. Tenemos los protocolos de los interrogatorios a ciudadanos soviéticos qué fueron después sentenciados y ejecutados. Tenemos los recuentos ale manes de judíos pasados por las armas junto a las zanjas o gaseados en instalaciones letales. Tenemos los recuentos soviéticos de muertos en las matanzas armadas del Gran Terror y de Katyn. Tenemos acertadas estimaciones del número de asesinatos de judíos en los lugares donde se perpetraron las mayores matanzas, basadas en listados de los archivos alemanes y en comunicados, en testimonios de los supervivientes y en documentos soviéticos. Podemos hacer una estimación razonable del número de muertes por inanición en la Unión Soviética, no todas registradas. Tenemos las cartas de Stalin a sus camaradas más próximos, las conversaciones de sobremesa de Hitler, la agenda de Himmler, y mucho más. Este libro ha sido posible gracias a los logros de otros historiadores y a su uso de esas fuentes y de muchas otras. Aunque hay algunas aportaciones que proceden de mi trabajo con los archivos, en estas páginas y en las notas quedará patente lo mucho que le debe esta obra a mis colegas y a las generaciones previas de historiadores.
A lo largo de todo el libro se acude a las voces de las propias víctimas y a las de sus amigos y familias. También se cita a los perpetradores, a los que mataron y a los que ordenaron matar. Asimismo, convocaremos como testigos a un pequeño grupo de escritores europeos: Anna Ajmátova, Hannah Arendt, Józef Czapski, Günter Grass, Vasili Grossman, Gareth Jones, Arthur Koestler, George Orwell y Alexander Weissberg. También seguiremos las carreras de dos diplomáticos, el especialista norteamericano en Rusia George Kennan, que se encontraba en Moscú en momentos cruciales, y el espía japonés Chiune Sugihara, que tomó parte en las políticas que según Stalin justificaban el terror colectivo y que después salvó a judíos del Holocausto de Hitler. Algunos de estos escritores han dado testimonio de uno de los programas de asesinatos en masa; otros, de dos o más. Algunos ofrecen lúcidos análisis, otros, comparaciones discordantes; y otros, imágenes inolvidables. Lo que tienen todos en común es su intento de dar testimonio de la Europa entre Hitler y Stalin, a menudo sin hacer caso de los tabús de su época.
En una comparación de los regímenes nazi y soviético, la politóloga Hannah Arendt escribió en 1951 que la propia realidad de los hechos «para seguir existiendo depende de la existencia del mundo no totalitario». El diplomático estadounidense George Kennan dijo lo mismo con palabras más sencillas en Moscú en 1944: «aquí, son los hombres quienes deciden lo que es cierto y lo que es falso».
La verdad, ¿es tan sólo una convención del poder, o puede un relato histórico veraz resistir la fuerza gravitatoria de la política? La Alemania nazi y la Unión Soviética buscaron dominar a la propia historia. La Unión Soviética era un Estado marxista cuyos líderes se proclamaban científicos de la historia. El nacionalsocialismo era una visión apocalíptica de transformación total, que debía, ser realizada por hombres que creían que la voluntad y la raza podían suprimir el peso del pasado. Los doce años de poder nazi y los setenta y cuatro de poder soviético son ciertamente una pesada carga sobre nuestra capacidad para evaluar el mundo. Mucha gente cree que los crímenes del régimen nazi fueron tan grandes que quedan fuera de la historia. En ello hay un eco perturbador de la creencia del propio Hitler de que la voluntad triunfa sobre los hechos. Otros sostienen que los crímenes de Stalin, aunque horribles, se justifican por la necesidad de crear o de defender un Estado moderno. Eso recuerda la noción de Stalin de que la historia tenía un solo curso posible y que él había entendido ese curso, algo que legitimaría sus políticas retrospectivamente.
Si la historia no se basa y se consolida sobre unos fundamentos totalmente distintos, Hitler y Stalin continuarán definiendo sus propios actos por nosotros. ¿Cuál podría ser nuestra base? Aunque el presente estudio implica aspectos militares, políticos, económicos, sociales, culturales e intelectuales, sus tres métodos fundamentales son simples: la insistencia en que ningún acontecimiento pasado está más allá de la comprensión histórica ni de la indagación histórica; la reflexión sobre la posibilidad de opciones alternativas, que va unida a la aceptación de que la capacidad de elección en los asuntos humanos es una realidad irreductible; y una revisión, ordenada cronológicamente, de todas las políticas nazis y estalinistas que mataron a grandes cantidades de civiles y prisioneros de guerra. La forma de esta obra no procede de la geografía política de los imperios sino de la geografía humana de las víctimas. Las Tierras de sangre no fueron un territorio político, real o imaginario: fueron simplemente los lugares donde los regímenes políticos más crueles de Europa realizaron su obra más mortífera.
Durante décadas, las historias nacionales —judía, polaca, ucraniana, bielorrusa, rusa, lituana, estonia, letona— se han resistido a las conceptualizaciones nazis y soviéticas de las atrocidades. La historia de las Tierras de sangre ha sido preservada, a menudo con inteligencia y coraje, dividiendo el pasado europeo en partes nacionales y evitando después el contacto entre cada una de esas partes. Pero la atención a un solo grupo perseguido, por muy bien que se lleve a cabo como labor histórica, no puede explicar lo acontecido en Europa entre 1933 y 1945. El conocimiento perfecto del pasado de Ucrania no dará cuenta de las causas de la hambruna. Seguir la historia de Polonia no es el mejor camino para entender por qué tantos polacos fueron asesinados durante el Gran Terror. El conocimiento de la historia de Bielorrusia no sirve, por grande que sea, para explicar los campos de prisioneros de guerra y las campañas antiguerrilla que mataron a tantos bielorrusos. El relato de la historia judía puede incluir el Holocausto, pero no puede explicarlo. A menudo, lo que le ocurrió a un grupo solamente puede entenderse a la luz de lo que le ocurrió a otro. Pero ése sólo e el inicio de las conexiones. Los regímenes nazi y soviético también de ben ser comprendidos a la luz de los modos en que sus líderes trabajaron para dominar esas tierras, y en sus visiones de esos grupos y de las relaciones entre ellos.
Actualmente hay un consenso general en cuanto a que los asesinatos en masa del siglo XX tienen el más alto significado moral para el siglo XXI. Sorprende, pues, que no exista una historia de las Tierras de sangre. Los asesinatos en masa separaron la historia judía de la europea, y la historia del este de Europa de la del oeste. El asesinato en masa no creó las naciones, pero sigue condicionando su separación intelectual décadas después del final del nacionalsocialismo y del estalinismo. Este estudio reúne los regímenes nazi y soviético, la historia judía y la europea, y las historias nacionales. Describe a las víctimas y a los verdugos. Expone las ideologías y los planes, los sistemas y las sociedades. Es la historia de gente que fue asesinada por las políticas de líderes lejanos. Las tierras natales de las víctimas se extienden entre Berlín y Moscú: se convirtieron en Tierras de sangre tras el ascenso al poder de Hitler y Stalin.